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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (18 page)

La gente que estaba en la cocina del Ship se estaba agrupando allí para mirar.

—¿No quiere que llame a la policía? —preguntó Jack.

—¡Oh, no, no; se lo ruego! No quiero que esto se haga público —dijo el hombre de la chaqueta negra en tono grave—. Por favor, subamos. No está herido, ¿verdad? Y ya tiene la maleta. Subamos enseguida.

El hombre de la chaqueta negra estuvo sacudiéndose la ropa, arreglándose la corbata y alisando los papeles que había en el deteriorado cartapacio durante cierto tiempo, hasta que salieron de Dover y tomaron el camino de Londres. Era evidente que le habían hecho mucho daño, aunque cuando Jack le preguntó por su estado, respondió que sólo tenía «algunos pequeños moretones y arañazos» y que eso no era nada comparado con lo que tendría si se hubiera caído de un caballo. Poco después de pasar Buckland, cuando los caballos iban a paso lento y el coche avanzaba moviéndose suavemente, dijo:

—Le estoy muy agradecido, señor, muy agradecido; no sólo por rescatarme a mí y a mis posesiones de manos de esos villanos, sino también por contribuir a que el asunto no se hiciera público. Si hubiera llamado a la policía, nos habríamos retrasado y, lo que es peor, se habría formado un gran escándalo; y por mi posición social, no puedo permitir verme envuelto en ningún escándalo ni en ninguna pelea en público.

—Indudablemente, un escándalo es algo muy desagradable —convino Jack—. Pero me gustaría haberles metido al menos en el abrevadero.

Se quedaron en silencio, y después de un rato el hombre de la chaqueta negra dijo:

—Le debo una explicación.

—No, no, señor-repuso Jack.

El hombre hizo una inclinación de cabeza y continuó:

—Acabo de llegar de una importante misión en el continente, y esos tipos estaban esperándome. Vi al rufián con el pañuelo alrededor del cuello en el barco y me preguntaba por qué razón estaba allí. Lamento haber tenido que dejar a mi sirviente con mi jefe, en París; es el hijo del guarda de mis fincas, un joven robusto y muy valiente. La disputa por el coche fue una excusa para que el ataque tuviera un motivo. No querían el coche ni mis posesiones, un reloj y un poco de dinero. Lo que querían era información, es decir, las noticias que traigo aquí —añadió, poniendo la mano sobre el cartapacio de piel—. Estas noticias, en ciertas manos, valdrían un montón de dinero.

—Espero que sean buenas noticias —dijo Jack, mirando por la ventana a una hermosa joven que cabalgaba por el borde del camino seguida de un sirviente y tenía la cara rosada debido al ejercicio.

—Me parece que son muy buenas, señor, y que muchas personas pensarán lo mismo —dijo el hombre de la chaqueta negra, sonriendo; y después de toser, quizá pensando que había sido indiscreto, continuó—: Aquí está la lluvia de la que hablábamos.

Cambiaron de caballos en Canterbury, y cuando Jack trató de pagar por ellos, o al menos la mitad de lo que costaban, el hombre de la chaqueta negra, le dijo:

—No, de ninguna manera. No puedo permitir que pague con su dinero. El coste habría sido el mismo aunque usted no hubiera venido. Pero voy a terminar esta discusión con un argumento contundente: paga el Gobierno.

Cuando reanudaron el viaje, sugirió que cenaran en Sittingbourne, si Jack no tenía ninguna objeción que hacer.

—He comido muy bien en el Rose en muchas ocasiones —explicó—. Y tienen allí un vino Musigny de 1792, un vino de Chambolle, que es de los mejores que he tomado. Además, nos atenderá la hija del hostelero, una joven a quien me gusta contemplar. No me tome por rijoso, pero pienso que tener criaturas hermosas alrededor de uno hace la vida mucho más placentera. —Tras una pausa agregó—: Me parece absurdo que aún no me haya presentado. Soy Ellis Palmer, para servirle.

—Encantado de conocerle, señor —dijo Jack estrechando la mano que le tendía—. Mi nombre es John Aubrey.

—Aubrey —dijo Palmer, pensativo—. Últimamente he oído muchas veces ese nombre relacionado con los quelonios. Con su permiso, quisiera hacerle una pregunta: ¿Tiene usted algún parentesco con el señor Aubrey de quien tomó el nombre la magnífica especie de tortugas
Testudo aubreii
?

—Sí, en cierto modo —respondió Jack, sonriendo tan dulcemente como lo permitía su rostro bronceado, curtido por los elementos y con cicatrices de heridas recibidas en las batallas—. En realidad, al animal le pusieron el nombre por mí, aunque yo no tomé parte en el asunto, es decir, que su descubrimiento no es mérito mío.

—¡Dios mío! —exclamó Palmer—. Entonces usted debe de ser el capitán Aubrey, de la Armada Real, y tiene que conocer por fuerza al doctor Maturin.

—Es íntimo amigo mío —dijo Jack—. Hemos navegado juntos muchos años, durante la pasada guerra y en ésta. ¿Le conoce usted?

—No he tenido el placer de que me lo presentaran, pero he leído todos sus libros, es decir, todos los que no tratan de asuntos médicos, pues no soy más que un estudioso de las ciencias naturales que sólo las estudia por afición, porque me dedico a redactar proyectos de ley en el Parlamento. Algunas veces le he visto presentar estudios en la Royal Society, cuando uno de sus miembros me ha llevado allí, y asistí a la conferencia que dio en el Instituto de París.

—¿Ah, sí? —inquirió Jack.

Por esto y por otras cosas que a Palmer se le escaparon, estaba claro que era uno de los emisarios que iban de una costa a la otra, uno de los hombres por los cuales los barcos con bandera blanca existían todavía.

—Sí, asistí a esa conferencia. Versaba sobre el pájaro solitario, como seguramente usted sabrá. No pude entender todo lo que dijo porque la sala era muy grande, pero después leí con satisfacción el resumen incluido en el acta y saqué mucho provecho de él. ¡Qué investigación tan profunda! ¡Qué comparaciones más acertadas! ¡Qué erudición! Conocer a un hombre así es un privilegio.

Hablaron de Stephen hasta que llegaron a Sittingbourne y después durante la admirable cena.

—Me gustaría que estuviera aquí con nosotros —dijo Jack, mirando la vela a través de la copa de vino tinto—. Aprecia el buen vino mucho más que yo, y éste es de una cosecha realmente excelente.

—Así que tiene esa virtud, además de todas las otras. Me alegra saberlo. Debe de ser el mejor y el más feliz de todos los hombres. Encanto —dijo a la sonrosada hija del hostelero—, creo que tomaremos otra botella.

Jack podía haber dicho que Stephen no tenía sentido del tiempo ni de la disciplina y que era capaz de contestar ásperamente, pero, en vez de eso, explicó:

—Respecto a lo que acaba decir, añadiré que en ocasiones es muy ingenioso. Ha dicho lo mejor que he oído en mi vida, de repente, sin dar vueltas y vueltas a las palabras en su cabeza. A veces no logro acordarme bien, porque es algo muy sutil, pero quisiera decirlo bien esta vez, pues cuando tengo que explicarlo, tiene menos gracia. En primer lugar, tengo que contarle que en la Armada tenemos dos guardias muy cortas, de sólo dos horas cada una, que llamamos las guardias de primer y segundo cuartillo. Pues bien, cuando estábamos haciendo el bloqueo de Tolón, había en nuestro barco un civil que no sabía nada de lo que hacíamos en la Armada y un día, durante la comida, preguntó: «¿Por qué son guardias de cuartillo?». Le explicamos que los marineros tenían distintos turnos de guardia para que un grupo estuviera de guardia una noche y otro la siguiente, pero no era eso lo que había preguntado. Entonces inquirió: «¿Por qué se llaman guardias de cuartillo? ¿Por qué a las guardias cortas las llaman guardias de cuartillo?». En ese instante todos nos quedamos petrificados, sin saber qué contestar, y Maturin dijo: «¿No comprende por qué, señor? Pues porque esas guardias están fraccionadas». Nosotros no lo entendimos enseguida, pero por fin nos dimos cuenta de que
cuarto
es una
fracción
, ¿comprende?

Palmer lo entendió enseguida y, aunque no era un hombre risueño, soltó una carcajada que provocó que viniera la hermosa joven con una expresión de asombro en los ojos y el sacacorchos en la mano.

Tardaron mucho en comerse las nueces, y Palmer empezó a hablar en tono grave una o dos veces, pero enseguida cambió de opinión. Hasta que no estuvieron otra vez en el camino, viendo cómo las luces del coche penetraban en la oscuridad mientras la lluvia tamborileaba sobre el techo, lo que les hacía sentirse aislados, Palmer no dijo lo que pensaba.

—Capitán Aubrey, he estado pensando… he estado pensando cómo mostrarle mi gratitud.

Jack hizo las acostumbradas protestas, pero Palmer continuó:

—Pienso que a pesar de que es inconcebible regalar una cantidad de dinero a un caballero de su posición social, aunque sea una enorme suma, es aceptable darle cierta información que le permita obtener esa cantidad.

—Me parece una buena idea.

—Y, sin duda, tras ella hay buena intención —dijo Palmer—. Pero debo decirle que depende de que tenga cierta cantidad de dinero, o amigos a quien pedirla prestada, o de que algún banquero o agente de negocios, que son muy parecidos, le conceda un crédito. Como se suele decir: «El dinero llama al dinero».

—No puedo decir que sea rico —dijo Jack—, y, por el momento, tampoco que sea pobre.

Buscó mentalmente entre los caballos de carreras el que era probable que Palmer le recomendara y se quedó atónito cuando éste, en tono grave, le susurró estas palabras:

—Supongo que sabrá que se abrieron las negociaciones para poner fin a la guerra hace algún tiempo, y precisamente por eso, mi jefe me envió a París. Pues bien, han terminado con éxito. Se firmará la paz dentro de pocos días.

—¡Dios mío! —exclamó Jack.

—Sí, así es —dio Palmer—. Y, por supuesto, de eso pueden sacarse infinitas conclusiones; pero la que me importa ahora es que en cuanto la noticia se haga pública, los bonos del Estado y las acciones de compañías privadas subirán muchísimo, algunas de ellas doblarán su valor.

—¡Dios mío! —repitió Jack.

—Alguien que compre ahora conseguirá una gran cantidad de dinero antes del próximo día de cierre —dijo Palmer—, así que podría pedir dinero prestado o solicitar un crédito o hacer distintas operaciones bursátiles con toda confianza.

—Pero ¿no cree usted que sería incorrecto comprar en esas circunstancias? —inquirió Jack.

—¡Oh, no! —respondió Palmer, riendo—. Así se hacen las fortunas en la City. No es incorrecto ni desde el punto de vista legal ni desde el punto de vista moral. Si usted tuviera la certeza de que un caballo iba a ganar una carrera, estaría mal que apostara por él porque quitaría dinero a otras personas; sin embargo, si los bonos del Estado y las acciones suben y usted se beneficia de la subida, no quita dinero a nadie, pues lo que ocurre es que la riqueza del país y de las compañías aumenta, y usted se beneficia de ese aumento sin causar daño a nadie. Por supuesto, eso no puede hacerse a gran escala, porque podría alterar el mercado de valores. ¿Conoce usted el mercado de valores, señor?

—No —respondió Jack.

—Lo he estudiado a fondo durante muchos años, y le aseguro que en ocasiones es variable e irracional, como una mujer tonta propensa a los ataques de nervios. Las alteraciones que sufre duran cierto tiempo y afectan mucho el crédito del país, por tanto, en casos como éste, el Gobierno se limita a dar la información a un pequeño número de personas de las cuales se sabe con seguridad que actuarán con discreción y no exagerarán.

—¿Qué cantidad supondría una exageración?

—Invertir más de cincuenta mil libras en bonos del Estado probablemente sería visto con desaprobación. Puesto que la inversión en acciones de compañías privadas puede ser fragmentada, altera menos el mercado, pero, sin embargo, no creo que las grandes inversiones en ese sector fuesen aprobadas.

—No hay peligro de que yo cometa una indiscreción —dijo Jack, riendo, y luego, en tono grave, añadió—: Le estoy muy agradecido, señor. Da la casualidad de que tengo cierta cantidad de dinero que obtuve de unas presas y, como a todo el mundo, me gustaría que aumentara. ¿Puedo contarle todo esto al doctor Maturin?

—Bueno, creo que no sería conveniente, porque la información es confidencial. Por esa misma razón, si decide usted comprar no debería hacerlo a través de una sola persona, sino de varias; por ejemplo, a través de su agente de negocios, del intermediario financiero de su banco y de un par de agentes de bolsa. El mercado de valores es muy sensible a las compras masivas en un período de escasa actividad. Pero podría usted animar al doctor Maturin y a uno o dos amigos íntimos más a que compraran con moderación. Podría animarles con ahínco, pero sin decir lo que sabe y, naturalmente, sin traicionar mi confianza. ¿El doctor Maturin entiende la bolsa?

—Lo dudo mucho.

—Sin embargo, una persona analítica como él podría observar la City y analizar el conflicto entre la avaricia y el miedo que existe en la mente de todos sus habitantes, un conflicto simbolizado por las cotizaciones de la bolsa. Tal vez a él le agradaría tener una lista de las acciones que tienen más probabilidades de aumentar de valor o, mejor aún, de las que probablemente aumentarán más de valor. Quisiera expresarle mi afecto así, aunque sea a distancia. La lista es el fruto de mucho tiempo de estudio, y también a usted podría resultarle útil.

Jack todavía llevaba la lista en el bolsillo de la chaqueta cuando al día siguiente entró en el club, pero ahora tenía cruces y otras marcas por todas partes y muchas anotaciones.

—Buenas tardes, Tom —dijo al portero—. ¿Hay alguna carta para mí?

—Buenas tardes, señor —dijo Tom, mirando su casilla—. No, señor. Lo siento, pero no hay ninguna.

—Bueno, bueno —dijo Jack—. Supongo que no ha habido tiempo… ¿Ha visto al doctor Maturin?

—¿Al doctor Maturin? ¡Oh, no, señor! Ni siquiera sabía que estuviese en Inglaterra.

Jack subió la escalera. Estaba alegre, pero muy, muy cansado; tenía el espíritu liviano, pero el cuerpo pesado. No había descansado durante la noche, pues se había pasado la mayor parte de ella hablando en el coche; le había resultado agotador caminar por las calles de duros adoquines después de pasar tanto tiempo en la mar; y las emociones de la noche y del día le habían producido aún más cansancio. La primera visita que había hecho había sido a sus abogados, y por ellos supo que no se había resuelto ninguno de sus pleitos y que todo seguía casi igual que lo había dejado. Lo único que había cambiado era que habían consultado a dos eminentes consejeros para el primero y ninguno de los dos tenía una opinión desfavorable al respecto, por lo que tal vez se resolvería en el trimestre siguiente. Eso significaba que podía andar por todas partes sin miedo a ser arrestado por no pagar las deudas y encerrado en la casa de un alguacil, así que había ido directamente a ver a su agente de negocios, quien se ocupaba de sus presas. Se pasó toda la mañana en su despacho y se enteró de que las presas que había capturado en el Adriático, de las cuales casi no recordaba los nombres porque había pasado mucho tiempo desde entonces, habían sido más productivas de lo que esperaba.

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