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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (12 page)

Luego añadió:

—Señor Calamy, baje corriendo al sollado, presente mis respetos al doctor y pídale que me preste su reloj.

La
Surprise
viró a babor. Enseguida reapareció el cúter y sus hombres soltaron lo que llevaban a remolque. La tensión aumentó y mientras unos artilleros se escupieron las manos otros se ajustaron los pantalones. Entonces llegaron las palabras rituales:

—¡Silencio de proa a popa! ¡Destrinquen los cañones! ¡Nivelen los cañones! ¡Quiten los tapabocas! ¡Saquen los cañones!

En ese momento se oyó por todas partes el estruendo que provocaron dieciocho toneladas de metal al moverse con rapidez.

—¡Carguen! ¡Apunten y disparen empezando desde la proa!

El blanco se balanceaba en el centelleante mar más allá del alcance de las carronadas. Bonden, el jefe de la brigada del cañón número dos (el cañón de bronce de estribor), se inclinó sobre él y miró por encima del cilindro. La elevación era la adecuada, pero para que estuviera apuntado correctamente, hizo señas con la cabeza a los artilleros que estaban a un lado con la palanca y a los que estaban al otro con el espeque, todos ellos de espaldas al costado del barco y preparados para mover un poco aquella tonelada y media de bronce. El largo cañón, situado tras la ancha porta de la proa, podía girar mucho hacia delante, y Bonden podía ver perfectamente el blanco por la mira; sin embargo, como estaba tan deseoso como el capitán de batir el récord, no quería disparar hasta que no estuviera apuntado el cañón de su derecha, el número cuatro, que llamaban Asesinato Premeditado. Durante unos momentos de tensión la fragata subió dos veces con las olas y luego, junto a Asesinato Premeditado, se oyó el murmullo:

—Cuando quieras, compañero.

Bonden extendió el brazo para coger la brillante mecha e introdujo el extremo rosado en el fogón mientras arqueaba su cuerpo para que el cañón pudiera pasar por debajo de él cuando retrocediera hacia el interior de la fragata. Sus compañeros prestaron muy poca atención al ensordecedor estampido, la lengua de fuego, los pedazos de taco que volaban por el aire, el humo y el sonido vibrante de las retrancas, porque enseguida tuvieron que sujetar firmemente el cañón, limpiarlo, introducir la carga y atacarla y colocar la bala y el taco, y luego, llenos de satisfacción, volvieron a sacarlo con estrépito; prestaron muy poca atención al estallido del cañón número cuatro, que fue más fuerte, y al que siguieron enseguida el del número seis, llamado Fortachón, y sucesivamente los de los demás hasta los últimos, los del número veintidós y el número veinticuatro, llamados Billy
el Saltador y Azul
Marino, que se encontraban respectivamente en el dormitorio de Jack y en la gran sala de su cabina; y prestaron muy poca atención al denso humo blanco que formaba remolinos a causa del viento. Pero sus movimientos, a pesar de ser muy rápidos y precisos, eran casi mecánicos, y por eso la mayoría de ellos tuvieron tiempo de ver cuál era la trayectoria de la bala disparada por su cañón y también el penacho de agua que formaba al caer justo delante del blanco.

—Por un pelo, por un pelo —murmuró Bonden, inclinándose sobre el cañón nuevamente cargado y apuntado, e introdujo en él rápidamente la resplandeciente mecha.

Jack estaba de pie en el alcázar con el reloj de Stephen (un magnífico Breguet con segundero) en la mano y estiró el cuello para poder ver por encima del humo producido por la nueva descarga de la batería. La primera había cubierto el blanco de espuma, pues ni una sola bala había caído muy lejos de él; la segunda fue mejor, ya que hizo saltar por el aire dos barriles y casi toda la balsa.

—¡Muy bien, pero que muy bien! —exclamó, y casi rompió el reloj al golpear la borda con él, pero enseguida se tranquilizó y se lo entregó a Calamy, su ayudante, diciendo—: Fíjese cuándo dispara exactamente el número veinticuatro.

Entonces saltó desde la cureña de una carronada a los obenques bajos para ver dónde caían las balas de la siguiente descarga. La batería empezó a disparar cuando el lado de la fragata donde él se encontraba subió casi hasta las crestas de las olas, y terminó antes que hubiera bajado media traca. Se oyeron ensordecedores estampidos y se formó una masa de humo por la que atravesaban ráfagas de luz, y mucho más allá de esa masa pudieron verse las balas caer muy próximas, formando un grupo, el mejor grupo que Jack había visto nunca. Todas fueron disparadas con precisión y destruyeron por completo el blanco. Jack bajó a la cubierta de un salto y miró a Calamy, que, sonriendo, le dijo:

—Tres minutos y ocho segundos, señor, con su permiso.

Jack rió satisfecho.

—¡Lo conseguimos! —exclamó—. Pero a lo que doy más valor es a la precisión. Cualquier tonto puede disparar con rapidez, pero esta descarga ha sido letal, letal.

Caminó a lo largo de la hilera de cañones junto a los que gritaban los alegres y sudorosos artilleros. Felicitó efusivamente a los jefes de las brigadas de Víbora, Anthony
el Loco
, Bulldog y Capricho de Nancy por su rapidez, pero les dijo que si disparaban más rápido los cañones, todos dispararían al mismo tiempo, o sea, la descarga sería simultánea, y que eso no era conveniente porque las cuadernas no lo soportarían y se harían pedazos. Añadió que prefería que las cuadernas siguieran intactas por si se encontraban con el
Spartan
, un potente barco corsario.

Vieron el
Spartan
tres veces. Tres días después de la excelente práctica, poco antes del amanecer, el señor Honey, el oficial de guardia, mandó a un serviola al tope de un mástil como de costumbre, pues ése era el mejor momento del día para encontrar a un enemigo, ya fuera poderoso o débil. Durante la noche se había formado una espesa niebla, y todavía quedaban algunos fragmentos que se movían con el viento cuando el serviola, dirigiendo la voz hacia la cubierta, gritó:

—¡Barco a sotavento!

—¿Dónde? —preguntó Honey, que no podía ver nada desde la cubierta.

—Por el través, señor —fue la respuesta—. Pero ya no puedo verlo. Me parece que es un navío y que está aproximadamente a una milla de distancia.

—Estoy seguro de que es el
Spartan
—dijo Davies
el Torpe
a su compañero, mientras los dos frotaban la cubierta con una enorme piedra con un forro que llamaban «el oso»—. Puedes creer lo que digo: John Larkin ha visto el
Spartan
. John Larkin siempre ha sido un tipo con suerte.

Honey mandó al guardiamarina de guardia a llamar a Mowett. Jack dio una vuelta en su coy y por la claraboya oyó que un viejo marinero italiano le decía a su compañero:

—John Larkin ha visto el
Spartan.

Mowett acababa de descender de la cofa, con la camisa de dormir todavía puesta e hinchada por el viento, cuando Jack llegó a la cubierta. Entonces, con el rostro radiante, exclamó:

—Señor, ahora mismo iba a mandar a pedirle permiso para cambiar el rumbo y empezar a navegar. Hay un barco a sotavento y a Larkin le parece que es el barco corsario.

Varios marineros que estaban inmóviles con los lampazos en la mano se echaron a reír.

—Muy bien, señor Mowett —dijo Jack—. Puede cambiar el rumbo y quizá también pueda convencer a los hombres de guardia de que hagan un esfuerzo y limpien la cubierta. El rey no les paga por su cara bonita, y sería lamentable que tuviéramos que enfrentarnos a un barco corsario, si es que lo es, entre esta mugre, y que unos extranjeros vieran que esto parece Sodoma y Gomorra.

Era un barco corsario, pero no era el
Spartan
. En realidad, no era un barco extranjero sino el
Prudence
, un bergantín de doce cañones procedente de Kingston. Tan pronto como el calor del sol disipó la niebla, el barco cambió la orientación del velacho y se puso en facha. Luego, cuando la
Surprise
ya estaba muy próxima, el capitán fue hasta ella con la documentación del barco.

El capitán subió por el costado y saludó a los oficiales que estaban en el alcázar al estilo de la Armada. Tenía más o menos la edad de Jack y vestía una sencilla chaqueta azul. Era evidente que no estaba a gusto, y al principio Jack pensó que la causa era que temía que le quitaran tripulantes a la fuerza, pero siguió igual después de que Jack le asegurara que no tenía necesidad de más marineros. Al cabo de un rato, Jack comprendió que eso se debía a que temía ser reconocido y no ser bien considerado.

—Al principio creí que nunca le había visto —dijo Jack a Stephen esa tarde cuando ambos afinaban sus instrumentos—. Lo creí hasta que me dio una pista cuando dijo: «Enseguida reconocí la
Surprise
porque tenía el palo mayor de un barco de treinta y seis cañones». Entonces me di cuenta de que era el mismo Ellis que había visto media docena de veces en El Cabo y que estaba al mando del
Hind
, un barco del rey de dieciocho cañones. Es una pena que haya bajado de categoría, como los hombres que mencioné cuando hablaba al pastor Martin de los barcos corsarios. Pero este caso es distinto, pues creo que además fue juzgado por un consejo de guerra a causa de un feo asunto, de que pagó algunas facturas con dinero de la Junta Naval. Pero cuando recordé quién era hablamos amigablemente, y me dijo muchas cosas sobre el
Spartan
. Me temo que es poco probable que lo encontremos a este lado de las Azores.

—El señor Allen, el oficial de guardia, me ordenó decirle que hay cuatro barcos a treinta y cinco grados por la amura de estribor.

Era muy difícil entender a Howard debido a su falta de dientes, pero finalmente Jack comprendió el mensaje y respondió:

—Sí, son mercantes que hacen el comercio con las Antillas. El capitán corsario me habló de ellos. Lancen dos bengalas azules y hagan una salva por barlovento.

El cañón disparó, y después se oyó cómo lo ataban de nuevo, pero Jack siguió sentado con el violín en las manos.

—Estás desanimado, amigo mío —dijo Stephen en tono amable, después de esperarle un buen rato.

—¡Oh, sí! —exclamó Jack—. Te ruego que me disculpes. Me preguntaba si ese maldito
lagopo
[8]
coincidió con Sam en Ashgrove Cottage, aunque realmente no tiene importancia.

—Estoy seguro de que no —dijo Stephen, y entonces tocó un fragmento.

Jack respondió con una variación, y luego ambos siguieron tocando variaciones, a veces separados y a veces juntos, y así continuaron hasta que por fin terminaron con una muy agradable que tocaron al unísono. En ese momento llegaron las tostadas con queso.

—Creo que en Inglaterra llaman garzas a las grullas, y que hay muchas otras diferencias de vocabulario —dijo Stephen después de un rato—. Dime, por favor, qué es un lagopo para un inglés.

—Pues una de esas mujeres avinagradas, dominantes y discutidoras que uno encuentra frecuentemente. Lady Bates es una de ellas, y la señora Miller también. Creo que las llaman así por la mujer de Mahoma; al menos eso es lo que me dijo mi padre cuando era niño.

Si el general Aubrey se hubiera dedicado a estudiar etimología, aunque eso sería una presunción, no le habría hecho ningún mal a su hijo. Pero había decidido entrar en la política como un miembro de la oposición, representando a varios condados miserables, y puesto que era un hombre poco razonable pero tenía una inagotable energía, con sus constantes y vehementes ataques a los ministros consiguió que incluso sus amigos
tories
fueran mirados con desconfianza y criticados. Ahora estaba unido a los miembros de peor reputación del Partido Radical, no porque quisiera que se hiciera una reforma del Parlamento, sino porque tenía la absurda idea de que los ministros decidirían darle un buen puesto, por ejemplo, el de gobernador de una colonia, para que cerrara la boca. Además, pensaba que algunos de sus compañeros radicales sabían muy bien cómo hacer dinero y estaba deseoso, o más bien ávido, de riquezas.

Stephen conocía al padre de Jack, y le parecía un padre realmente dañino; por su mente cruzó la idea de que le gustaría que se ahogara con el próximo bocado que comiera. Dio una tostada a Jack en silencio y poco después ambos tocaron una endecha que Hempson, el mejor arpista del mundo, le había enseñado en la ciudad de Cork cuando tenía ciento cuatro años.

El segundo
Spartan
lo vieron a ese lado de las Azores. Estaba por barlovento, justo en el lugar donde había empezado a perseguir el
Danaë
cuando Pullings lo comandaba. Tal como Pullings decía en su carta, el barco era tan parecido a un navío de guerra portugués que un marino experimentado que lo viera a una milla de distancia juraría que lo era. Era igual en todo: la bandera, los uniformes de los oficiales e incluso un crucifijo dorado, que reflejaba los rayos del sol, en el alcázar. Un marino experimentado caería en el engaño incluso si lo hubiera visto a media milla de distancia. Por fin el capitán Aubrey y el señor Allen, que habían permanecido un tiempo de pie con los telescopios dirigidos hacia el barco que se aproximaba y rodeados del agradable olor de las mechas de combustión lenta, así como los marineros que estaban preparados para quitar las lonas que cubrían los cañones cargados, se lanzaron unos a otros una elocuente mirada con una mezcla de sorpresa, decepción y alivio.

—Gracias a Dios que no disparamos —dijo el oficial de derrota.

Jack asintió con la cabeza y gritó:

—¡Apaguen las mechas, apaguen las mechas! ¡Señor Mowett, mande izar el gallardete y la bandera!

Entonces llegó desde el barco una voz que saludaba en portugués con tono malhumorado.

—Por favor, señor Allen, responda —dijo Jack, pues el señor Allen hablaba bien el portugués—. Y pida al capitán que venga a comer conmigo.

El capitán portugués no comió con Jack, pero aceptó cortésmente sus disculpas. Entre los dos se tomaron en su cabina una botella de excelente oporto blanco, y Jack se enteró de que en el puerto de Fayal no estaban ni el
Spartan
ni ningún otro barco de tamaño similar. Además, el capitán portugués dijo que algunos lo habían visto en esas aguas, pero que era probable que hubiera puesto rumbo a la costa guineana, o que estuviera más al este esperando la luna llena para «buscar un pingüe mercante inglés de los que hacían el comercio con las Antillas para capturarlo». Al decir eso se rió, pues le gustaban los botines tanto como a cualquier hombre.

No faltaba mucho tiempo para la luna llena, y a medida que la luna crecía el viento amainaba, así que cuando la
Surprisevio
el tercer
Spartan
, al este de Terceira, el Atlántico parecía un lugar seguro: había pocas olas y el viento era muy suave. El barco apareció como muchos suelen hacerlo, detrás de un banco de niebla matutina. Se encontraba un poco más al norte, navegando con las velas amuradas a babor, como la fragata, y desde el alcázar se podía ver el casco por la amura de estribor. Al principio los tripulantes no le dieron importancia. Los de la guardia de estribor, que tenían las piernas rojas debido a que el agua con que limpiaban la cubierta estaba muy fría, decían que estaban hartos de oír hablar del barco corsario, de la maldita carga que estaba en la cubierta y de la condenada arpillera de los costados.

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