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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (13 page)

Consultaba mis pensamientos con la única persona que podía hacerlo: Hortensia. Braulio se había ido a Nueva York para renovar el aire de las musas y de paso visitar a esos cientos de amigos que tiene por el mundo. Estaba demasiado lejos y además algo dentro de mí se negaba a hacerlo partícipe de mis dudas. Hortensia me aconsejaba:

—Carmela, que no te obsesione este tío. Tú haces una biografía como siempre, ya sabes, rigor, elasticidad en los calificativos, trescientas o trescientas cincuenta páginas, cobras y si te he visto, no me acuerdo. Que no te salga tu vena solidaria con las penas, penitas, penas, que nos conocemos... No seas investigadora. No le inventes misterios. Si encuentras algo, miras para otro lado, y si no lo encuentras, pues sugieres que lo has encontrado para que te encargue un segundo capítulo. Y aire...

—Yo creo que no sabe lo que quiere. Hasta he llegado a dudar que su padre quisiera esa biografía. Para mí que sus propios demonios están de por medio y que este quiere que yo investigue al padre que no tuvo...

—Carmela, que te conozco..., repito que nada de investigaciones... Es que no aprendes...

—¿Te he dicho que tiene unos ojos preciosos?

—Unas diez veces...

—Pero es que todo es muy raro, Hortensia... ¿No te parece?...

—A estas alturas del partido no me parece raro nada. Todos llevamos perdigones en el ala. Este, estoy de acuerdo contigo, tiene un tema pendiente con su padre que va a solucionar gracias a ti. Tú a lo tuyo, que tienes bastante. Que vaya al psiquiatra con una caja bien grande de pañuelos de papel como hacemos los demás...

—De cualquier manera, no me negarás que tiene un poco de morbo el asunto...

—¿Qué asunto?... Carmela, para el carro. Aquí no hay morbo.

Algo raro sí, pero nada de morbo. Este interés que tú tienes no me parece de recibo... Y ahora vamos a lo que interesa. ¿Qué pasa con el trabajo de Ernesto?

—Pues no pasa nada. Todo sigue más o menos igual... Hace horas como un loco, se desespera, se encierra en sí mismo. Huye como en los mejores tiempos. Y esta vez no creo que tenga tiempo ni ganas de faldas. En mi opinión está enfilando algo muy parecido a la depresión, aunque tú sabes cómo es él, no lo dirá, negará todo hasta que explote..., pero ya no me afecta. He tirado la toalla. Tiene cabeza de ingeniero, por eso ha sido un periodista tiburón. Es orgulloso. Y para salvarlo hay que hacer tanto esfuerzo que... ya no me da la voluntad..., se la llevaron los años malos. Se convertirá en... Ernesto herido en su honor. Lo conozco bien.

—No me gusta lo que dices. Para matrimonios jodidos ya estoy yo. Ernesto en el fondo es un buen tío. Está un poco loco, pero... solamente por lo que te ha hecho reír...

—Y llorar, Hortensia, que no se te olvide que también me ha hecho llorar mucho el cabrón de mi marido...

—Vale..., pero hazme el favor. Piénsalo bien, Carmela, lleváis muchos años y por experiencia te digo que si os ignoráis acabaréis finiquitándolo todo. Es una frontera inapreciable y cuando te das cuenta, estás del otro lado y hace falta visado. Tienes que pensar bien lo que haces.

—Desgraciadamente, lo pienso. No lo que hago, sino lo que tendría que hacer. No seas conservadora conmigo, Hortensia, tú sabes que soy leal como un pastor alemán, y que lo que necesito precisamente de ti es que me sueltes la correa, porque sabes que lo que digo es lo que es.

—Vale, cariño, pero no te comas el coco antes de tiempo... Ya sabes que tú eres mi reserva espiritual de occidente...

—Ya..., pues tu reserva se acaba... ¿Cómo está Juan?

—Ni idea..., no me ve ni cuando coincidimos en el baño. Hemos llegado, antes de lo que pensaba, al estado de invisibilidad. Menos mal que la casa es grande... Lo bueno de haber tenido tres maridos es que una en seguida sabe cuándo se ha equivocado. He llegado a la conclusión de que igual que se tienen aptitudes para el dibujo o para el deporte, se tienen para el matrimonio... Yo no debo de tener el perfil profesional para este vivir día tras día con un hombre y seguir admirándolo. Juan no vale para compartir lentejas..., sólo caviar de beluga y champán francés, y ya sabes, Carmela, que cuando hace frío yo siempre pongo unas lentejitas estofadas con chorizo... Aunque ahora me compre bolsos en Loewe, no siempre fue así y, Carmela, no sé si a ti te pasa, pero cada vez necesito más calorcito.

—A mí me pasa al revés. Estoy de la estufa hasta la coronilla. Quiero caviar, y una suite en el Ritz.

—Pues ven a Madrid, yo pongo el caviar y el Ritz, tú el hombro y las lentejas.

Pero no fui. Hortensia no parecía necesitarme... de momento. Dirigía una revista de actualidad. Estaba muy bien considerada en la profesión. Su curriculum profesional tenía una trayectoria intachable. Escalaba peldaños sin trabas, con facilidad. Tenía un espacioso piso en Madrid y una maravillosa casa de campo en Formentera; múltiples relaciones sociales, pero muy pocos amigos, porque como ella decía: a los amigos había que dedicarles un tiempo que no tenía.

En el terreno sentimental Hortensia no paraba de tropezarse. Se había casado tres veces. Tenía un hijo maravilloso de su primer matrimonio, que la mantenía en forma con su ternura. Juan Alvear, su último marido, era un hombre muy atractivo. Un empresario brillante y seductor, aunque frío y calculador como una serpiente. No me gustaba, pero me gustaba menos que no encontrara a nadie con el que fraguar algo sólido. Ella era una de esas mujeres que se sienten mejor si son abrazadas cada día, aunque no las abracen bien.

En realidad, Hortensia sólo había tenido un marido: Enrique, el padre de Quique. Se dice que siempre se van los mejores porque se les echa mucho de menos y el mejor se fue después de cinco años de matrimonio y seis meses de un cáncer desesperado, doloroso, que agostó un lado de su generoso corazón. A partir de entonces, Hortensia fue buscando el abrazo de alguien que le hiciera olvidar el de ese hombre al que había querido tanto.

Los periódicos de aquel mes de diciembre iban relatando lo que se sabía o no se sabía, o se había dicho o se rumoreaba sobre las negociaciones que el gobierno mantenía con ETA. Las calles de París volvían a presenciar importantes disturbios. Había nacido Leonor de Borbón. Evo Morales era elegido presidente de Bolivia. Gloria Lasso moría en Cuernavaca y en Francia se realizaba el primer trasplante de cara. El telediario de la vida seguía destilando gota a gota informaciones sobre el mundo al que teníamos que pertenecer.

Acometí mi trabajo. Había rastreado la web y atesoraba, almacenados en mi ordenador, todos los resultados encontrados en distintos buscadores respecto a Ángel Martínez-Lezo. Me pasaba las mañanas desechando basura de los artículos que encontraba y extrayendo lo esencial. Comprobaba que los datos fueran auténticos y buscaba otros autores contemporáneos de aquel hombre para contrastar informaciones y ver qué corrientes ideológicas podían haber arrastrado a mi biografiado. Mi mesa estaba llena de papeles. Era la primera fase de aquel trabajo sin presencia. Recopilar información.

Iba sintiendo una cierta simpatía por aquel hombre sin tierra al que poco a poco le iba dando una identidad, una vida con un recorrido que me enseñaba cosas de él. Me gustaba Ángel Martínez-Lezo... Había publicado varios libros. Dos de ensayo en torno a los exilios culturales provocados por el franquismo y cuatro poemarios entre los años sesenta y ochenta. Estaba muy relacionado con militantes republicanos y comunistas con los que había convivido en París, México y Buenos Aires.

En 1979 se le había concedido el Premio Antonio Rosales de poesía por su libro de poemas
Lo inolvidable de ti.

Había buscado un ejemplar por todos los sitios donde puede buscarse un libro de poemas publicado en una editorial ya desaparecida. Pero no lo encontré. Tampoco hubo suerte con los otros poemarios. Se habían hecho pequeñas tiradas y no habían sido reeditados. Sabía que si me ponía a ello podía encontrarlos en alguna biblioteca, pero no hubo suerte. Envíe un e-mail a su hijo, pidiéndole que me proporcionara algún ejemplar que sin duda poseería.

La poesía condensa y encierra lo más genuino de su autor y del tiempo que este vive. En los poemas se destila el sujeto, verbo y predicado del alma. No hay preámbulos, ni epílogos, sólo pinceladas nacidas al amor de una soledad habitada. Alguien que escribía poemas tenía sin duda una trastienda digna de ser explorada.

A primeros de diciembre, Mateo Martínez-Lezo me comunicó vía e-mail que disponía de una semana para dedicarla a nuestro proyecto. Me hablaba de su vida personal, de cómo acostumbraba a pasar la Navidad en Nueva York con su madre y un tal Arthur. Me describía la iluminación de las calles, las costumbres, el ambiente... Sentí una cierta extrañeza ante aquellos datos personales colados de refilón en un correo electrónico. Eran pinceladas de un cuadro que no me pertenecía. Pensé que a Mateo Martínez-Lezo le enternecía aquella época de bombillas y patinajes en el Rockefeller Center, la misma época que a mí me desquiciaba.

Le respondí de una forma muy profesional. Hice un pequeño boceto de toda la información que tenía en mi poder, advirtiéndole de que existían datos que me había sido imposible certificar, por lo que su presencia era muy necesaria para poder seguir adelante. Su ayuda era imprescindible. Yo no quería asumir responsabilidades ni decisiones de las que quizás tendría que arrepentirme. Aunque fuera una dudosa biografía que no sabía quién demonios leería, iba a realizarla con el rigor acostumbrado.

En mi mensaje le sugería algunas fechas, convenientes para los dos, en las que podríamos encontrarnos. No quería que la Navidad me sorprendiera trabajando. La Navidad me provocaba un cansancio que no se debía mezclar con nada.

Apenas unos minutos después recibí su respuesta. Le habían enviado desde México un montón de fotografías que quizás me interesaran y aportaría documentación, a su parecer, decisiva.

Después de algunas idas y venidas de mensajes electrónicos conseguimos ponernos de acuerdo en una fecha de encuentro. Y tengo que confesar que a partir de ese día empecé a sentirme algo más inquieta de lo acostumbrado. Sobre todo, al pensar en sus ojos azules.

Cuando comenzaba un trabajo, apuntaba en un cuaderno todas las dudas que iban asaltándome. Subrayaba con rotulador rojo aquellas que consideraba prioritarias y tachaba con otro color las que iban resolviéndose. Era una liturgia que ayudaba. El oficio de escribir es solitario y muchas veces una necesita un reflejo donde encontrar los errores que se cometen.

De tiempo en tiempo detenía mi investigación y me ponía a pensar en lo absurdo e inútil de aquel encargo. Como decía Hortensia, yo debía limitarme a escribir una biografía y punto. Pero algo chirriaba. Y yo tenía aquel vicio de pensar y repensar las cosas a las que me costaba encontrar un lugareño en el armario del sentido común. Supuse que al trabajar codo a codo con Mateo, podría desvelarse aquella incomodidad. Arrancarle alguna información que disipara mi incómoda situación. Comenzaba a interesarme su padre y sobre todo el poeta que había en él y del que, por cierto, Mateo no me había dicho una palabra.

El trece de diciembre hacía frío. El invierno había tardado en llegar, pero dos días antes las temperaturas habían bajado mucho y no había manera de regular el termostato ni de la casa ni de mí misma. Estaba nerviosa, inquieta, no sólo por la visita de Mateo, por el trabajo, por Ernesto, o por aquella maldita Navidad que parecía expandirse como una inundación de felicidad de tres al cuarto. Había dormido mal, peor que otros días y tenía miedo de que aquel incipiente insomnio se instalara en mi vida como una pesadilla. Frente al espejo tuve que hacer verdaderos esfuerzos para paliar el desastre de mis ojeras. Apelé a aquella barrita que me había regalado la maquilladora de la cadena de televisión en la que colaboraba de tiempo en tiempo. Se trataba de ir cubriendo aquellas zonas donde las arrugas no tenían remedio o los colores inapropiados te hacían envejecer. La reparación se asemejaba mucho al momento en el que el pintor preparaba una pared para pintarla. Marina me sorprendió en medio del proceso.

—Ama, ¿qué te estás haciendo?

—Cariño, estoy tratando de parecer más joven, menos cansada y con más ganas de todo.

—Pareces un payaso.

—Tú toma nota... Alcanzar la belleza cuando no se tiene de fábrica es muy duro.

—Ama, si tú eres muy guapa.

—Algunos días... Sólo algunos días, cariño.

—¿Hoy no te sientes guapa?

Y sin ganas de dar más explicaciones que hubieran necesitado de un tiempo que no tenía, la saqué del baño...

—Desayuna como Dios manda...

—Vale. Quieres que te deje sola... Últimamente, ama, estás todo el día de mala leche.

Marina, mi dulce Marina tenía razón, pero no podía detenerme a explicarle que dentro de mí se incubaba la revolución de mi madurez. Terminé de componerme pensando que el frío afortunadamente me haría un lifting gratis cortesía de aquel puñetero invierno. Y salí a desgastar una mañana repleta de recados.

Después de mirar escaparates para regalarle a Ernesto algo que no tuviera, algo que le sorprendiera, algo que nos arrancara un instante de dicha... después de no encontrarlo y volver a comprobar que la felicidad reside —como dice mi adorado Punset— en la sala de espera de la felicidad, conduje hasta el aeropuerto y esperé a Mateo, en medio de unas corrientes de aire estremecedoras, regalo del insigne arquitecto Calatrava.

Cuando salió por la puerta de los vuelos nacionales, Mateo me pareció más alto, más moreno. Su mandíbula parecía más potente, sus ojos más azules y tenía un fémur muchísimo más interesante que la primera vez que lo vi. En realidad lo que me pareció es que era un hombre muy, pero que muy atractivo. Llevaba un abrigo azul marino, clásico y una bufanda alrededor del cuello.

Las bufandas y los abrigos —además del fémur— forman parte de mis fantasías eróticas. Me gustan los hombres que se abrigan. Me atraen. Presupongo que un hombre que se abriga, sin que nadie se lo diga, es un hombre autónomo, que conoce la realidad y que va al grano. Y además, si se abriga él solito, también podrá abrigarme a mí. Braulio siempre se ríe cuando hablo de esto, pero yo me entiendo. Es agotador tener que estar diciendo a un hombre que se abrigue.

Me saludó con dos besos y me agradeció, muy educadamente, que hubiera ido a recogerlo. Habló del tiempo desde la terminal hasta el aparcamiento. Yo me apunté a los comentarios sobre las borrascas, las improbables nieves de diciembre y las más que probables del mes de febrero como si fuera una meteorologa experta. Hablar del tiempo siempre me pareció un síntoma, como cuando estornudas y sabes que te has enfriado, hablar del tiempo era no querer hablar de nada por la razón que fuera. Conduje despacio, desviándome algo de mi objetivo, para mostrarle la carretera que bordea la ría; y contarle un poco de la historia económica y social de esta tierra tan ligada a esa ría, a la industria, a lo que desaparecía y empezaba a aparecer. Me escuchaba con atención. Se interesaba y me pedía referencias sobre algunos edificios. Me dejé arrastrar por la tentación de lucir mis conocimientos periodísticos. Quería impresionarlo, como impresiona un director comercial al director general de una empresa de neumáticos: desplegando mis encantos de guía turística de primera clase.

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