El relicario (14 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

—Hasta que la muerte nos separe, nena —dijo Nick, y volvió a besarla, esta vez más lentamente, ahuecando una mano en torno a uno de sus pechos.

—¡Nick! —protestó ella, y se apartó riendo.

—Aquí no nos ve nadie —aseguró Nick, bajando su otra mano hasta el trasero de Tanya y estrechando su vientre contra sus caderas.

—Sólo la ciudad entera —repuso ella.

—Déjalos que miren. Puede que aprendan algo. —Deslizó la mano bajo su blusa y le acarició el pezón erecto, mirando alrededor la creciente oscuridad. Musitó—: Será mejor que sigamos con esto en mi apartamento.

Tanya sonrió, se separó de él y se encaminó hacia la escalera de piedra. Contemplándola, admirando la gracia natural de sus movimientos, Nick notó que el caro champán le corría por las venas. No hay nada como el efecto del champán, pensó. Va directo a la cabeza. Y también directo a la vejiga.

—Un momento —dijo—. Tengo que ir a desbeber.

Tanya se volvió para esperarlo mientras él se dirigía hacia la torre. Había unos lavabos escondidos en la parte de atrás, recordó Nick, junto a la escalera metálica del servicio de mantenimiento que subía hasta el equipo meteorológico y bajaba hasta el lago. Bajo la sombra de la torre reinaba el silencio; los sonidos del tránsito procedentes de East Drive se oían lejanos y amortiguados. Localizó la puerta del lavabo de caballeros y entró. Se bajó la cremallera mientras pasaba ante los oscuros cubículos en dirección a los urinarios. No había nadie más, como había supuesto. Se apoyó contra la fría porcelana y cerró los ojos.

Volvió a abrirlos de inmediato cuando un leve ruido lo arrancó de las ensoñaciones del champán. No, decidió; eran sólo imaginaciones suyas. Sacudió la cabeza, riéndose de la paranoia que hasta los neoyorquinos más fogueados llevaban siempre a flor de piel.

El ruido se repitió, esta vez con mucha mayor claridad, y Nick se volvió sorprendido y asustado, aún con el pene en la mano, advirtiendo que en realidad sí había alguien en uno de los cubículos, y salía en ese momento, muy deprisa.

Tanya aguardó de pie junto al parapeto. La brisa nocturna acariciaba su rostro. Notaba en el dedo el anillo de compromiso, pesado y aún extraño. Nick empezaba a tardar demasiado. El parque estaba ya oscuro y el Great Lawn desierto; las luces de la Quinta Avenida se reflejaban trémulamente en la superficie del lago.

Impaciente, fue hasta la torre maciza y oscura y la rodeó. La puerta de los lavabos de caballeros estaba cerrada. Llamó con los nudillos, primero tímidamente, después con mayor insistencia.

—¿Nick? ¡Eh, Nick! ¿Estás ahí?

No se oía más que el rumor de los árboles agitados por el viento. En el aire flotaba un olor extraño, un olor penetrante que le recordó, con una desagradable sensación, el queso feta.

—¿Nick? Ya está bien de juegos.

Abrió la puerta de un empujón y entró.

Por un momento volvió a reinar el silencio en el Castillo de Belvedere. Pero instantes después empezaron a resonar los gritos, ululantes, rasgando la templada noche veraniega con creciente intensidad.

17

Smithback se sentó ante la barra de su cafetería griega favorita e indicó al cocinero con un gesto que le preparase el desayuno de costumbre: dos huevos escalfados con un acompañamiento de carne picada y remolacha revueltas. Tomó un sorbo de café de la taza que acababan de servirle, dejó escapar un suspiro de satisfacción y se sacó los periódicos de debajo del brazo. Desplegó primero el
Post
y leyó por encima con expresión ligeramente ceñuda el artículo de primera plana sobre el asesinato del Castillo de Belvedere, escrito por Hank McCloskey. Su crónica sobre la concentración de Grand Army Plaza había sido relegada a la página cuatro. La primera plana debería haberle correspondido a él, con la noticia de la participación del museo en las autopsias y la hipótesis sobre las marcas de dientes. Pero le había dado su palabra a Margo. Al día siguiente las cosas serían distintas. Además, quizá su paciencia se vería recompensada por otras primicias.

Llegó el desayuno y empezó con apetito por el revuelto de carne a la vez que dejaba el
Post
y abría el
Times.
Ojeó con desdén los titulares de la parte superior, dispuestos con buen gusto y sin estridencia. Al descender por debajo del pliegue, su vista se detuvo en un titular a una columna donde simplemente se leía: «¿Ha vuelto la Bestia del Museo?» Firmaba el artículo Bryce Harriman, cronista del
Times.

Smithback siguió leyendo, y el revuelto se convirtió en engrudo en su boca.

8 de agosto
. — Los científicos del Museo de Historia Natural de Nueva York continúan con el análisis de los cadáveres decapitados de Pamela Wisher y una persona desconocida, intentando establecer si las marcas de dientes aparecidas en los huesos fueron realizadas por animales salvajes después de la muerte o, por el contrario, fueron la causa misma de la muerte.

El brutal asesinato en la tarde de ayer de Nicholas Bitterman en el Castillo de Belvedere del Central Park ha aumentado las presiones sobre el equipo forense para hallar una respuesta. Varias muertes de personas sin hogar ocurridas en los últimos meses podrían presentar características similares. En estos momentos se desconoce aún si estos cadáveres serán también trasladados al museo para su análisis. Los restos de Pamela Wisher han sido entregados ya a la familia, y recibirán sepultura esta tarde a las 15 h en el cementerio de Holy Cross, Bronxville.

En el museo, las autopsias se llevan a cabo en el mayor secreto. «No quieren que cunda el pánico —declararon fuentes próximas a la investigación—. Pero la palabra que está en mente de todos y nadie se atreve a pronunciar es "Mbwun".»

Mbwun, como se conoce a la Bestia del Museo entre los científicos, era una rara criatura traída inadvertidamente al museo por una malograda expedición a la Amazonia. En abril del año pasado salió a la luz la presencia de dicha criatura en el subsótano del museo cuando varios visitantes y guardas de seguridad fueron asesinados. La criatura atacó asimismo a una multitud durante la inauguración de una exposición en el museo, provocando el pánico y la errónea activación del sistema de alarma del museo. Como consecuencia de aquello, murieron 46 personas y resultaron heridas casi trescientas, en lo que se recuerda como una de las peores catástrofes ocurridas en Nueva York en los últimos años.

La criatura recibió el nombre de «Mbwun» de los kothoga, una tribu ya desaparecida que vivió en el hábitat original del animal a orillas del Alto Xingú, afluente del Amazonas. Durante décadas los antropólogos y los caucheros habían oído rumores de la existencia de un gran animal con aspecto de reptil en el Alto Xingú. En 1987 un antropólogo del Museo de Historia Natural, Julian Whittlesey, organizó una expedición al Alto Xingú para buscar indicios de la tribu y la criatura. Whittlesey desapareció en la selva, y los otros miembros de la infortunada expedición murieron al estrellarse el avión en que viajaban de regreso a Estados Unidos.

En Nueva York se recibieron, no obstante, varias cajas con reliquias reunidas por la expedición. Los objetos habían sido embalados con fibras vegetales que contenían una sustancia vital en la alimentación de Mbwun. Si bien se ignora cómo llegó Mbwun al museo, los conservadores suponen que quedó encerrado accidentalmente en un contenedor de carga junto con el material recopilado por la expedición. La criatura vivió en el vasto subsótano del museo hasta que se quedó sin su alimento natural y empezó a atacar a guardas y visitantes.

El animal resultó muerto durante el posterior tumulto, y su cadáver fue retirado por las autoridades y destruido antes de que pudiese realizarse un detallado estudio taxonómico. Aunque son muchos los misterios que aún envuelven a aquella criatura, se averiguó que vivía en un
tepui,
una meseta aislada de la cuenca del Amazonas. Las recientes operaciones de extracción hidráulica de oro en el Alto Xingú han tenido un fuerte impacto en el ecosistema de la zona y causado probablemente la extinción de la especie. El profesor Whitney Cadwalader Frock del Departamento de Antropología del museo, autor de
La evolución fractal,
opinaba que la criatura era una aberración evolutiva propiciada por su aislado hábitat tropical.

Las fuentes antes citadas insinuaron que las recientes muertes podrían ser obra de un segundo Mbwun, quizá la pareja del original. Según parece, y aunque no hay declaraciones oficiales al respecto, ésa es también la preocupación del Departamento de Policía de Nueva York. Por lo visto, la policía ha pedido al laboratorio del museo que determine si las marcas de dientes en los huesos se corresponden con las de un perro salvaje, o con las de algo mucho más poderoso… algo como Mbwun.

Smithback, temblando de ira, apartó el plato sin haber probado siquiera los huevos. No sabía qué era peor, si el hecho de que el gilipollas de Harriman le hubiese pisado la primicia, o saber que él, Smithback, tenía ya la noticia y se había dejado disuadir de publicarla.

Nunca más, juró Smithback. Nunca más.

En la planta decimoquinta de la jefatura de policía, D'Agosta dejó a un lado ese mismo periódico con un virulento improperio. Los portavoces del Departamento de Policía tendrían que hacer horas extras para evitar la histeria colectiva. Quienquiera que hubiese filtrado aquella información iba a acabar con el culo asado y servido en un restaurante. Al menos, pensó, por una vez no había sido el pelmazo de su amigo Smithback.

A continuación alargó el brazo hacia el teléfono y marcó el número de la oficina del jefe de policía. Hablando de culos, más valía que cuidase el suyo mientras aún estaba a tiempo. Con Horlocker, siempre era mejor hacer la llamada que recibirla.

Le salió el buzón de voz de la secretaria del jefe.

Cogió de nuevo el periódico y al cabo de un instante, con un creciente sentimiento de frustración, volvió a dejarlo. Waxie llegaría de un momento a otro, sin duda poniendo el grito en el cielo por el asesinato del Castillo de Belvedere y el plazo impuesto por el jefe. Ante la perspectiva de ver a Waxie, D'Agosta cerró los ojos involuntariamente, pero lo asaltó tal sensación de cansancio que volvió a abrirlos de inmediato. Sólo había dormido dos horas, y estaba exhausto después de pasar buena parte de la noche subiendo y bajando por las escaleras del Castillo de Belvedere tras el asesinato de Bitterman.

Se puso en pie y se acercó a la ventana. Abajo, en medio del gris y desordenado paisaje urbano, veía un pequeño recuadro negro, el patio de la escuela primaria 362. Las pequeñas formas de los niños corrían de un lado a otro, jugando a tocar y parar y al tejo, sin duda chillando de principio a fin del recreo. «Dios mío —pensó D'Agosta—, lo que yo daría ahora por ser uno de ellos.»

Cuando volvió al escritorio, advirtió que el borde del diario había tumbado el marco con la fotografía de su hijo de diez años. Lo enderezó con especial esmero, sonriendo involuntariamente a la cara que le sonreía a él. Después, un poco más animado, se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un cigarro. A la mierda con Horlocker. Lo que tuviese que pasar, pasaría.

Encendió el cigarro, lanzó la cerilla a un cenicero y se aproximó a un amplio plano de la zona oeste de Manhattan sujeto con tachuelas a un tablón de anuncios. La parte correspondiente al distrito estaba salpicada de alfileres con cabezas blancas y rojas. Un rótulo pegado con celo en una esquina aclaraba que los alfileres blancos representaban las desapariciones en los últimos seis meses, y los rojos, las muertes cuyas circunstancias coincidían con el supuesto
modus operandi.
D'Agosta cogió un alfiler rojo de una bandeja de plástico, localizó el Reservoir del Central Park en el plano y clavó cuidadosamente el alfiler un poco más al sur. Luego retrocedió y, observando el plano con atención, intentó discernir una pauta en el aparente desorden.

Los alfileres blancos superaban en número a los rojos en una proporción de diez a uno. Naturalmente, muchos de aquellos no volverían a dar señales de vida. En Nueva York la gente desaparecía por muy diversas razones. Aun así, era una cantidad excepcionalmente alta, poco más o menos el triple que en un semestre normal. Y al parecer muchos habían sido vistos por última vez en las inmediaciones del Central Park. Siguió mirando el plano. Por alguna razón, la disposición de los puntos no parecía aleatoria. Su cerebro le decía que existía una pauta, pero era incapaz de descubrirla.

—¿Soñando despierto, teniente? —preguntó una voz grave y familiar.

D'Agosta se sobresaltó y giró en redondo. Era Hayward, colaborando ya oficialmente en el caso junto con Waxie.

—¿No sabe llamar a la puerta? —reprochó D'Agosta.

—Sí, sé llamar. Pero ha dicho usted que quería esto cuanto antes.

Hayward sostenía en su delgada mano un grueso fajo de listados de ordenador. D'Agosta aceptó los papeles y comenzó a hojearlos: más asesinatos de gente sin hogar ocurridos en los últimos seis meses, y la mayoría dentro de la jurisdicción de Waxie, en la zona del Central Park/West Side. Como cabía esperar, ninguno había sido investigado.

—¡Dios santo! —exclamó D'Agosta, moviendo la cabeza en un gesto de desesperación—. En fin, vale más que los marquemos en el plano.

Comenzó a leer en voz alta los emplazamientos, y Hayward los señalaba en el plano con alfileres rojos. Se interrumpió por un momento para contemplar la piel clara y la mata de pelo oscuro de la sargento. Aunque, por supuesto, no lo había admitido ante ella, D'Agosta se alegraba de contar con su ayuda. Su inalterable aplomo era como un remanso de paz en medio de un huracán. Y además debía reconocer que su presencia no ofendía a la vista.

Fuera se oyó un repentino alboroto. Algo pesado cayó al suelo con estrépito. Arrugando la frente, D'Agosta indicó a Hayward que saliese a echar un vistazo. Pronto se oyeron más gritos, y una voz aguda y quejumbrosa pronunció el nombre de D'Agosta.

Extrañado, asomó la cabeza por la puerta. En el vestíbulo de Homicidios, un individuo increíblemente sucio forcejeaba con dos agentes que intentaban sujetarlo. Hayward permanecía expectante junto a ellos, su cuerpo menudo en tensión como si aguardase la oportunidad de intervenir. D'Agosta observó al individuo, reparando en el cabello apelmazado, la piel amarillenta propia de un enfermo de ictericia, la estrechez de su famélica complexión, la inevitable bolsa negra de basura donde guardaba todos sus bienes materiales.

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