El secreto de sus ojos (13 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

Pero ahora se me habían quemado los papeles. Y ahí era donde lo necesitaba a Sandoval. Pero a un Sandoval inspirado, sagaz, rápido, intrépido. Si me tocaba el Sandoval borracho estaba jodido. Por suerte, y mientras estaba hundido en estas reflexiones, entró fresco como una mañana de mayo, perfumado a lavanda y radiante como el sol. Lo atajé de pasada hacia su escritorio y le expliqué mi plan en pocos trazos. Definitivamente era un tipo brillante. Me cazó al vuelo. Y era leal, porque aceptó sin la menor vacilación participar en el chanchullo.

Temprano vino el propio Morales. Le hice firmar una ampliación de su declaración testimonial en la mesa de entradas, no le di detalles y lo despaché a las corridas, diciéndole que luego iba a explicarle bien el asunto. Cuando al rato el juez Fortuna Lacalle hizo su ingreso en la Secretaría me encomendé al Espíritu Santo, recordando los artilugios de mi madre para vencer a la angustia. Como siempre, Lacalle lucía impecable. El traje oscuro, la corbata sobria haciendo juego con el pañuelo del bolsillo superior, el pelo engominado y tirante, el cutis bronceado. Creo que fue por observarlo a él que desarrollé mi teoría de que los estúpidos se conservan mejor físicamente porque no los corroe la ansiedad existencial a la que se ve sometida la gente más o menos lúcida. No poseo pruebas concluyentes al respecto, pero el caso de Fortuna Lacalle siempre se me antojó de una nitidez evidentísima.

Se sentó en mi silla con sus ademanes de príncipe, y extrajo su pluma Parker del bolsillo interior del saco. Recargando teatralmente mis propios gestos, empecé a apilar expedientes en el escritorio, como para darle a entender que iba a pasarse firmando despachos y oficios las siguientes dos o tres horas de su vida. Gracias a Dios era jueves, su día de tenis a las seis, y desde las tres comenzaba a acometerlo una impaciencia caprichosa ante cualquier eventualidad que pudiese distraerlo de tan alto destino. Acusó el impacto. Abrió mucho los ojos y lanzó un comentario que pretendió ser gracioso, con respecto a lo rápido que trabajaban sus empleados de esa Secretaría. Sonriendo, empecé a pasarle causas a la firma, obsequiándolo con floridos comentarios alusivos a cada expediente. Era información inútil, o digamos redundante y superflua, pero el magistrado era demasiado estúpido como para advertir que lo estaba cachando.

Fue entonces cuando Sandoval se asomó por primera vez por detrás del archivero que le daba cierta mínima privacidad a mi escritorio.

—A ver, doctor —inició, dirigiéndose a Fortuna, en un tono entre zalamero e irónico pero lo suficientemente ostensible como para que el otro no se sintiese víctima sino cómplice—, para cuándo lo vemos a bordo de un Dodge Coronado como a su colega Molinari, ¿eh?

El juez lo consideró con cautela. Pese a su imbecilidad, tenía ese instinto de conservación que la gente como él desarrolla frente a realidades complicadas y hostiles, y Sandoval a todas luces formaba parte de ese universo esquivo de lo complejo. «Va a pedirle que le repita el comentario. Va a pedirle que lo repita», me dije. Con un movimiento rápido eché mano a la causa de Morales. La abrí directamente en la foja 208, que tenía señalada.

—¿Cómo dice, Sandoval? —Fortuna pestañeaba mucho más atento a lo que iba a decirle mi oficial que a la causa que tenía ante los ojos.

—Un decreto ordenando formar segundo cuerpo, doctor —dije en un murmullo, como si no quisiese interrumpir con esa minucia la conversación de la que Fortuna sí estaba pendiente.

—Sí, sí —respondió sin mirarme.

—Nada, nada, doctor —Sandoval le hizo una sonrisa picara—. Pensé que ya lo había visto al doctor Molinari con su auto nuevo. ¿No lo vio?

Fortuna hacía esfuerzos por contestar de manera veloz e inteligente. Ya era difícil que consiguiese esos dos objetivos por separado. Lograr ambas cosas a un tiempo era sencillamente imposible, pero parecía dispuesto a acometer el esfuerzo, y tamaña empresa consumía toda su energía intelectual. De modo que prestar atención a lo que estaba firmando quedaba fuera de su alcance. Por eso rubricó un decreto de fecha 2 de julio que ciertamente ordenaba formar segundo cuerpo en la causa a partir de la foja 201, pero que de paso ordenaba ampliar la declaración testimonial de Ricardo Morales. Se lo saqué de las narices apenas terminó su rúbrica, no fuera cosa de que por milagro se diese por enterado de que estaba firmando una orden fechada casi cuatro meses antes.

—No, no sabía… ¿Un Coronado?

—Un Coronado, doctor. Azul eléctrico… —Sandoval sonreía con mirada ausente, como embelesado en el recuerdo—. Un regalo del cielo. Tapizados de cuero negro. Detalles cromados… ¿En serio no lo vio, doctor?

—No. Bueno, en realidad, hace tiempo que no almorzamos con Abel.

«Perfecto», pensé, «lo tiene contra las cuerdas». Sandoval podía ser cruel con aquellos a los que no quería, pero era brillante el modo en que ejercía esa crueldad para disolver a sus contrincantes en sus propias flaquezas. Ya he dicho hasta el cansancio que Fortuna Lacalle era un imbécil con ínfulas de jurista, pero más allá de su amor propio se moría de envidia frente a los jueces que se merecían los cargos que ejercían. Molinari era uno de ellos, y ese manotazo de ahogado de invocarlo por su nombre de pila, como si los uniese una relación estrecha, como buscando acreditar una familiaridad que no existía, corroboraba que estaba loco de envidia.

Decidí pasar al segundo acto: le puse delante, abrochada al final de una causa cualquiera, la comparecencia en la que Morales refería sus sospechas sobre Gómez a partir de unas supuestas cartas amenazadoras que su mujer, también supuestamente, había recibido antes del asesinato, enviadas por el admirador despechado, y que convenientemente habían destruido. Yo la había redactado la noche anterior, y Morales acababa de rubricarla rato antes.

—Esta es una declaración testimonial en la causa de Muñoz, la de estafas reiteradas —mentí.

—Ah… ¿cómo sigue ese asunto?

«Sonamos», me dije. Ahora se le daba por hacerse el interesado. ¿Qué iba a inventarle? ¿Cuándo yo había mezclado actuaciones de una causa con otra? ¿Y cómo iba a justificar esa declaración salida de la nada?

—Usted sigue con el Falcon, doctor —Sandoval vino en mi auxilio.

—Sí, por cierto —Fortuna respondió en un tono que pretendió ser displicente.

—Claro, claro… porque… ¿qué modelo es? ¿'63? ¿'64?

—Es un '61 —Fortuna fue casi abrupto, aunque trató de suavizar la respuesta—. Ocurre que me ha dado tan buen resultado que me da no sé qué desprenderme de él.

Sandoval era un artista. Mil veces nos habíamos reído, a espaldas del juez, no de su Falcon modelo '61 (después de todo Sandoval y yo pertenecíamos a la categoría de peatones perpetuos), sino porque Fortuna Lacalle padecía esa circunstancia como un calvario íntimo. Habría dado una oreja por un auto nuevo (suponiendo que algún loco hubiese aceptado canje semejante). Cobraba un sueldo que podía permitírselo. Pero tanto su mujer como sus dos hijas tenían hábitos cotidianos propios de princesas consortes, con lo que el pobre Fortuna a duras penas sorteaba mes a mes los espectros de la insolvencia. El rostro transparente del juez me demostraba que estaba enroscado en la íntima enumeración de todo lo que podría comprar si sus mujeres no padecieran de ese desenfreno de consumo. Y el Dodge Coronado figuraba, supongo, primero en esa lista.

Di vuelta prestamente la página. Eran los oficios a la Policía Federal y a la de Tucumán ordenando la pesquisa sobre Gómez, con copia. Estaban fechados en octubre y reiterados en noviembre. Ya había arreglado con Báez esa circunstancia. Fortuna la firmó como si se tratase de un vale de tintorería.

—Otra cosa —Sandoval estaba inspirado—. Le digo que no sé si el doctor Molinari hizo bien con lo del Dodge —movía las manos como dudando sobre la manera de plantear su dilema—. Usted, que es una persona que entiende del tema, doctor… —pareció decidirse, como presto a confiar en la honestidad intelectual y la sapiencia de su interlocutor—, ¿con qué se queda? ¿Con un Dodge Coronado o con un Ford Fairlane?

«Usted, que es una persona que entiende», me repetí. Sandoval era un genio. Fortuna, en realidad, no entendía: ni de autos, ni de Derecho, ni de casi nada. Pero como tampoco entendía que no entendía se dispuso, entusiasmado, a ilustrar al público presente acerca de las virtudes innumerables del Ford Fairlane y de los vicios imperdonables del Dodge Coronado, modo tangencial de demostrar, de paso, que en el fondo el doctor Molinari no era tan perfecto, después de todo. Le llevó casi diez minutos, incluido un gráfico de lo que, según entendí, era la transmisión de la palanca a la caja de cambios de uno y otro coche.

Fue maravilloso. Cuando terminó de hablar estupideces, me había firmado el acuse de recibo de la respuesta policial (que Báez me había redactado y remitido contra reloj esa misma mañana) sobre el paradero desconocido de Isidoro Antonio Gómez. Había también rubricado el decreto que ordenaba mantener el pedido de averiguación de paradero y comparendo a fin de tomarle declaración informativa, y el consiguiente nuevo oficio a la Policía Federal. Sandoval, que reclinado sobre una estantería fingía atender al encendido discurso de su Señoría, se percató de mi gesto de alivio y supo que la tarea estaba cumplida. Sin embargo, como era un espíritu sensible, no quiso abortarle la perorata y dejó que Fortuna Lacalle se explayara por otros dos o tres minutos. Después le dio las gracias por su tiempo.

—Bueno, doctor, los dejo, que tengo que seguir trabajando —y, sacudiendo la cabeza hacia los lados, admirativo, agregó—: Mire que de autos se las sabe todas, doctor.

El otro cerró los ojos y sonrió, en un gesto que pretendió ser de modesta aceptación del cumplido. Para terminar de marearlo, le puse otras veinte o veinticinco pavadas a la firma.

En cuanto Fortuna volvió a su despacho, recolecté las actuaciones que había desperdigado en todos esos expedientes y las coloqué en el de Morales en el orden correcto. Tenían la firma del juez, pero me faltaba que las refrendase el secretario. No era posible aplicar la misma estrategia. Los dos eran parejamente tontos, pero no hasta el punto de tensar a ese extremo la cuerda de mi buena suerte. Decidí confiar en la esencia básica de Pérez: era un pusilánime y más que seguro acompañaría sin chistar cualquier despacho que trajera la firma de su jefe. De manera que le llevé la causa esa misma tarde, acompañada de la otra veintena que le había hecho firmar a Fortuna. Podía ocurrir, por cierto, que se avivase de la maniobra. ¿Qué hacía semejante número de actuaciones, en una causa como esa, con fechas escalonadas y pretéritas, si no era una maniobra fraguada a sus espaldas?

Por si acaso tenía un as en la manga. Si llegaba a poner en duda mi buena fe, o sospechaba que había algo turbio en esa parva de actuaciones ficticias a la que Fortuna Lacalle acababa de ponerle el gancho, iba a chantajearlo sin preámbulos: le contaría a medio Poder Judicial que estaba cuidándole la quintita, con envidiable esmero, a la señora defensora oficial n.° 3 en lo Criminal y Correccional, que no era ni su legítima esposa ni la afectuosa madre de los dos rozagantes mozalbetes que lucían fotografiados sobre su escritorio. Por suerte no hizo falta. Firmó sin chistar en cada «ante mí» que lucía bajo la firma de Fortuna Lacalle, el experto automotor. Cuando terminé, me derrumbé en mi sillón, exhausto por los nervios. Se me acercó Sandoval, sonriendo, y lanzó la frase filosófica que empleaba solo en circunstancias excepcionales y solemnes como esa:

—Como he sostenido en reiteradas ocasiones, estimado amigo Benjamín, el día que los boludos del mundo hagan una fiesta, estos dos reciben a los demás en la puerta, les sirven los refrescos, les ofrecen torta, encabezan el brindis y les limpian las miguitas de los labios.

Nombre y apellido

Chaparro tira de la hoja que acaba de terminar con la suficiente energía como para liberarla del rodillo sin romperla y la relee. Las últimas palabras lo hacen sonreír. Le resulta grato el ejercicio de la memoria: esa frase con la que ha cerrado el capítulo, la de «el día en que los boludos hagan una fiesta», la había creído absolutamente olvidada. Pero ahora ha salido a flote junto con otro montón de recuerdos de su pasado y de la gente con la que ha vivido ese pasado.

Se incorpora y reitera un gesto de toda la vida: tomarse el tabique nasal con el índice y el pulgar de la mano izquierda, casi a la altura de los ojos, y oprimir hasta casi sentir una pizca de dolor. Lo ha hecho durante más de media vida, al levantarse de la silla después de estar mucho tiempo inclinado sobre su escritorio del Juzgado, y ahora lo reitera aquí, en su casa, después de estar horas y horas eslabonando esta memoria propia y ajena en la que está sumergido. Chaparro piensa que somos previsibles, tosca y perpetuamente iguales a nosotros mismos. Ese gesto y tantos otros en los que ni siquiera repara lo acompañan desde siempre y seguirán haciéndolo hasta que descanse bajo tierra.

Piensa en Irene. ¿Por qué justo ahora piensa en ella, después de pensar en su propia muerte? ¿Es acaso que la asocia con ella? No. Todo lo contrario. Irene lo ata a la vida. Ella es como una deuda que él mantiene con la vida, o que la vida mantiene con él. No puede morirse sintiendo lo que siente por ella. Como si fuera un desperdicio que ese amor se desintegre y se haga polvo como su carne y como sus huesos.

Pero, ¿cómo puede arrancárselo de adentro? No hay manera. Lo ha pensado y repensado, pero no hay modo. ¿Una carta? Esa opción tiene el atractivo de la distancia, de no ver su rostro incrédulo, o peor, ofendido, o peor, compadecido, al enterarse. Presentarse a decírselo cara a cara ni siquiera figura entre las opciones en las que piensa Chaparro. Un amor «de gente grande» le suena ridículo. Pero declararle su amor a una mujer casada que lleva casi treinta años de matrimonio, más que ridículo le parece ofensivo y denigrante.

El sentido común, que de vez en cuando Chaparro cree localizar dentro de su cráneo, le dice que no hay por qué ser tan solemne, tan definitivo. ¿Qué problema puede haber en plantear un amorío con una mujer casada? No sería el primero ni el último en proponerlo. ¿Y entonces? Pues precisamente eso. Que Chaparro de inmediato se contesta que lo que él tiene para decirle no es que quiere tener un amorío con ella. Lo que tiene que decirle, lo que necesita decirle, y lo que al mismo tiempo le horroriza que sepa, es que él la quiere con él, para siempre, en todos lados y a todas horas o a casi todas, porque ha naufragado en tal estado de adoración que no entiende la vida sin ella. Pero cuando llega a esta altura de sus pensamientos Chaparro se detiene, desinflado. Porque, en su fantasía, la Irene que imagina recibiendo su confesión desesperada adopta la misma expresión que podría poner ante la carta que, de todos modos, no va a escribirle: la sorpresa, o la indignación, o la lástima.

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