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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (43 page)

Sin saber por qué, se puso a hacer balance de su vida. A sus cuarenta años y después de haber vivido todo tipo de experiencias y pruebas, Joaquín creía conocerse bien; sobre todo en sus defectos.

Si se vanagloriaba de la tenacidad que siempre imponía en su trabajo, tal vez no hacía lo propio con otros aspectos de su vida. A la hora de justificar sus faltas, se volvía paciente, pero era vehemente cuando los demás no cumplían con sus deberes. Jamás transigía con quien producía dolor o daño a los demás, y sin embargo toleraba con clemencia sus propias faltas de lealtad y fidelidad. Y cada vez que se había tenido que enfrentar a una situación límite, actuaba de un modo inconsecuente, al fijarse más en las posibles ventajas que en atender a valores como la honra, la amistad o la rectitud.

Pensaba sobre todo aquello cuando en la soledad de sus dependencias le asaltaba el recuerdo de la vil relación que mantenía con Catherine escupiendo a su amor por María Emilia, o también la traición a su amigo Ensenada, al estar revelando secretos de Estado a un conspirador como era el embajador de Inglaterra y complicándose en sus intrigas.

Abrumado ante la evidencia de sus errores, se sentía indigno como persona y como juez. En realidad se veía como un simple estafador; tanto de sí mismo como de todos aquellos que le apreciaban de verdad.

Sus remordimientos pasaron a segundo plano cuando su secretario abrió la puerta para informarle de que acababa de llegar la visita que esperaba.

Se trataba del capitán Voemer, de la guardia de corps, al que había hecho llamar con urgencia y sin explicaciones previas, para hablar del último crimen masónico.

—Os agradezco vuestra presteza en acudir a esta cita. —Trévelez estrechó la mano del militar, notándole de inmediato el patente estado de irritación con el que venía—. Por favor, pasad a mi despacho. Os explicaré qué razones me han empujado a haceros venir.

Esperó a que tomara asiento, antes de hacerlo él al otro lado de la mesa de despacho.

—Sabéis que suelo disponer de poco tiempo. Espero que sean suficientes como para poder justificaros. —Con su atrevida actitud, el capitán quiso probar a Trévelez.

El alcalde le miró con un gesto displicente.

—Lo dejo a vuestro criterio. Vuestros amigos han vuelto a matar, esta vez a la condesa de Valmojada. Supongo que eso no tiene ninguna importancia para vos…

Trévelez suponía que la causa del crimen no era otra que vengar el espionaje que su marido había practicado a la masonería, pero no creía prudente revelárselo dada su filiación y la escasa confianza que sentía por aquel hombre.

—No sé por qué decís eso, ni tampoco a qué amigos os referís… —Si eran los gitanos, sobre los que había hecho recaer las culpas en su anterior conversación con Trévelez, tenía una gran noticia que de seguro no sabía el alcalde—. ¿Me habláis de Timbrio y Silerio Heredia?

—Bien sabéis vos, que no pienso tanto en ellos como en vuestros hermanos masones.

—Veo que estáis muy seguro de ello. ¿Acaso sabéis ya quiénes son? ¿Lo han reconocido delante de vos? —El capitán jugaba fuerte, al poseer una nueva información que usaría en el momento más adecuado, imaginándose sus escasos avances en el otro frente.

—Si me facilitaseis su dirección, que es fácil que la sepáis, podría hacerlo. —Trévelez le devolvió el envite.

—Dadme sus nombres; lo haré sin ningún inconveniente. —El capitán le miró altivo, a la espera de que éste reconociera su incompetencia.

—¡Anthony Black y Thomas Berry! —Trévelez fue rotundo—. ¡Habladme de ellos!

El capitán enmudeció, ahora acorralado, cuando esperaba conseguir lo contrario. De sobra los conocía, pero no dónde vivían. Sin querer saber ni cómo había dado con ellos, decidió que era el momento para recuperar el dominio de la situación.

—Esta misma mañana he sido informado de que los gitanos Heredia fueron capturados hace dos días en Medina del Campo, y también, que ya han reconocido su responsabilidad en las explosiones del palacio de la Moncloa. He ordenado que los traigan hasta Madrid, para que vos mismo continuéis con sus interrogatorios y reconozcan el resto de los crímenes. —El capitán Voemer disfrutó viendo cómo encajaba el golpe.

—Excelente noticia —se rascó la barbilla—, pero con ella, me acabáis de dar la prueba definitiva; ellos no pudieron cometer el crimen de la condesa de Valmojada, y me cabe pensar que tampoco los otros. Por tanto, empezad a contarme de una vez lo que sepáis sobres esos ingleses.

El capitán se lamentó de su torpeza al no haber tenido en cuenta aquel detalle. No tenía escapatoria.

—¿Me confirmáis la inmunidad que me ofrecisteis en nuestra anterior cita?

—Tenéis mi palabra, siempre que me deis prueba de vuestra honradez.

—Los conozco poco, sólo de verlos en algunas reuniones de nuestra logia. Aunque apenas he hablado con ellos, sé que Wilmore los usaba para realizar acciones, digamos, delicadas. Peligrosos, fríos, firmes en su empeño, hombres duros como el acero; así los veía yo en su momento.

—No acabo de confiar en vuestras palabras, ni tampoco en lo que afirmáis saber, pero os ofrezco una oportunidad para resarciros de mis actuales dudas; ¡decidme dónde podríamos encontrarles!

—Desconozco sus paraderos, creedme, pero daré sus descripciones a mis hombres para que inicien su búsqueda de inmediato. Espero que me entendáis, pues aunque he pertenecido a esa sociedad, las informaciones más comprometidas estaban lejos de mi alcance. En realidad, acudí a la masonería sólo para facilitarme ciertas influencias, contactos nada más. Una vez dentro, me di cuenta que sin pertenecer a los grados superiores, sólo te muestran el lado amable de la asociación, aunque existe otro nivel mucho más secreto, y creo que más tenebroso. Es allí donde se deciden los últimos fines y quiénes serán los miembros clave para alcanzarlos.

—Y los crímenes, supongo; como el que hoy nos compete hablar. —Trévelez empezó a reconocer cierta rectitud en su intención.

—Contadme entonces los detalles de este último suceso; intentaré ayudaros en lo que pueda.

—El escenario ha sido su propio lecho. Encontré su cuerpo tendido boca arriba, con los brazos abiertos y una daga clavada en su corazón. Sin abundar en otros detalles que no poseen mayor trascendencia, me llamó la atención la presencia de dos extrañas heridas más, practicadas sobre las palmas de sus manos, en forma de cruz invertida. —Trévelez no dejaba de observar al capitán Voemer, sin perderse ninguna de sus reacciones—. Una vez más —continuó el alcalde—, vuestros amigos han dejado una señal, o mejor dicho varias…

—¿A qué os referís? —Al capitán le fastidiaba que Trévelez siguiera relacionándole con ellos.

—La primera, el perfecto orden que han dejado; los cabellos esparcidos de un modo regular por la almohada, su camisón bien colocado, sin arrugas, las sábanas estiradas, su postura recta, cada brazo en idéntico ángulo sobre el tronco. Más parecía que la condesa hubiese muerto de forma natural, sin advertirlo.

—¿Se llevaron algo de su cuerpo, como hicieron con los otros? —Voemer pensaba ya en los significados de aquellas señales.

—Esta vez nada… y ése es otro de los detalles que debería hacernos pensar —contestó Trévelez.

—Esas heridas en sus manos, en forma de cruz invertida, tienen un posible sentido… —El capitán se miró las suyas, imaginándose dos cruces boca abajo.

—Explicaos y pronto.

—Esos signos se usan en las llamadas misas negras. Para los seguidores de Lucifer constituyen una forma de rechazo a la figura de Jesucristo.

—Podría ser… —Trévelez se frotó el mentón—. También tenía los brazos extendidos en forma de cruz. ¿Qué os significa todo ello?

—Como os dije, desconozco qué tipo de ceremonias se llegan a practicar por parte de esos altos grados masónicos, pero siempre sospeché que bajo el aparente respeto que dicen tener por todas las religiones, se esconde un profundo odio a las mismas, y sobre todo a la católica. No es de extrañar, entonces, que pongan en práctica secretos rituales, tal vez satánicos, donde se haga mofa de sus principios.

—A partir de la interpretación que me disteis sobre aquella estrella flamígera aparecida en el pecho del alguacil, he conseguido relacionar cuatro de los crímenes con sus respectivos significados. Caridad, fuerza, y sabiduría, se corresponderían con las muertes del jesuita Castro, el duque de Llanes y el alguacil del Santo Oficio, y virtud con la monja franciscana, muerta también hace pocos días. Faltaba la belleza, pero con el asesinato de la condesa de Valmojada, considero que está ya justificada.

—Para vos, ¿tiene alguna explicación la elección de esta nueva víctima? —Ante aquella deducción, el capitán Voemer tuvo que reconocer la destreza de su anfitrión.

—Sí —contestó Trévelez—. Tanto ella como su marido, han sido fieles servidores y amigos del marqués de la Ensenada, al igual que muchas de las otras víctimas. En concreto, el conde ha sido la mano derecha del marqués en muchos proyectos militares del Estado, y junto a los condes de la Mina y los de Benavente forman el reducido grupo de nobles que le han sido incondicionales. Por tanto, considero que, sin menosprecio de otros oscuros motivos, esos dos masones han pretendido herir a Somodevilla a través del asesinato de una de las personas más cercanas y amigas: la condesa, y tal vez sólo a ella por haber estado ausente el conde.

—Coincido con vuestro análisis, pero veámoslo también desde otro punto de vista. Como bien sabéis, en la masonería, el uso de los símbolos tiene una vital importancia. Cada masón, a través de su interpretación, trata de fijar ideas en su mente que le ayuden a conocer después otras verdades más profundas.

—¿Adonde queréis llevarme con eso? No os sigo —le interrumpió Trévelez.

—A entender qué otros significados se esconden en las marcas de sus manos, en la herida de su corazón, o en esa deliberada disposición de su pelo y cuerpo, porque es seguro que los hay.

—Probad a hacerlo; sólo vos poseéis el privilegio de conocerlos desde dentro.

Voemer quiso demostrar cuán firme era su disposición a colaborar con Trévelez, aunque para ello tuviese que revelar aquellos secretos que había jurado proteger en su iniciación.

—La masonería aspira a destruir los grandes dogmas del pasado para lograr que las motivaciones del hombre sólo se vean dirigidas por la razón. Considero, que es ahí donde debemos buscar todas las respuestas. Para la Iglesia, la cruz, además de ser su principal distintivo, representa el símbolo de un nuevo orden establecido por Jesucristo, a través del cual dio cuerpo a su propia fundación. Esa sociedad pretende romper el actual equilibrio de poderes.

Sirviéndose de una pluma comenzó a dibujar varias cruces boca abajo sin perder la concentración de su discurso.

—No los veáis, tan sólo, como unos peligrosos dementes, esos dos masones actúan desde una perspectiva mucho más compleja. En todos sus asesinatos, y desde luego en el de la condesa de Valmojada, han dejado constancia de cuál es su verdadero concepto del orden, subrayándolo en sus cuerpos en forma de extrañas composiciones criminales. —Suspiró, aliviado por aligerar su conciencia de aquel conocimiento que desde hacía mucho tiempo suponía una pesada carga para él—. Con esas cruces invertidas —siguió hablando el capitán—, están demostrando su desprecio a lo que representa la fe. Y a través de la disposición de sus cabellos, abiertos y extendidos hacia fuera, es como creo que simbolizan dónde debe buscar el hombre la verdadera belleza: a través del raciocinio.

—Interesante y muy revelador, capitán. Llevamos demasiado tiempo hablando sobre sus cábalas mentales, simbologías demoníacas, ritos macabros o de sus motivos filosóficos, cuando, en el fondo, no dejan de ser los que son; unos seres detestables; en mi opinión, lo único que debe ocuparnos ahora es verlos lo antes posible entre rejas para luego ser sentenciados a muerte.

—Entiendo. Me pondré en marcha de inmediato. Os los traeré vivos o muertos y antes de lo que imagináis. Ésta será la mejor muestra de mi compromiso hacia vos, como pago de vuestra indulgencia.

Por fortuna para Anthony Black y Thomas Berry, la protección que se debían los hermanos de una misma logia seguía funcionando, a pesar de la estrecha persecución a que se veían sometidos todos sus miembros por parte de la Inquisición y las tropas del Rey.

Al saber por boca de uno de sus vecinos que la guardia de corps se dedicaba desde hacía días a registrar todas y cada una de las casas del centro de Madrid, pudieron imaginarse cuáles eran sus intenciones y objetivos, de modo que abandonaron su residencia por unos días, con idea de volver en cuanto hubiese terminado la inspección de su barrio.

Sin detenerse más de dos días en cada casa, fueron acogidos por varios hermanos hasta llegar a la que ocupaban en aquel momento, propiedad de un literato de reconocida fama en Madrid que les había escondido por más tiempo que los demás en sus sótanos.

Sentados a una tosca mesa de madera y frente a un fuego, en la cocina de aquel erudito hermano masón, los dos ingleses ultimaban sus planes para concluir el mandato que les había dado Wilmore.

—Con la condesa de Benavente pondremos fin a nuestro encargo. Después, volveremos a nuestra residencia para recoger nuestras cosas y huiremos a Inglaterra para empezar allí una nueva vida. —Anthony hurgaba con una cuchara el fondo de una taza de té para recuperar el azúcar que no se había conseguido disolver.

—Estoy harto de los españoles y de este país —protestó Thomas—. Anhelo ver nuestros verdes paisajes y hasta incluso el negro humo de los talleres de Londres. —Escupió al suelo lleno de rabia—. ¡Sólo deseo volver a probar el verdadero té, y no esta infusión que parece hecha de cañizos y pajas!

—Déjate de historias y concéntrate por un momento en la complicada tarea que tenemos por delante. Todas las precauciones que hasta ahora hemos puesto en nuestras acciones, no nos servirán de nada con esta condesa. Ya hemos comprobado la formidable protección de que dispone fuera de su palacio, y hemos de suponer que la igualará dentro. Como esa vía parece una tarea imposible, deberíamos pensar en abordarla en algún lugar público, aprovechándonos de algún acontecimiento al que ella acuda, o abordándola en su carroza, si es que queremos tener las mínimas garantías de hacernos con ella.

—Se me ocurre una idea, Anthony. Estoy seguro de que esa mujer tiene que ser una devota cristiana, y como tal debe acudir a diario a misa. Como nunca hemos vigilado sus movimientos tan de mañana, opino que deberíamos hacerlo y estudiar el momento más vulnerable.

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