El sacrificio final (22 page)

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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El capitán y casi todos los sargentos de los Perros Negros habían muerto, y los soldados no tenían muy claro quién estaba al mando. Un sargento herido acabó informando de que no faltaba nadie, hablando a gritos para hacerse oír por encima del estrépito de la lluvia.

Mangas Verdes movió una mano y conjuró una ondulación de color marrón en el suelo, y luego creó verde más arriba, después azul y finalmente amarillo.

Y, a través de una neblina amarilla atravesada por gotas de lluvia, vio cómo la horrenda máscara de hierro del señor guerrero se inclinaba sobre ella.

Un instante después se habían esfumado para volver al bosque.

Y aparecer en el centro del desastre.

El bosque sagrado de Mangas Verdes había sido invadido.

La joven druida había dejado caer a su reducida y maltrecha fuerza en el centro de los contingentes enemigos.

Los atacantes tenían el brillante colorido de los pájaros, y eran tan mortíferos como águilas. Aquellos hombres y mujeres llevaban holgados pantalones azules y camisas con todos los colores del arco iris. Sus cabezas estaban envueltas por turbantes iridiscentes adornados con joyas, y capas de rebordes dorados aleteaban alrededor de sus hombros. Cimitarras curvas guiñaban y destellaban. Había centenares de aquellos combatientes —Mangas Verdes sabía que eran guerreros del desierto—, dispuestos en círculos concéntricos alrededor del bosque, e incluso a lo largo del alegre balbuceo del arroyo. Apostados en hileras dentro de la pendiente del bosquecillo había un centenar de jinetes del desierto que montaban caballos de lustrosos flancos negros.

Mangas Verdes —que estaba aturdida, empapada y medio ahogada— y sus maltrechos compañeros miraron a su alrededor. Muy por encima de sus cabezas, inmóvil en la puerta de la cabaña de la magia, estaba Karli de la Luna del Cántico, con su piel oscura y su cabellera blanca, vestida con ricos ropajes y con una chaqueta repleta de botones y medallones: su grimorio, bastante parecido a la capa llena de bordados de Mangas Verdes. Junto a ella estaba Gurias, el mocoso que había aterrorizado a una aldea con su mezquina lujuria. Él también llevaba un pentáculo nova encima de su jubón, mientras que Karli, que nunca había sido esclavizada por el casco de piedra, carecía de él.

Resultaba obvio que los dos hechiceros habían saqueado la cabaña de la magia, adueñándose de los pergaminos y artefactos. Un aleteo de miedo se agitó en el estómago de Mangas Verdes. ¿Dónde estaba Kwam? ¿Y los demás?

El pabellón había sido destrozado, derribado y deshecho a patadas. La mesa del consejo había caído, y las botellas y los alimentos habían sido aplastados a pisotones. Muchas cabañas y casitas arbóreas de los niveles inferiores habían sido saqueadas: las puertas habían sido derribadas, y habían encendido hogueras en su interior. Los puentes de sogas y las redes habían sido cortados a mandobles. Un puñado de Osos Blancos, enviados por Cerise como protección de la retaguardia y mensajeros, yacían hechos pedazos allí donde habían sido rodeados.

Mangas Verdes había sido manipulada, engañada, atrapada.

Tal como había temido su hermano, aquellos ataques ridículamente inadecuados lanzados por tres lados habían sido meras fintas para dividir al ejército. Después había llegado el asalto principal, surgido del oeste y dirigido por el señor guerrero. Pero aquel ataque también tenía como único objetivo agotarles y hacer que se retirasen.

Querían que volvieran allí, al bosque sagrado, el corazón del ejército.

Y entonces Mangas Verdes se acordó de los túneles. Había sentido la suave agitación de los túneles ocultos bajo sus pies cuando se enfrentaban a la primera oleada del señor guerrero. Dacian debía de haberlos conjurado para que aquellos guerreros del desierto pudieran pasar por ellos. Mangas Verdes volvió la cabeza hacia el norte y vio las bocas de los túneles, grandes agujeros que parecían toperas gigantes. Habían derribado árboles que yacían sobre el suelo con las raíces expuestas.

El enemigo se había desplazado por aquellos túneles subterráneos porque si hubieran viajado a través del éter Mangas Verdes habría percibido la disrupción en el maná del bosque. Por aquel entonces Mangas Verdes se había preguntado de dónde habían salido aquellos túneles, y después se había olvidado de ellos en el fragor de la batalla.

Y por fin estaba pagando el precio de aquel olvido. Una fuerza intacta y descansada les había aguardado allí para tenderles una emboscada, superando a sus tropas heridas y agotadas en una proporción de diez a uno. Gaviota estaba inconsciente, y tal vez agonizaba..., y había dos o más hechiceros dispuestos a enfrentarse con Mangas Verdes.

La archidruida comprendió todo aquello en un instante. Un zumbido que se convirtió en un gruñido y un murmullo enfurecido, como perros de guerra impacientes por verse libres de sus correas, surgió de la nada y resonó a su alrededor.

—¡Dadme fuerzas, Espíritus del Bosque!

—¡Matadles! —gritó Karli desde el balcón de la cabaña de la magia—. ¡Destruid a Mangas Verdes!

* * *

Gurias fue el primero en actuar, como si llevara mucho tiempo esperando la oportunidad de vengar su humillación.

El joven hechicero juntó las manos con los dedos dirigidos hacia arriba, y lanzó un relámpago que abrasó el aire y descendió hacia la archidruida.

Mangas Verdes enseguida vio que el relámpago era muy potente. Gurias había aprendido algunas cosas de los hechiceros más experimentados. Pero Gurias apenas había iniciado su hechizo cuando la joven druida ya estaba alzando un hechizo de escudo para desviar el relámpago. El muro invisible se desplegó alrededor de Mangas Verdes y los soldados y guardias personales de las primeras filas. Quizá incluso podría...

Y Doris, con sus rizos rubios pegados al cráneo por la lluvia y sin saber que su señora acababa de invocar un hechizo de escudo, saltó hacia adelante para interponerse en la trayectoria del relámpago.

—¡No! —gritó la archidruida.

La Guardiana del Bosque vestida de verde alzó sus únicas armas, la espada y el escudo... en la peor defensa posible, pues la espada era de acero y el escudo estaba ribeteado de hierro.

El relámpago chocó con la espada y el escudo, ardió a través del cuerpo de Doris, hizo estallar su corazón, hirvió la sangre en sus venas y la asó en un segundo. Una ruina calcinada se desplomó sobre las faldas de Mangas Verdes.

—¡Oh, Doris! ¡Oh, no!

El discurrir del tiempo se detuvo durante un momento. Gurias estaba riendo en las alturas, aplaudiéndose a sí mismo. Karli chillaba órdenes. Los guerreros del desierto convergían sobre el maltrecho grupo de combatientes. Pero Mangas Verdes no oyó nada de todo aquello.

¿Por qué? Otra alma perdida, otra muerte provocada por la lealtad. ¿Por qué las personas seguían muriendo para salvarla? ¿Y por qué no era capaz de protegerlas mejor?

¿Y por qué aquellos hechiceros se empeñaban en seguir atacándola?

La mente de Mangas Verdes se tambaleó bajo el peso de los acontecimientos de aquel día. Había sido perseguida, acosada, cazada de un árbol a otro. Había visto caer a su hermano y había contemplado cómo sus amigas y protectoras eran degolladas y arrastradas hacia el limbo, y cómo sus soldados eran intimidados y atormentados y heridos y eliminados en cada lugar donde luchaban, y todo ello por el amor y la lealtad. La pena y el dolor de todo aquel desperdicio de vidas amenazaron con abrumar a la joven druida, y estuvieron a punto de estrangularla y vencerla.

Pero todo había sido obra de aquellos hechiceros...

Mangas Verdes sintió un fugaz momento de perplejidad cuando su pena fue barrida de repente. Una ira fría y mortífera se desplegó dentro de ella, irguiéndose como una serpiente que se desenroscase en su estómago.

Mangas Verdes alzó una mano hacia el cielo como si quisiera hacer descender una nube y dirigió la otra hacia Gurias y Karli, apuntándola hacia el balcón como una larga flecha.

—¡Yo os daré todos los relámpagos que queráis!

El cielo lleno de nubes estalló cuando un enorme rayo se precipitó sobre el bosque. El destello cegó a todo el mundo y el hedor del aire quemado hizo que retrocedieran, y el calor los obligó a apartarse de un salto.

El relámpago siseante cayó sobre la druida con un palpitar ensordecedor, y toda la energía de los cielos quedó atrapada en el brazo de Mangas Verdes. Después la joven druida gritó un hechizo tan antiguo como peligroso, y la energía se acumuló en las puntas de sus dedos bajo la forma de una bola de llamas.

Y después el fuego del cielo saltó al aire y salió despedido hacia la cabaña de la magia.

Karli apenas tuvo tiempo de lanzarse al vacío y hacer que sus zapatillas de vuelo rosadas capturasen una brisa con sus puntas curvadas.

El joven y arrogante Gurias no tuvo ninguna posibilidad.

El relámpago cayó sobre el joven hechicero y lo destrozó, convirtiéndolo en una nube de vapor rojizo. Ropas, joyas, cabellos, zapatos, el pentáculo nova... Todo quedó reducido a partículas calcinadas en un abrir y cerrar de ojos. Sólo su cráneo quedó intacto, y giró dando tumbos a través del cielo para acabar cayendo encima del musgo pisoteado.

El relámpago siguió surcando el aire y chocó con el gigantesco roble rojo.

Una energía incalculable se incrustó en el árbol y descendió por él, quemando la corteza y abriéndose paso a través del corazón de la madera para hervir la savia y volverla vapor en un segundo. El vapor siseante atrapado debajo de la corteza hizo que el árbol estallara y quedara hecho añicos, destruido en una explosión ensordecedora.

Astillas, ramas, hojas y trozos de madera y corteza tan grandes como ataúdes giraron por los aires. Un contingente de guerreros del desierto que se encontraba junto a la base del árbol fue aplastado por los fragmentos violentamente despedidos y quedó reducido a gelatina roja. Más empuñadores de cimitarras fueron empujados hacia atrás por el estallido de fragmentos y cayeron al suelo, algunos con morados y otros con enormes astillas clavadas en sus cuerpos. Una rama tan grande como un dragón, disparada con tanto ímpetu como si hubiera surgido de una ballesta gigante, giró locamente entre la caballería de la pendiente y mató a una docena de caballos y jinetes. Un trozo de árbol, de varios metros de altura y algunas toneladas de peso, se derrumbó sobre una veintena de infantes. Las raíces que surgieron bruscamente del suelo llenaron el aire de tierra y rocas tan grandes como cráneos que llovieron sobre los rostros y los ojos de más guerreros del desierto. Trozos de hojas convertidos en partículas empapadas que recordaban a las gachas enterraron a la mitad de los enemigos.

Mangas Verdes permanecía erguida e inmóvil, habiendo desplegado un hechizo de protección sobre sus tres veintenas de seguidores y su hermano herido. Gritando para hacerse escuchar por encima de los ruidos, los gritos y el zumbido que resonaba en sus oídos, el sargento de los Perros Negros, el único oficial superviviente, ordenó levantar las armas y dirigirlas hacia el exterior, pues sabía que el ataque llegaría en cuanto el enemigo hubiera conseguido recuperarse y se hubiera reagrupado.

Pero Mangas Verdes apartó mechones de cabellos empapados de su rostro y le detuvo con un grito.

—¡No! Yo me ocuparé de ellos... ¡De todos ellos!

Los jinetes montados sobre sus negros caballos, que habían estado aguardando en la pendiente, eran los que se encontraban más lejos de la destrucción y fueron los primeros en recuperarse, y todos ardían en deseos de vengar la muerte de sus camaradas. Chillando como chacales del desierto, hincaron las espuelas en los lustrosos flancos de sus monturas y se lanzaron furiosos sobre Mangas Verdes y el anillo de acero que la rodeaba.

Y no llegaron muy lejos.

La archidruida dio una palmada y conjuró a una manada de jabalíes del bosque de Durk, gigantescos animales de hirsuto pelaje negro grisáceo que se volvía plateado en las puntas y colmillos tan largos que se enroscaban sobre sí mismos apenas brotaban de los hocicos dilatados, para acabar dibujando una gran espiral. Los jabalíes, bruscamente precipitados entre toda aquella confusión, se agitaron nerviosamente y enseguida cargaron sobre los objetos móviles más grandes que había por los alrededores.

Las negras monturas se desviaron de sus cursos y chocaron unas con otras, haciendo caer a sus jinetes. Después se encabritaron y cayeron hacia atrás, aplastando a los humanos que habían seguido encima de sus sillas de montar. Muchos jinetes, acostumbrados a cazar cerdos salvajes, se inclinaron hacia el suelo y degollaron a los animales con sus largas cimitarras, o los atravesaron con lanzas. Pero su ataque se dividió por el centro, lo que proporcionó unos segundos preciosos a las tropas de Mangas Verdes.

La archidruida volvió a atacar. Sus dedos rozaron una silueta verde enroscada en un extremo de su capa, y Mangas Verdes murmuró un nombre muy antiguo y casi imposible de pronunciar.

Una forma muy, muy larga surgió de la nada alrededor de los troncos de los gigantescos robles rojos, ondulando en un estallido de verde y marrón y conservando aquellos colores después de materializarse. Como si fuera un seto repentinamente animado, la forma fue cobrando solidez y dejó escapar un siseo tan tremendo como el aliento de un horno. No era un mero dragón, sino una sierpe dragón, un lagarto sin patas que medía decenas de metros de longitud. Unas fauces enormes de bordes tan afilados como cristales rotos se abrieron, revelando ser lo bastante grandes para poder engullir un caballo. Mangas Verdes había seguido el rastro de aquella gigantesca bestia en los bosques del lejano oeste, donde la sierpe dragón se alimentaba de ciervos y cabras, y había arriesgado su vida tratando de llegar lo bastante cerca de ella para poder marcarla. Aquel riesgo había valido la pena.

Cualquier caballo que todavía estuviera bajo el control de su jinete sucumbió al pánico. Los gritos de las monturas aterrorizadas desgarraron el aire. La larga, ondulante e imposiblemente extraña silueta de la sierpe dragón entró en el claro, y el olor entre reseco y mohoso a escamas de serpiente que desprendía dilató los ollares de todos los caballos. Las monturas volvieron grupas y emprendieron la huida con tal rapidez que aplastaron a una docena de soldados bajo sus cascos de hierro, pues los soldados también echaron a correr en todas direcciones para huir de la monstruosa criatura que venía hacia ellos. Incluso las tropas de Mangas Verdes retrocedieron, tambaleándose y tropezando unos con otros, pero la archidruida les dijo que se mantuvieran donde estaban, pues la sierpe dragón no les atacaría y se limitaría a pasar junto a ellos dando un rodeo.

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