El secreto del Nilo (58 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Pero cuando Neferhor se veía ya de la mano del dios de las necrópolis camino de la Sala de las Dos Verdades, donde tendría lugar el pesaje de su alma, aquella voz que le había hablado volvió a resonar con fuerza, y una figura surgió de entre las sombras del otro lado del patio para llamar la atención de los felinos. Estos parecieron reconocerle al momento, ya que se echaron en el suelo como si se trataran de inofensivos mininos. Era el príncipe Kaleb.

Aquella era la primera vez que Neferhor se encontraba con el príncipe, y al verle avanzar con denuedo hacia él, pensó que se trataba de alguno de aquellos héroes de leyenda capaces de ser confundidos con los dioses de la guerra. Era fuerte y hermoso, y caminaba por el patio como si todo fuera de su propiedad, con paso seguro y gesto autoritario. Vestía un simple
sendyit
, y de su cuello pendía un collar de oro puro, similar al que llevaban los animales. Al pasar junto a ellos, Kaleb se paró para acariciarlos y susurrarles unas palabras. Luego el príncipe se incorporó para aproximarse al escriba, que lo observaba desconcertado. Cuando estuvo apenas a un codo de distancia, Kaleb se detuvo para atravesarle con la mirada.

—Estos no son los gatos con los que tratas, ¿no es así? —le susurró el príncipe, sin ocultar su desprecio—. Ellos solo pactan con los hombres de verdad. Con los que han cubierto de gloria la Tierra Negra al extender su poder hasta los confines del mundo civilizado, ¿comprendes?

Neferhor mantuvo la mirada del príncipe, y al momento se refugió tras su habitual máscara impenetrable. Aquel hombre era el artífice de su desgracia, y al instante sintió cómo la sangre se agolpaba en sus sienes y su corazón se llenaba de rencor. Pero Thot parecía dispuesto a velar por su razón, pues se mantuvo impertérrito en tanto se recuperaba de tan monumental susto.

—Las gestas de las que te hablo se han convertido en alimento para los petimetres. Estos son los que han vivido de ellas, con sus cálamos y aires de suficiencia. Mis leopardos son más leales que ellos, y conocen el lugar que ocupan —aseguró Kaleb con una media sonrisa; pero el escriba continuó mirándole en silencio—. Ya me habían dicho que eras de pocas palabras, ¿o es que mis pequeños te han dejado sin habla? —El príncipe lanzó una carcajada antes de proseguir—. Tu esposa tiene razón. Eres sombrío como Anubis, ¿sabes? Los de tu calaña solo servís para refugiaros tras los trazos que dibujáis en los papiros. Si no sois capaces de defender a vuestras mujeres es que no las merecéis.

—Ser príncipe de las Dos Tierras es un verdadero don —dijo Neferhor sin poderse contener, pero al momento se arrepintió de sus palabras.

Kaleb se le aproximó aún más.

—¿Acaso me desafías? Si es así, puedo despojarme de mis atributos para igualar nuestra condición —apuntó el príncipe con arrogancia—. Un enfrentamiento entre un hijo del faraón y un miserable
meret
sería algo nunca visto, y se recordaría durante millones de años.

—Tal duelo es imposible.

Kaleb volvió a reír.

—Nunca debiste haberte cruzado en el camino de Niut. Ella estaba predestinada para ser princesa de esta tierra, aunque no lo creyeras. Ahora solo debes apartarte como un buen siervo, y rezar a los dioses para que sea magnánimo contigo —continuó el príncipe con altivez—. Harías bien en no oponerte al divorcio.

—El camino del
maat
es el único que me interesa, y a él me atendré —repuso el escriba con suavidad.

—Buen refugio para quien está condenado.

—Las leyes que nos legaron los dioses son lo único que me queda, mi príncipe.

Este endureció el gesto.

—Escucha con atención. Tu esposa será mía, y no hay nada que puedas hacer por evitarlo, deberías saberlo. Todo cuanto posees te podría ser arrebatado si mi augusto padre, Nebmaatra, vida, salud y prosperidad le sean dadas, así lo dictamina. Regresarías a labrar los campos, o quién sabe si a las minas del Sinaí; quedas advertido.

Dicho esto, Kaleb se dio la vuelta y se acercó a sus animales, que sesteaban plácidamente.

—Una última cosa —dijo mientras se volvía para mirar al escriba—. Ya no volveré a hablar contigo. Hoy estás de suerte; mis leopardos no tenían hambre.

Luego el príncipe se alejó con paso presto, seguido por los dos felinos, en tanto Neferhor sentía cómo su dignidad se perdía en algún lugar del que resultaba imposible recuperarla, pisoteada por aquellos contra los que nada se podía.

Todavía le temblaban las piernas cuando abandonó el patio. Entonces, sin saber por qué, pensó en la eternidad; en un lugar junto a las estrellas, donde todos los egipcios anhelaban ir. La eternidad era un tiempo imposible de cuantificar y Neferhor se dijo que quizás algún día la diosa que encarnaba al tiempo, Sothis, podría ocuparse de Kaleb en su justa medida. Sin duda resultaba posible.

21

La resolución de aquel divorcio se esperaba en Menfis con insana curiosidad y no poco morbo. Allí había tema para cotillear durante bastante tiempo, por lo que no fue de extrañar la expectación que despertó el asunto. En el tribunal de justicia de la ciudad se dieron cita gran cantidad de curiosos que querían saber de primera mano en qué quedaría la cosa. Que la esposa de un escriba real, honrado por el dios, pidiera el divorcio, no era algo que ocurriera a menudo, y el que más o el que menos deseaba ver cómo se las arreglaría el juez en una cuestión tan espinosa. Apenas un siglo atrás hubiera resultado impensable una celebración como aquella, ya que el funcionario de justicia no hubiera visto motivos suficientes para considerar la denuncia. Pero los tiempos habían cambiado, y con una tercera persona de por medio, y además de linaje real, el caso tomaba nuevos derroteros.

La simple designación del juez encargado de dictar sentencia ya levantó interés, pues la responsabilidad recayó sobre Nekau, un magistrado famoso por su inflexibilidad y afición al bastonazo.

Nekau provenía de una familia de funcionarios cuyos orígenes se perdían en la antigüedad. Dicha familia presumía de haber detentado cargos dentro de la administración desde la edad de las pirámides, y las cuatro últimas generaciones se habían dedicado a la magistratura para ocupar puestos cercanos al visir, que habían aumentado su influencia.

Socialmente eran tenidos por nobles de rancio abolengo, aunque en lo personal alguno de los miembros del clan dejara mucho que desear.

Antes de llegar a ser director de los funcionarios de justicia, empleo que Nekau ostentaba en la actualidad, este había sido escriba del tribunal, en el que se había encargado de copiar las actas, para posteriormente ser ascendido a juez, y a director de los funcionarios de justicia.

La gran autoridad que el primer juez de Egipto, el faraón, y su máximo representante, el visir, le otorgaban, hacía que Nekau fuera ciertamente temido y poco popular entre la ciudadanía a la que, por otra parte, despreciaba. Sin embargo, el magistrado se hallaba lejos de estar contento con aquel caso que le habían adjudicado. Un divorcio era un asunto menor, aunque no así las particularidades que rodeaban a este. Una dama casada con un escriba real y envuelta en amores con un príncipe era algo que no le traería más que complicaciones, sobre todo porque no existían motivos fundados para fallar a favor de la señora. Pero él sabía muy bien el terreno que pisaba, y durante días había estado dándole vueltas a la cuestión, para hallar un resquicio legal que le ayudara en su decisión, mas al final no había encontrado nada. Por todo lo anterior, el día de la comparecencia, el juez se hallaba con un humor endemoniado, con la mirada encendida y el gesto hosco, como pocos recordaban. Mientras se acicalaba para la sesión soltó varios improperios a uno de sus ayudantes, y cuando se sentó en el estrado y vio lo que le esperaba, dio un pequeño bufido y se prometió no alargar demasiado el proceso, ya que la sala se encontraba abarrotada, y bien sabía él que podía producirse algún alboroto. Con estudiada indiferencia miró a los litigantes, y se ajustó la peluca; acto seguido comenzó el juicio.

Neferhor se encontraba en la sala con los nervios templados y el semblante impenetrable. Ni siquiera la presencia de Niut le hizo enervarse o musitar algún juramento. La razón se había impuesto sobre todo lo demás, y su única curiosidad radicaba en ver cómo el magistrado resolvía aquel caso contra sus intereses. Después de que le resultara imposible llegar a un acuerdo con su esposa, el escriba no había vuelto a cruzar palabra con ella, y ni siquiera le dirigió una mirada de soslayo cuando se encontraron ante el tribunal, pero durante unos momentos no pudo evitar recordar las felices horas vividas junto a ella, la gran pasión que siempre le había consumido, y el abrazo del pequeño Neferhor al despedirse. Había sido un iluso toda su vida, y esta no entendía de causas. Por lo demás el joven estaba tranquilo, y cuando vio al juez sentarse en el estrado estudió sus gestos, justo para convencerse de que era poco de fiar.

Nekau tuvo que hacer gala de su severidad casi desde el principio. Como los asistentes no paraban de parlotear ordenó que se repartieran unos cuantos bastonazos, lo cual surtió un efecto inmediato, ya que en cuanto zumbaron las varas de junco el público se hizo cargo y se impuso el silencio. Los funcionarios que lo acompañaban lo miraban expectantes, y tras una señal del magistrado, estos comenzaron a leer las argumentaciones.

Nekau soportó toda aquella retahíla con evidente desgana. Él conocía de sobra los detalles, y mientras el escriba los leía, el juez se dedicó a pasear su mirada entre la audiencia, por si tenía que ordenar más castigos, para detenerse por último en los querellantes. Ella era una señora de consideración, capaz de levantar los ánimos de la calle sin ninguna dificultad; menuda belleza. No le extrañaba que el príncipe Kaleb se hubiera encaprichado de ella hasta el extremo de querer tomarla por esposa. Por este motivo el príncipe le daba la oportunidad de autorizar el divorcio, lo cual era muy considerado por su parte.

En este punto Nekau soltó para sí un juramento, y observó a su colega. En el fondo, el joven que tenía delante era un escriba como él, y con muy buena reputación. El gran Amenhotep, hijo de Hapu, lo había tenido en mucha estima, y el dios lo había distinguido públicamente con su reconocimiento. Al parecer era un profundo conocedor de los textos antiguos y dominaba la lengua acadia. Era una pena que tales conocimientos no le hubieran servido para ser feliz en su hogar, pero así sorprendía Shai a los incautos: sin avisar y de manera implacable.

Justo cuando el juez salía de tales reflexiones, el funcionario enrollaba el papiro dando por terminada su alocución. Hubo un murmullo en la sala que enseguida Nekau silenció con la mirada; después hizo un gesto a Neferhor para que diera sus razones.

—La muerte del amor no debe ser motivo de escándalo —dijo el escriba con gravedad—. Las mentiras lo amortajan con el peor lino y la infamia acaba por sepultarlo lejos de la necrópolis, para que sea pasto de chacales. Permitámosle, al menos, hacerle un funeral honroso.

El juez se quedó estupefacto, y de nuevo se escucharon murmullos entre los presentes. Nekau hizo un gesto de disgusto.

—No nos encontramos en ninguna «tienda de purificación»,
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noble escriba, ni está en nuestro ánimo el hacer funciones de embalsamador.

Aquel comentario despertó algunas carcajadas, lo que aprovechó el juez para ordenar el primer escarmiento. Los guardias, siempre diligentes, se llevaron a uno de los curiosos al que le aplicaron un correctivo sin contemplaciones. Cuando cesaron los quejidos, se reanudó la causa.

—Aquí no hay más cuestión que esa, gran juez. El resto son intereses que poco tienen que ver con los sentimientos.

—Solo este tribunal decidirá cuáles son las cuestiones que se deben considerar —respondió el magistrado, envarándose.

Neferhor hizo un gesto de respeto.

—¿Niegas pues las acusaciones de tu esposa? —preguntó Nekau.

—De principio a fin. Lo único que soy capaz de maltratar es el cálamo con el que escribo.

De nuevo se escucharon carcajadas, y los guardias volvieron a actuar, tal y como les había ordenado el juez.

—Veamos —señaló Nekau—. La falta de pruebas resultaría determinante en un caso tan excepcional como este. He de confesar que nunca había asistido a una causa en la que fuera la esposa la que denunciara a un marido tan principal como tú, por motivos como los que nos ocupan. Veamos: palizas, prácticas aberrantes, trato despótico, afrentas, agravios sin fin y humillaciones constantes delante de los mismos esclavos, hasta hacerla sentirse la última de ellos. Una vejación permanente a la condición humana que ha consternado profundamente a este tribunal. Ni el más insignificante de los esclavos es tratado de semejante forma.

—Lamentable, sin duda, si fuese cierto —respondió Neferhor con calma.

—Lo que no alcanzamos a determinar con exactitud son las prácticas aberrantes —continuó el juez, haciendo caso omiso del comentario—. ¿A qué cree el noble escriba que puedan referirse?

—Ni el
heka
más perspicaz podría adivinar tal cuestión. Me temo que el gran juez debería preguntárselo a mi esposa para que explicara los detalles.

Hubo un nuevo murmullo en la sala, y el que más y el que menos se relamió ante lo espinoso del asunto. Pero Niut no estaba dispuesta a proporcionar un espectáculo gratuito a toda aquella chusma. Había asistido impertérrita a la lectura del alegato y demás parafernalia, que la incomodaban en grado sumo. Se sentía por encima de leyes y tribunales, como si aquella reunión no tuviera más importancia que la de conseguir la aprobación de sus demandas, cual si fuera un mero trámite. Ni siquiera se había dignado a mirar a su marido, y así pensaba continuar si no la obligaban a hacer lo contrario. Niut se creía ya una princesa con plenos derechos sobre el resto de los ciudadanos, y le parecía sumamente impertinente que aquel juez le preguntara sobre semejante punto. Por ello, bajó la cabeza, compungida, y derramó algunas lágrimas.

—Mi decoro no me permite repetir en público los detalles, todos contra mi voluntad, gran juez —dijo ella entre gimoteos—. Ni los genios del Amenti se dedicarían a tales prácticas.

Estas palabras levantaron un buen alboroto, pues que la gente supiera los demonios que habitaban aquel lugar infernal no eran aficionados al fornicio, y mucho menos a la sodomización o costumbres similares.

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