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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (28 page)

—¿Llegaron los alguaciles? —inquirió Jack.

—Llegó un tipo extraño, señor —respondió Killick—. Parece un caballero —añadió y luego, hablando con la boca medio oculta detrás de la mano y en tono angustiado, continuó—: No es conveniente darle esquinazo porque a cada lado del camino hay un grupo de tipos forzudos que se parecen mucho a los contrabandistas de la calle Bow.

—Hablaré con él —dijo Jack, sonriendo y regresó a la casa. Allí encontró a un hombre muy sereno que tenía un papel doblado en la mano.

—Buenos días, señor. Soy el capitán Aubrey. ¿En qué puedo servirle?

—Buenos días, señor —dijo el hombre—. ¿Podríamos pasar a una habitación para hablar en privado? Me envían de Londres para informarle de un asunto que le afecta considerablemente.

—Muy bien —dijo Jack, abriendo una puerta—. Por favor, tenga cuidado con la pintura. Dígame, señor, ¿de qué se trata?

—Siento decirle que tengo orden de arrestarle.

—¡Diablos! ¿Por qué demanda?

—No es por deudas, señor. Es una orden de arresto ordinaria.

—¿De qué se me acusa? —preguntó Jack con asombro.

—De conspiración para defraudar en la bolsa.

—¡Ah, eso! —exclamó Jack, sintiéndose aliviado—. ¡Dios mío! Puedo explicar fácilmente las operaciones que he hecho en ella.

—Estoy seguro de que sí, señor, pero tengo que pedirle que me acompañe. Confío en que no hará usted mi tarea aún más desagradable, es decir, confío en que no me obligará a esposar a un caballero de su categoría. Si me da su palabra de no intentar escapar, retrasaré la ejecución de esta orden media hora para darle tiempo a que deje sus asuntos en orden. Inmediatamente después partiremos hacia Londres. Tengo un coche esperando en la puerta.

CAPÍTULO 7

—Me gustaría tener mejores noticias que darle a su regreso —dijo sir Joseph—, pero, lamentablemente, a veces los amigos de uno no hacen lo que uno espera.

—En cambio, otras veces hacen las cosas tan bien como ni siquiera la persona más optimista podría imaginar —dijo Stephen.

—Eso no es nada, no es nada —dijo sir Joseph, sonriendo y agitando la mano—. Lo cierto es que Holroyd no defenderá al capitán Aubrey, y lo siento mucho, porque es uno de los pocos abogados defensores que se lleva bien con lord Quinborough, que presidirá el tribunal. Quinborough no le molestaría, como haría con otros abogados, e incluso trataría a su cliente decentemente. Además, según dicen, Holroyd influye mucho en el jurado, y todos piensan que es la persona más indicada para ocuparse del caso. Tengo que admitir que me molesta su negativa, porque nunca pensé que rechazara una petición que yo le hiciera directamente, ya que me debe algunos favores. En realidad, se ha comportado como una persona despreciable, pues ha dado numerosas excusas falsas, como por ejemplo, que no dispone del tiempo necesario porque el juicio se celebrará muy pronto y tiene muchos compromisos y que, por tanto, no pondrá defender a su cliente como debería.

—Veo que no le han convencido.

—No, y no supe por qué no hasta esta noche, cuando estaba cenando en Colebrook's. Allí me enteré de que un juez murió de repente y que aún no se había decidido quién sería su sucesor, pero que Holroyd estaba entre los candidatos con más posibilidades. Puesto que el Consejo de Ministros, con una rapidez y un celo inusuales, ha presentado esta demanda con el único propósito de perjudicar al Partido Radical, mejor dicho, de destruir al general Aubrey y a sus amigos, Holroyd no quiere molestar al presidente del Tribunal Supremo actuando como defensor del hijo del general en este momento, que es un momento decisivo. Tampoco quiere molestar a lord Quinborough, que es un oponente de los radicales tan enérgico como el presidente del Tribunal Supremo y, además, miembro del Consejo de Ministros. Es raro que un juez también pertenezca al Consejo de Ministros…

—Jack Aubrey está tan lejos de ser un radical que no soporta ni siquiera oír el nombre
whig
—dijo Stephen, a quien no le importaba un rábano la composición del Consejo de Ministros—. Cuando piensa en la política, lo que hace dos veces al año, se declara un
tory
ultraconservador.

—Pero todos saben que es hijo de un radical parlanchín y que constantemente acosa a los ministros en el Parlamento. Y en este caso, además de ser hijo de un radical, está asociado con ellos, por lo que no tiene importancia lo que diga dos veces al año.

—¿Hay noticias del general?

—Dicen que se ha escondido en Escocia, aunque nadie lo sabe con seguridad. Algunos cuentan que se ha afeitado y se ha escondido entre las magdalenas arrepentidas de Clapham.

—¿No tiene inmunidad parlamentaria?

—La inmunidad parlamentaria no es válida sólo en los casos de traición y de delitos graves, y no creo que hacer operaciones fraudulentas en la bolsa esté incluido en ninguna de esas categorías; pero creo que su propósito es pasar desapercibido, no correr ningún riesgo y dejar que su hijo y sus amigos carguen con la culpa. Es un viejo terrible, ¿sabe?

—Conozco al general Aubrey.

—Volviendo a Holroyd, le diré que al menos me dio un consejo. Puesto que la estrategia de la defensa se basa en la identificación del hombre del coche, el que dio comienzo al engaño, Holroyd me aconsejó que buscáramos a un investigador independiente y me dio el nombre de uno que, según él, es el mejor de Londres, que le ha ayudado en muchos casos y ha sido contratado por muchas compañías de seguros. Como el tiempo apremia, me tomé la libertad de ordenar al hombre que se pusiera a trabajar inmediatamente, aunque sus honorarios son una guinea diaria y hay que pagarle el alquiler de un coche. En este momento el hombre está en la cocina. ¿Tiene algún inconveniente en hablar con él?

—La verdad es que he tenido trato con verdugos para conseguir algún que otro cadáver interesante —dijo Stephen—, así que no me amedrenta hablar con un cazaladrones.

El investigador, cuyo nombre era Pratt, tenía un aspecto corriente y parecía un discreto comerciante o el ayudante de un abogado. Sabía que su profesión generalmente inspiraba desprecio porque era muy parecida a la de confidente de la policía, y permaneció allí de pie en actitud sumisa hasta que le pidieron que se sentara. Entonces sir Joseph explicó a Pratt que ese caballero era un íntimo amigo del capitán Aubrey, el doctor Maturin, quien había tenido que atender a un paciente en el campo, y que podía hablar con toda franqueza en su presencia.

—Bueno, señor —dijo Pratt—, quisiera tener mejores noticias que darle. Estoy seguro de quién tiene la razón en este caso, pero hasta ahora no he encontrado ninguna prueba que pueda ser aceptada por un tribunal. Naturalmente, esto es un montaje, como decimos nosotros, y me di cuenta de ello desde que hablé con el capitán, pero a pesar de todo hice las comprobaciones necesarias. Descubrí que no hay ninguna persona con el nombre de Ellis Palmer o con un nombre similar que sea redactor de leyes en el Parlamento, y que entre los miembros de las sociedades culturales o científicas sólo había alguien de nombre parecido, el señor Elliot Palmer, que tiene casi ochenta años y está recluido en su casa debido a la gota. Estuve también en Dover. En el Ship recordaban al cuáquero, al tipo presuntuoso y la pelea por el coche, pero nadie se fijó mucho en el señor Palmer. Me dijeron que no le habían visto antes y que no podían darme una descripción de él que fuera fiable. Sin embargo, tuve más suerte en Sittingbourne. La hija del hostelero recordó que había escogido con cuidado el vino y dijo que le había parecido raro que, a pesar de haber estado allí sólo una vez, hablara y se comportara como alguien que hubiera frecuentado el lugar durante años. La descripción que hizo concordaba con la del capitán, por fortuna, ya que es importante tener al menos dos versiones, y regresé a Londres con una idea clara del tipo de hombre que debía buscar y el tipo de lugares donde podría encontrarle. Es un tipo, es decir, un hombre instruido, y posiblemente tenga alguna relación con la abogacía o la Iglesia. Tal vez sea un clérigo degradado, y es probable que frecuente salas de juego. Regresé en un coche conducido por el mismo joven que trajo al capitán y al señor Palmer, y el joven dijo que dejó al capitán en su club y al señor Palmer en la calle Butcher. Queda justo después de la calle Hollywell, señor, cerca de la City —dijo, volviendo la mirada hacia Stephen.

Stephen pensó: «Mi ropa y mis botines están hechos en Londres, no he dicho ni cuatro palabras y mantengo el rostro impasible con facilidad, y, sin embargo, este hombre ha descubierto que no soy de aquí. O yo he sido un presumido durante todos estos años o él es extraordinariamente agudo».

—Entonces, señor —prosiguió Pratt, mirando a sir Joseph—, cuando el cochero vio que el pasajero se dirigía hacia el norte hasta la calle Bell Yard, descendió en el coche por la calle donde se encuentra el Temple, el colegio de abogados, hasta la plaza donde está la fuente. Allí pidió a un muchacho que diera de beber a los caballos, bajó del coche y fue a la tienda donde venden pasteles de cordero que está situada en una esquina cercana al Temple, justo donde se colocan los coches de alquiler, y que está abierta toda la noche. Mientras comía el segundo pastel y hablaba con algunos cocheros que conocía, vio aparecer por otra calle al señor Palmer, que caminaba trabajosamente con su maleta y su portafolio. Luego vio al señor Palmer atravesar la calle donde está la Fleet, la prisión para deudores, de norte a sur, ¿comprende, señor?, y llamar al primer coche, pero no oyó qué dirección daba. Al día siguiente encontré al cochero, quien me dijo que había llevado a un caballero desde el Temple hasta el antiguo colegio mayor Lyon's.

Pratt miró fijamente a Stephen unos momentos, pero Stephen conocía aquella aislada y oscura serie de patios donde antaño vivían los actuales abogados de la Cancillería y dijo:

—Creo recordar que el señor Pratt comenzó diciendo que aún no tenemos ninguna prueba legal y que no nos estamos aproximando a un momento crítico, sino analizando la situación actual, así que me parece que puedo ausentarme un momento.

Entonces miró a sir Joseph haciendo un gesto de disculpa y sonriendo.

—He viajado durante toda la noche —añadió.

—¡Por supuesto! —exclamó Blaine—. Ya conoce el camino.

Stephen conocía el camino y sabía que en el gabinete de sir Joseph, un lugar oscuro y forrado de libros, siempre estaba ardiendo la llama de una lámpara. Sacó un puro de su cigarrera, lo partió en dos, encendió una parte con la llama de la lámpara (era muy torpe usando el chisquero) y se quedó allí sentado un rato aspirando profundamente el humo. En ese momento oyó a cierta distancia por debajo de él el ruido del molinillo de café, que, a juzgar por las vibraciones que llegaban hasta allí, estaba fijo en la pared, y sonrió, pues fumar un puro y pensar que pronto tomaría café calmaron una parte de su ser, la parte que tenía intranquilidad a causa del desagradable viaje que había hecho durante la noche, rodeado de pasajeros borrachos y en un coche que daba bandazos. La otra parte no podía calmarse fácilmente, pues estaba llena de angustia por varias razones. En primer lugar, aunque él desconocía las leyes inglesas, sabía que Jack Aubrey estaba condenado a la ruina; en segundo lugar, estaba muy preocupado por su amigo Martin, a quien había operado quizá demasiado tarde de una hernia estrangulada y había dejado relativamente calmado, pero en estado grave; en último lugar, había pasado un rato muy desagradable con Sophie cuando la visitó en Ashgrove Cottage. Aunque sentía un gran afecto por Sophie, lo mismo que ella por él, sus lágrimas, su pena expresada abiertamente y su necesidad de apoyo le habían causado una gran decepción. Era obvio que el agotamiento provocado por un viaje muy largo y el desconsuelo por haber visto su felicidad truncada habían influido mucho en ella, pero él pensaba que Diana o, al menos, la Diana que él había idealizado, habría tenido más valor, más entereza y más ánimo. Probablemente Diana habría blasfemado, pero nunca habría dicho nada que recordara a la señora Williams y, sin duda, si no hubiera logrado engañar o sobornar a los hombres que habían ido a arrestar a su marido, en vez de retorcerse las manos, le habría seguido con un par de medias y un par de camisas limpias a pesar de que él le ordenara que no lo hiciera. Durante un rato Stephen siguió ahondando en la herida y siguió comparando a Diana con una tigresa y luego, después de aspirar el humo por última vez hasta sentir que la cabeza le daba vueltas, tiró el cabo, que hizo un sonido sibilante, y bajó la escalera.

—Señor Pratt —dijo cuando se sentó a tomar café—, al principio dijo usted que en cuanto habló con el capitán Aubrey se convenció de que todo era un montaje. ¿Le importaría decirme qué fue lo que le hizo llegar a esa conclusión? ¿Acaso él le mostró pruebas irrefutables que desconozco?

—No, señor. No fue tanto lo que dijo como la forma en que lo dijo. Confesó que le parecía absurda la idea de que alguien creyera que era capaz de inventar esa sarta de disparates, pues él no había oído hablar de cosas como la oferta de adquisición o la venta inmediata hasta que Palmer se las explicó. Dijo que estaba seguro de que Palmer se presentaría a las autoridades y añadió que era un buen hombre y un experto en vinos. Luego agregó que ambos iban a reírse mucho cuando todo terminara. Durante el ejercicio de mi profesión he oído negar los hechos y dar explicaciones de forma muy diversa, pero nunca había oído nada igual. Eso no servirá de nada cuando el jurado tenga que tomar una decisión, al final de un largo juicio, y él esté desconcertado por encontrarse en un juzgado y por recibir los ataques del fiscal y quizá también del juez, lo que es probable en este caso; sin embargo, si dijera eso personalmente a un par de oficiales en la prisión Marshalsea, como dicen los romanos, le darían la sagrada comunión sin que se hubiera confesado. En mi profesión uno llega a tener intuición para estas cosas, y aún no llevaba escuchándole cinco minutos, mejor dicho, dos minutos, cuando comprendí que era tan inocente como un nonato. Pero, estimados caballeros, no quisiera que llevaran un cordero al matadero. Rara vez he visto un caso similar.

—Seguramente tiene usted mucha experiencia, señor Pratt.

—Bueno… Sí, señor, creo que tengo tanta o más que la mayoría. Nací en Newgate, ¿sabe? Mi padre era carcelero allí, así que me crié entre ladrones. Llegué a conocer muy bien a los ladrones y sus hijos fueron mis compañeros de juego. Algunos de ellos, especialmente los confidentes, eran despreciables, pero muchos no lo eran. Posteriormente trasladaron a mi padre a la prisión Clink y luego a la King's Bench; así que hice muchos más amigos entre los ladrones y conocí a muchos prisioneros, abogados de baja categoría y policías al sur del río, lo que después de pasar una temporada entre los contrabandistas de la calle Bow me fue muy útil cuando empecé mi propio negocio.

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