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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (39 page)

—Sí, pero no demasiado; lo poco que he hablado con mi marido.

—Creemos que sus autores pueden ser extranjeros, posiblemente ingleses.

—¡Dios mío! —Se mostró incómoda por tratarse de conciudadanos suyos—. ¿Tenéis ya sus nombres?

—Por desgracia no, pero creemos que son masones. ¿Eso os dice algo? ¿Conocéis en vuestra embajada qué súbditos británicos lo son? ¿Sabéis si son muchos?

Aquella sucesión de preguntas provocó el incomodo de Catherine.

—Un momento… Esto se parece más a un interrogatorio, cuando yo os suponía otras intenciones. No estaréis aquí sólo para obtener esa información, ¿verdad? ¿No me estaréis tratando de engañar con otros fines?

El arte del cortejo y la urgencia por obtener datos resultaban claramente incompatibles. Trévelez se vio acorralado por aquellas preguntas y decidió afrontar ese trance de otro modo; con un encendido ataque.

Posó sus labios en los de Catherine. Ella le respondió con un disimulado rechazo.

—¿Todavía dudáis de mis motivos?

Catherine le observó algo desconcertada.

—Mirad Joaquín, aunque reconozco que vuestra presencia me halaga, no termino de entender vuestras intenciones hacia mí, cuando es pública la relación que mantenéis con María Emilia Salvadores. Me desagradaría mucho descubrir que os mueven otras razones, y a tenor de vuestras preguntas me temo que las tenéis.

Ella le clavó sus ojos estudiándole por dentro. Joaquín no sabía qué decir. Rávago, con su peculiar don de convicción, le había empujado hacia una ratonera y, ahora, la situación se le iba de las manos.

Su silencio hizo que Catherine comprendiera la verdad. Vio con claridad que su fervoroso y pronto afecto hacia ella tenía como única causa conseguir aquella información como responsable de la seguridad de la Corte, que no sus encantos. Creer lo contrario hubiera sido necio por su parte. Pero a pesar de ello, a Catherine aquel hombre le resultaba interesante, tanto como para no querer dar por finalizada aquella incipiente relación.

Aquella certeza había cambiado las reglas del juego, y Catherine comprendió que tenía las riendas en sus manos. Decidió que empezaría regalándole los oídos con alguna información que le fuera interesante, para luego…

—Mi marido tiene muy buenas relaciones con la masonería…

—No tenéis por qué explicarme nada. —Avergonzado, Trévelez se excusaba como podía.

—No me importa si ello os sirve de ayuda. —Catherine le ofreció una sonrisa como prueba de querer dar por olvidado su desagravio—. Casi nunca me comenta nada de su trabajo, pero hace unos días sé que le visitaron dos hombres cuya conversación le dejó muy afectado e intranquilo. Tanto fue así, que lejos de lo que acostumbra, esa vez me reveló algunos detalles. Creo que podrían ser los mismos que buscáis.

—¿Se refirió a ellos como masones? —Joaquín, algo más tranquilo, decidió abandonar su anterior prudencia.

—Sí. Al parecer han estado trabajando bajo las órdenes directas del ahora difunto maestre Wilmore; al que por cierto conocí de forma íntima y del que guardo un encendido recuerdo.

Joaquín dedujo el alcance de aquel comentario. Seguramente aquel hombre la había pretendido como también lo estaba haciendo él. No pudo evitar sentirse asqueado de su propio comportamiento.

—Wilmore murió en los calabozos de la Inquisición…

—Joaquín, seamos claros; más bien fue ayudado a morir…

—Es posible.

—No lo dudéis. Antes de ser detenido, era un hombre sano y fuerte.

—De acuerdo. Pero abandonemos ese punto y volvamos hacia atrás. ¿Qué más sabéis de ellos?

—Benjamin dijo que eran muy peligrosos, seres desalmados pero eficaces y sobre todo locos. También, que siempre cumplen las misiones encomendadas con una extrema precisión y, como esbirros de Wilmore, han debido desempeñar varias y muy comprometidas. Eso es todo lo que supe; yo nunca les he visto.

—¿Cómo podría saber sus nombres o dónde viven?

—No tengo forma de saberlo —le contestó decidida.

—Si lo intentáis, estoy seguro que se os ocurrirá algo. —Ella entendió con asco lo que le pedía; que espiase a su propio marido—. Catherine, probad a hacerlo. Sospecho que han cometido tres asesinatos y el atentado en el palacio del duque de Huáscar, donde recuerdo haberos visto también. No puedo permitir que sigan en libertad. ¡Necesito esos nombres! —Su excitación iba en aumento.

—¿Qué estaríais dispuesto a dar por ello?

Trévelez la miró desconcertado. Catherine también, aunque serena, con la convicción de que había llegado el momento de hablar del plan que acababa de idear para él.

—Lo que me pidáis. Aunque debéis saber que si no lo consigo a través vuestro, se lo requeriría al embajador de un modo oficial con el consiguiente conflicto diplomático.

—No juguéis a coaccionarme. Yo podría obtener ese dato para vos, siempre que aceptéis tres condiciones.

—¿Cuáles? Haré lo posible para satisfacerlas. —Trévelez desestimó seguir en su estrategia hasta conocer sus propuestas.

—Una declaración por escrito, y firmada por vos, que exima a mi marido de cualquier implicación en este tema…

—¿Acaso la tiene?

—Lo desconozco, pero su nombre no puede verse relacionado en ningún caso con esos asesinos.

—Lo entiendo y la acepto. ¿La segunda?

—Su espionaje…

—¿Cómo? —Trévelez se sobresaltó con aquella petición.

—¿Os extrañáis, cuando vos me habéis pedido lo mismo con mi marido? Imaginaréis que obtener esa información no es tarea fácil, ni tampoco explicarle quién me la pide y bajo qué circunstancias. Aunque sé cómo ablandar su voluntad, dudo que mis técnicas sean suficientes. Sin embargo, si pudiera ofrecerle de vuestra parte ciertas informaciones de Estado, a las que seguro tenéis acceso a través de vuestro amigo Ensenada, entendería mejor mi participación, pues no sería ésta la primera vez que lo hago, y aceptaría el trato dándome los datos que necesitáis.

Joaquín se dio cuenta de lo mal que la había juzgado. De un solo golpe, Catherine acababa de proteger la honra de su marido, y además le estaba pidiendo que traicionara a su patria.

—Comprenderéis que me niegue a vuestra segunda solicitud.

—Si no la aceptáis, podéis olvidaros entonces de mi apoyo. Probad con esa vía oficial a que antes aludisteis, dudo que consigáis nada; mi marido se negará en redondo. Y además, os vaticino que podría volverse en contra vuestra al menor descuido. —Se levantó del sillón para dar por finalizada la visita—. Sé que os propongo algo doloroso, pero considero que no disponéis de muchas más alternativas.

Joaquín recogió su capa y sombrero, mientras meditaba qué decisión tomar.

—Pensáoslo más despacio; ya me contestaréis en otro momento, pero sabed que desearía ayudaros de verdad.

—Aún no habéis mencionado cuál es la tercera de vuestras condiciones.

Ella le miró de un modo seductor.

—Que con todo este embrollo no evitéis nuevos encuentros conmigo, y espero que más románticos que éste; me defraudaríais.

—¿Cuándo podría veros de nuevo?

—Pasado mañana. Benjamin no volverá hasta dentro de diez días. Aún tenemos tiempo para nosotros… —Se abrazó a él, olvidando la tensión anterior, y le besó con pasión.

—Llevamos vistos más de cinco conventos y todos están vigilados por la guardia de corps. ¿No te parece demasiado raro?

Los dos hombres acababan de pasar por delante del monasterio de las Descalzas Reales sin aparentar un especial interés, y se dirigían, ahora, a otro que quedaba a pocas manzanas de él, el convento de Caballero de Gracia dirigido por las monjas franciscanas.

—Reconozco que esta acción me produce un placer especial. —Se había imaginado una y otra vez la escena, deleitándose en ello—. ¿Sigues pensando en lo de la cabeza?

—Ya lo hemos hablado, y sabes que lo haré.

Caminaron por la calle de la Montera para girar a su derecha por la del Caballero, donde abría sus puertas el convento, hacia la mitad de la misma.

También allí encontraron otra pareja de soldados guardando su entrada. Se pararon a una prudente distancia con cierta desesperanza. Estudiaron acceder desde el tejado de un edificio anejo, pero resultaba demasiado arriesgado dadas las diferencias de altura. Desecharon el enfrentamiento directo con los guardias por peligroso y por no aportarles tampoco mayores garantías de éxito.

Mientras pensaban qué hacer para conseguir burlar aquella protección, un hecho casual consiguió darles la solución: vieron entrar a dos sacerdotes sin que nadie les pidiera documentación alguna. Se miraron sonriendo.

—Podríamos intentarlo…

—Me parece buena idea.

—Lo haremos mañana. Sé dónde podemos hacernos con la ropa adecuada.

A la mañana siguiente, Amalia descorrió las cortinas para que la luz penetrara en aquel dormitorio donde había velado a Beatriz toda la noche. Faustina acababa de llegar muy alarmada, después de haber sido advertida a primera hora del empeoramiento de su estado.

—He hecho llamar de nuevo el médico. Ha pasado la noche sin apenas dormir, con esa fiebre que no acaba de bajarle. Le puse paños húmedos cada poco tiempo, con la esperanza de mantenerla más fresca, forzándola también a que bebiera mucha agua. Al no ver mejoría, os hice llamar.

—Has hecho muy bien, Amalia. Ahora deberías descansar un rato. Vete si quieres, yo me quedo con ella.

—Si me lo permitís, preferiría seguir a su lado. Iré sólo a prepararos un desayuno. ¿Deseáis algo en especial?

—No tengo estómago para nada, gracias. A ella preparadle un zumo de naranja y un poco de pan con vino y azúcar; eso le dará energía y le sentará bien.

Faustina se quedó a solas con Beatriz, mirándola con preocupación. Su rostro estaba pálido y su nariz hinchada y roja por el golpe que había recibido del gitano. Había sido informada por Amalia de lo ocurrido la noche anterior.

Cuando la condesa acarició su mano, Beatriz abrió los ojos.

—¡Hola, madre!

—¿Cómo te encuentras cariño?

Beatriz se puso a llorar.

—¿Qué tienes, mi cielo? —Faustina se alarmó; jamás le había visto una lágrima y ahora parecían desbordarle de los ojos.

—Lo he perdido… lo sé… —musitó dolorida.

—¿Qué has perdido?

—Mi hijo —explotó en un llanto sin consuelo.

—No digas tonterías. Ahora llegará el médico y te revisará. —Enjugó con un pañuelo las lágrimas que bañaban sus mejillas.

—Lo han matado, madre… No lo noto —soltó entre hipidos—. Esto es el fin.

—No pienses en eso. Ahora vendrá Amalia con algo de desayunar; cuando te haya visto el médico te sentirás mejor.

Faustina la besó con cariño en la frente y sintió en sus labios la elevada temperatura que tenía.

El doctor llegó a la vez que Amalia, acompañado por otro sirviente. Faustina salió de la habitación para conversar con él.

—Tiene mucha fiebre, pero me ha dicho algo terrible que os ruego comprobéis. Está embarazada y dice haber perdido al niño.

—¿Sabéis si ha manchado algo durante esta noche?

—No; pero esperad, se lo preguntemos a su doncella. Aguardad aquí un momento, por favor.

Al instante volvió con Amalia. El médico le repitió la pregunta.

—Hace como una hora tuvo una pequeña hemorragia. La verdad es que me asusté al verla, pero la he limpiado lo mejor que supe, tratando de no despertarla para que no lo advirtiese.

—De acuerdo. ¡Vamos a verla!

Entraron los tres al dormitorio y el médico se adelantó hasta llegar a su cama, hablándole de un modo afable. Beatriz le observaba circunspecta. Le tomó el pulso y la temperatura y le inspeccionó la mucosa de la boca, los oídos y las conjuntivas. Pidió que la destaparan para explorarle después el tórax y el vientre. Los tres comprobaron con horror el fuerte moratón que presentaba a escasos centímetros debajo del ombligo, y un fino reguero de sangre que corría por su entrepierna.

Pidió agua caliente y jabón para limpiarla y así ver cómo se encontraba su interior. Beatriz rompió a llorar de nuevo. Sentía aquella humedad en sus muslos y sabía que no podía ser nada halagüeño.

El médico le sangró una muñeca para rebajarle la fiebre mientras esperaba que vinieran con el agua. Amalia apareció con un búcaro y una palangana humeante. Bajo las protestas de Beatriz el doctor la exploró con detenimiento, luego ordenó que la lavasen con cuidado. Su mirada no daba lugar a dudas. Faustina suspiró, con la pesadumbre de la triste noticia a la que tenía que enfrentarse. Se acercó a Beatriz y trató de decírselo con la máxima ternura.

—Cariño mío…

—Estaba en lo cierto, ¿verdad?

—Me temo que sí. El médico piensa que has tenido un aborto producido por el fuerte golpe que te dieron.

—¡Maldita vida! —gritó con furia—. Idos todos de aquí y dejadme sola. ¡No quiero ver a nadie!

—Pero cielo… estamos todos contigo y te queremos…

—¡Me da todo igual! ¡Todos me dais igual! —repetía sin cesar, una y otra vez—. ¡Fuera de aquí!

Amalia salió corriendo de la habitación llena de dolor y rota en lágrimas. Su padre había sido el responsable de aquella desgracia y por ello lo odiaría el resto de su vida, con todas sus fuerzas. Había destrozado la poca esperanza que quedaba en Beatriz y se sentía tan culpable como él. Se martirizaba al pensar que de no haber ido a trabajar a esa casa nunca le habría pasado aquello. Ella era parte de su castigo y por tanto responsable también de su padecimiento.

Faustina trató de calmar a Beatriz sin ningún éxito y por consejo del médico salió también, poco después de Amalia, a la que encontró acurrucada en el suelo, rota de angustia. Tras despedir al doctor y hacerse cargo de todas sus recomendaciones, se dirigió hacia la doncella y le rogó que se levantara para, abrazarse después a ella. Lloraron juntas, como queriendo compartir la misma pena.

El cuerpo de la monja permanecía de rodillas sobre un reclinatorio en actitud orante, las manos entrelazadas sujetando un rosario, como tantas otras veces en su celda, pero en esta ocasión le faltaba algo: la cabeza.

Trévelez estaba furioso. A las puertas de la celda de la asesinada profería órdenes y gritos a sus ayudantes y escupía insultos a los dos guardias de corps, encargados de la custodia del convento de Caballero de Gracia.

—¿Cómo es posible que permitierais esta barbaridad? —Daba vueltas alrededor de ellos con paso nervioso—. Claro, no habéis caído en solicitar la identificación a aquellos dos sacerdotes. Han entrado y salido con toda impunidad y con vuestras bendiciones. ¡Esto es increíble! Si fuera vuestro superior, os mandaba fusilar ahora mismo. Ya veremos lo que os espera…

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