El secreto de sus ojos (15 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

Sospeché que no solo iba a perderme el tren local a Castelar que salía menos diez, sino unos cuantos más.

—Aparte, si usted la hubiera visto —miró fijamente a un tipo petiso y joven que cruzó delante de la vidriera, pero lo descartó enseguida y buscó otro posible blanco—. Cada vez que mi padre veía algún desfile de modelos, algún concurso de belleza por televisión, decía que a esas chicas, para determinar si eran realmente hermosas, había que verlas al levantarse a la mañana, sin maquillaje. Nunca se lo dije a ella, pero cada mañana lo primero que hacía al despertarme era mirarla para comprobar la teoría de mi viejo. ¿Sabe que tenía razón? Por lo menos con Liliana.

La espantosa voz del parlante anunció el tren de 19.55 a Castelar, parando en todas. Recordé las facciones de la mujer, y pensé que no exageraba con respecto a su belleza. Se me estaba haciendo definitivamente tardísimo, pero ya no tenía ganas de levantarme. Por lo menos no hasta que pudiera ponerle nombre a la emoción que sentía cobrar forma dentro de mí. ¿Compasión? ¿Tristeza? No. Era otra cosa, pero no conseguía definirla.

—¿Sabe qué es lo peor de todo?

Lo miré. No supe qué decir.

—Que la voy olvidando.

Le temblaba la voz. No cometí el desatino de interrumpirlo.

—La pienso, y la pienso y la pienso todo el día. Me despierto por la noche y me desvelo recordándola. Pero me pasa que tiendo a recordar siempre las mismas cosas. Las mismas imágenes. ¿Qué es lo que recuerdo, entonces? ¿A ella o al recuerdo que he construido en este año y pico que lleva muerta?

Pobre tipo. ¿Por qué no podía avanzar, en mi reflexión, más allá de ese «pobre tipo» que era como una etiqueta sin valor?

—Pensé en matarme, ¿sabe? A veces me levanto a la mañana y me pregunto para qué carajo estoy vivo.

A esa altura yo ya me preguntaba para qué estaba vivo yo mismo. ¿Qué podía contestarle? Pero a la vez ¿podía quedarme callado frente a semejante confesión, frente a semejante angustia? Le dije lo primero que se me ocurrió, o lo único:

—Tal vez sigue vivo para agarrar al hijo de puta que la mató… — recapacité y me sentí obligado a agregar, como para distanciarme de su fanática certeza—: sea Gómez o sea otro.

Morales consideró mi respuesta. Por hábito, o por método, seguía mirando a la gente que pasaba rumbo a las plataformas. Por fin respondió.

—Creo que sí. Creo que es por eso.

Hizo silencio. Yo también. Si por lo menos su pesquisa personal lo mantenía con vida, ya era algo. De todas formas su esfuerzo estaba derrotado de antemano. Si Gómez era inocente, no habría manera de culparlo. Y, si era el asesino, me parecía muy difícil que alguna vez pudiésemos detenerlo. El tipo sabría que lo buscaban, y también que en ese mar de gente era casi imposible hallarlo. Viéndolo de ese modo, la obstinada vigilancia de Ricardo Agustín Morales sobre las terminales de trenes resultaba de una candidez enternecedora.

—¿Sigue viviendo en Palermo? —pregunté casi por decir algo.

—No. El departamento lo sigo teniendo, pero vivo en una pensión de San Telmo. Me queda más a tiro del trabajo y de… esto —agregó, como si tuviera dificultad para ponerle nombre a esa cacería extravagante.

Me despedí, diciéndole que cualquier novedad que tuviera lo llamaría. Mientras me daba la mano, miró el reloj y vio que también era su hora. Sacó un billete arrugado y lo dejó sobre la barra. Salimos juntos, pero a los pocos pasos me dio a entender que tomaba hacia el lado contrario. Volvimos a estrecharnos la mano.

Me acerqué a los andenes. Un guarda me picó el abono en el acceso. Estaba por salir otro rápido, Flores, Liniers, Morón, después parando en todas. No quedaban asientos. Igual subí. Acababa de decidir que necesitaba llegar cuanto antes a mi casa. Aunque no del todo, había logrado ponerle un nombre a lo que había sentido mientras lo escuchaba hablar a Morales.

Era envidia. El amor que había vivido ese hombre me despertaba una enorme envidia, más allá de la piedad que me suscitara la tragedia en la que ese amor había terminado naufragando. Asido de mala manera a una de las argollas blancas que pendían sobre el pasillo y bamboleándome con el movimiento del tren, supe que iba a caminar hasta mi casa, iba a decirle a Marcela que teníamos que hablar e iba a comunicarle mi decisión de separarme de ella. Probablemente me mirase asombrada. Sin duda semejante programa escaparía absolutamente al encadenamiento lógico de las etapas en las que había planificado su vida. Yo iba a lamentarlo, porque nunca me ha gustado causarles daño a los demás, pero acababa de entender que le hacía más daño quedándome con ella.

Cuando llegué a casa, Marcela me esperaba con la mesa tendida. Hablamos hasta las dos de la mañana. Al día siguiente cargué algunas cosas en un par de valijas y me fui a buscar una pensión, aunque procuré que no fuera por San Telmo.

19

Transcurrieron más de dos años y medio hasta las 16.45 del lunes 23 de abril de 1972, cuando las puertas del tren detenido en el andén dos de la estación de Villa Luro, accionadas por el guarda Saturnino Petrucci, se cerraron en las incrédulas narices de una señora madura y gorda. Asomando medio cuerpo afuera del vagón, el guarda acarició el botón con el letrero de «chicharra», pero no llegó a oprimirlo. En cambio, terminó por apretar el de «abrir». Todas las puertas de la formación volvieron a abrirse con un chasquido neumático y la mujer, alborozada, dio un saltito desde el andén hasta el vagón y se derrumbó de inmediato en un asiento vacío.

El guarda Saturnino Petrucci —uniforme gris, frondoso bigote entrecano, vientre considerable— se alegró de no haber sucumbido a la crueldad gratuita de dejar pagando a la gorda en el andén. ¿Cómo era que se le había pasado por la mente ejecutar semejante canallada? La respuesta era vergonzosa, pero clarísima. Se le había ocurrido como un modo de vengarse. No de la gorda, a la que no conocía, sino del mundo en general. Deseaba vengarse del mundo porque lo culpaba del humor lúgubre que tenía desde la tarde del día anterior, domingo, para más datos. Y su humor lúgubre se lo debía, ni más ni menos, a una nueva derrota del Racing Club de Avellaneda. O sea que había estado a punto de jorobarle la tarde a una pobre mujer por el fútbol. El dichoso, el maldito, el eterno asunto del fútbol.

Petrucci se sentía un idiota por amargarse a raíz de los resultados de su equipo. Pero sentirse un idiota no le solucionaba la amargura. Casi al contrario: sentirse idiota le ensombrecía todavía más el ánimo. Un dolor enorme, que encima fuera ilegítimo, sucio, inmerecido, era demasiado para cargar sobre sus anchas espaldas de futbolero curtido. ¿Nunca iban a volver los buenos años de su juventud, esos en los que Racing se había cansado de ganar campeonatos? Se consideraba un hombre paciente y agradecido. No quería ser como esos plateístas insoportables que reclaman éxito tras éxito para sentirse plenos. A él le bastaba con mucho menos. Pero hasta el «equipo de José» empezaba a convertirse en un recuerdo. ¿Cuántos años, desde el gol de Cárdenas y la copa del mundo? Cinco. Cinco largos años. ¿Y si pasaban otros cinco? ¿Y si pasaban otros diez sin que Racing saliera campeón? Dios Santo. No quería ni pensarlo, como si hacerlo fuese un modo de invocar a los malos espíritus.

Ese lunes se había iniciado con todos los ornamentos de la derrota: los titulares del diario, las bromas en la Oficina de Guardas, la mirada socarrona de un par de maquinistas. Era esa bronca contenida, lentamente destilada, la que casi había convertido a la gorda en su víctima. Miró por el vidrio de la puerta. Entregaba esa formación en Once y volvía con un rápido. Chistó. Había logrado la dosis de serenidad suficiente como para liberar a la mujer de su venganza inútil, pero el talante tormentoso seguía con él. No quería volver a su casa con el entripado encima, porque era un buen padre y un buen marido. Optó entonces por sacarse la rabia del modo más honesto que conocía: persiguiendo pasajeros colados.

Con un gesto rápido extrajo del cinturón la perforadora y a la voz de «Boletos, pases y abonoooos», sostenido en un ligero agudo sobre el final, se volvió hacia los escasos ocupantes del vagón en el que estaba. Conocedor de su oficio, relojeó de un vistazo a los hombres. Difícilmente las mujeres viajaban sin pasaje. No eran más de seis o siete varones, dispersos en los asientos de cuerina verde. Unos cuantos se llevaron la mano a algún bolsillo. Dos, en cambio, se incorporaron y empezaron a caminar por el pasillo hacia el vagón siguiente. Sin apresurarse, picó el boleto de cartón blanco y anaranjado de una joven madre. No necesitó seguir a los fugitivos con la mirada. Un simple golpe de vista le advirtió que uno llevaba un gamulán. El otro, un petiso de pelo negro, una campera azul. El tren estaba aminorando la marcha. Agradeció a un viejo que le alcanzó el abono y se aproximó a las puertas. Colocó la llave en el tablero y accionó el botón de «abrir». Bajó al andén. Lo único que le interesaba de la estación Floresta era ubicar a los dos colados que habían disparado como rata por tirante. A uno lo ubicó enseguida: el del gamulán acababa de bajarse, de poner cara de otario y de recostarse contra un árbol. Petrucci lo favoreció con su indulgencia. Le bastaba con que se hubiese bajado de su tren. ¿Y el otro? El petiso de campera azul, ¿dónde estaba? Petrucci sintió que la furia que había incubado durante todo el día lo asaltaba de nuevo. ¿Tenía ganas de hacerse el piola? ¿No le resultaba suficientemente temible su estampa fiera de guarda experimentado? ¿Se sentía a salvo simplemente por haberse cambiado de vagón? ¿Lo tomaba por un boludo? Perfecto.

Cerró las puertas, oprimió «chicharra», esperó que el tren arrancara y soltó la puerta que tenía trabada con el pie. Después guardó en el bolsillo la picadora de boletos y la llave de control de puertas. Intuía que sería preferible tener las manos libres. Emprendió la marcha por el pasillo, bamboleándose levemente por el envión que le daba la inercia. No se detuvo en el vagón contiguo: de un vistazo había advertido que el candidato no estaba en ese. Pasó al otro coche: tampoco estaba allí. Sonrió. El idiota se había metido en el último. La puerta chirrió cuando la abrió de golpe. Ahí estaba: sentado sobre la izquierda, haciéndose el sonso, mirando por la ventana como si tal cosa. Petrucci caminó sacando pecho y balanceando los hombros. Se le paró al lado y murmuró con voz grave:

—Boleto.

¿Por qué el gilún se empeñaba en tomarlo de pelotudo? ¿Para qué esa carita de asombro, de sobresalto repentino, esos ademanes de busco en un bolsillo, busco en el otro, me hago el contrariado porque no lo encuentro, chasqueo la lengua para hacerme el preocupado? ¿Se pensaba que no lo había visto bajar del quinto vagón antes de Floresta?

—No lo encuentro, señor.

«Señor, las pelotas», pensó Petrucci. Lo consideró con ternura y le dijo, con tono de padre severo:

—Voy a tener que cobrarte la multa, petiso.

Y entonces sucedió algo. Bueno, en realidad, siempre suceden cosas. «Sucedió algo» significa aquí que la siguiente conducta de uno de los involucrados en el entredicho tuvo consecuencias trascendentes para lo que uno intenta contar en este libro. El joven se puso de pie, sacó pecho, frunció el ceño y habló mirando a los ojos del guarda:

—Entonces le vas a tener que cobrar a Magoya, gordo de mierda. Porque yo no tengo un mango.

Petrucci se sorprendió, pero su sorpresa llegó revestida de alegría. Este joven le caía del cielo. La gloriosa Academia había sido derrotada la víspera. Sus conocidos habían hecho leña del árbol de su desdicha durante buena parte de esa jornada. Pero este joven impertinente y malhablado le daba la posibilidad de ventilar los oscuros sentimientos que venían dominándolo. Adelantó un brazo y lo apoyó con firmeza en el hombro del muchacho:

—No te hagás el piola. Ahora te bajás conmigo en Flores y vemos cómo te las ingeniás para pagar, enano.

—Enano la concha de tu madre.

El muchacho habló mirándolo con rabia. Más tarde Petrucci diría que lo agarró desprevenido, lo que no fue del todo cierto. El guarda palpitaba, intuía, casi deseaba que el otro armara gresca. Pero la pifia que le tiró el mocoso fue tan veloz y tan bien dirigida que lo impactó en plena nariz y lo cegó por un instante. El muchacho sacudió un poco la mano dolorida. Más tarde, los médicos le diagnosticarían una fractura de metacarpo. Hizo una ligera contorsión para salir al pasillo y eludir el voluminoso cuerpo del guarda. Pero, cuando casi lo había conseguido, sintió que una mano brutal lo aferraba del cuello de la campera y lo ponía diestramente de espaldas al pasillo. Después percibió que otra mano lo agarraba desde atrás, del cinturón, y ambas lo levantaban en vilo. Por último, se vio lanzado contra el marco de aluminio de la ventana, que se le estrelló en la frente. Era un pibe fuerte. Aunque aturdido, mantuvo la vertical, ahora libre de las tenazas de las manos del guarda. Se giró hacia él y armó la guardia. Tal vez si el señor de uniforme gris hubiese sido algo más liviano, o si no hubiese practicado en la Federación de Box cuando joven, o si Racing hubiera triunfado la víspera, el muchacho sin boleto habría salido bien librado de la pelea. Pero no era el caso. Por eso recibió un puñetazo brutal en la boca del estómago que lo dobló en dos, seguido por un directo a la mandíbula que lo dejó grogui. De postre, Petrucci le sirvió un gancho en el vientre que le hizo saltar las lágrimas.

En ese momento el tren se detuvo. Feliz, altivo, Petrucci recibió algunos aplausos del reducido público que se había concitado en el trayecto desde Floresta hasta Flores, manipuló el tablero para abrir las puertas y sacó al colado casi arrastrándolo de los pelos. Caminó con él hasta la oficina, casi en la otra punta del andén. Unos cuantos curiosos se asomaban a las puertas, a medida que lo veían pasar arreando al aturdido muchacho. Petrucci buscó al suboficial de consigna. Lo saludó con una inclinación de cabeza y le relató sucintamente lo que acababa de ocurrirle. El suboficial se hizo cargo del fulano.

—Vamos a hacer una cosa —dijo, esposando al joven a una silla de madera con el respaldo a listones verticales—, lo remito a la seccional por averiguación de antecedentes. No debe tener nada, pero para joderlo un rato. Va a aprender a no pasarse de piola, pendejo de mierda.

—Macanudo —respondió Petrucci, mientras se palpaba por primera vez la nariz, ahora que le empezaba a doler en serio.

—¿No tendría que hacerse ver ese golpe? —preguntó el policía—. Mire que tiene un aspecto fulero.

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