El secreto del Nilo (94 page)

Read El secreto del Nilo Online

Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Aquel sí era un misterio de consideración para el que no encontraba respuesta. Era un túmulo muy extraño, aquel en el que reposaban mis restos, y al analizarlo con mayor detalle descubrí que no existía ninguna puerta falsa ante la cual depositar las ofrendas funerarias. Allí no había ningún nexo de unión entre el mundo de los vivos y el de los muertos, ni fórmula mágica alguna para que mi
ka
pudiera alimentarse por medio de las ofrendas inscritas en los muros. Estos se hallaban tan desnudos como me habían parecido la primera vez, y ello me llenó de desasosiego.

Sin poder reprimir mi ansiedad, descendí un poco más hacia donde se encontraba mi cuerpo. Estaba desnudo, y sin una sola venda que lo cubriera, cual si se encontrase abandonado. Me fijé entonces en que no existía ninguna incisión en la parte izquierda de mi vientre, por donde los embalsamadores deberían haber extraído mis vísceras, ni amuleto alguno que pudiera protegerme en la vida ultraterrena.

No entendía nada, pero conforme mi
ba
volaba hacia mis restos me sentía más preocupado. ¿Qué suerte de hechizo obraba en aquel lugar? ¿Acaso me hallaba confinado en él para toda la eternidad? ¿Era aquel el final elegido por los cuarenta y dos jueces para los pecadores como yo?

Al revolotear sobre la mesa en la que descansaba mi cadáver vi una figura que deambulaba a su alrededor. Lo hacía con movimientos pausados, y de repente se detuvo para dirigir la vista hacia mí, como si supiese que me encontraba allí. Era un gato negro como la noche, vestido de
khol
, que me miraba fijamente a través de unos ojos verdes como la malaquita. Mi ansiedad se transformó en temor, y todo el conocimiento que había acumulado durante mi vida trató de arrojar alguna luz sobre lo que estaba aconteciendo.

—Dime qué es lo que ocurre —le pregunté a mi cuerpo—. ¿Qué es lo que han hecho contigo?

Pero mis preguntas no obtuvieron respuesta. Quizá me hubiera confundido de tumba y aquel no fuese mi cuerpo, sino el de otro difunto que se le pareciera. A veces eso ocurría, para desgracia del finado.

—¿Quién eres tú? —inquirí sin ocultar la angustia que se había apoderado de mí—. ¿No eres tú Iki, al que todos llamaban Neferhor?

Mas nadie contestaba mis cuestiones; solo el gato me miraba fijamente, sentado cual si* se tratara de la diosa Bastet.

—Los gatos —me dije—. Mis amigos en la vida pasada. ¿Cómo es que se encuentran aquí?

Me resultaba imposible entender lo que ocurría. Entonces traté de unirme a mi cuerpo, como correspondía al
ba
con la llegada de la noche, pero no pude. Una fuerza misteriosa me lo impedía, cual si una mágica barrera se interpusiera entre nosotros. Fue en ese instante cuando mis gritos llenaron la sala con la desesperación de quien está condenado para siempre. Aquel era el Amenti en la peor de sus representaciones, pues mi alma sufriría por toda la eternidad con la angustia de quien busca inútilmente un lugar en el que descansar.

Las sombras de la tumba se me antojaron más tenebrosas que antes, pues pronto terminarían por devorar aquellas lucecillas que ya apenas alumbraban. Bastet se irguió para estirarse, y sin dejar de mirarme se alejó hacia las tinieblas que rodeaban el cadáver de aquel desgraciado, mi cuerpo. Estaba maldito, y ya nada podía hacer por evitarlo.

Algo me hizo cesar en mis sollozos. Se oían pasos, al tiempo que la oscuridad parecía desvanecerse. Aquellos pasos traían la luz y enseguida la sala se iluminó de nuevo. Ahora podía ver con claridad el habitáculo y cómo unos hombres que portaban antorchas se inclinaban sobre mí. Iban vestidos de blanco y tonsurados de pies a cabeza, como los antiguos sacerdotes. Hablaban con voz pausada y en un tono tan bajo que me resultaba imposible entenderlos.

Uno de ellos observó con atención mi cabeza, y al poco hizo una señal a sus acompañantes, que le entregaron lo que parecían vendajes de lino. Sin mediar palabra aquel hombre comenzó a vendarme con cuidado, en tanto recitaba extrañas invocaciones a la diosa Sekhmet.

Parecía un
sunu
, y yo al punto le advertí, fuera de mí, acerca de la equivocación que cometía. Mi cerebro todavía no había sido extraído por la nariz. ¿Por qué porfiaba en vendarme? Mis restos no habían sido sumergidos en natrón para ser desecados. ¿Qué castigo era aquel?

Pero como ocurriera con anterioridad, nadie me respondió. El
sunu
vendó mi cabeza por completo y luego hizo un gesto de complacencia.

Fue en ese instante cuando la confusión se apoderó de mi
ba
, que revoloteó en medio de una gran aflicción, pues se sentía desamparado, en un lugar que no le correspondía.

Desde una de las esquinas el gato negro volvió a mirarme, y entonces vi cómo mi cuerpo postrado en aquella dura piedra movía una mano.

Nadie supo explicarse nunca aquel milagro, y mucho menos Neferhor. Únicamente la intervención de los dioses podía haber dado lugar a semejante prodigio, y solo cabían las alabanzas, y el reconocimiento de su poder en un país en el que la ley los había conminado al olvido.

Durante muchos
hentis
el nombre del escriba estuvo emparejado al del Oculto, puesX no en vano fue en su casa en donde ocurrió el portento. ¿Cabía mayor prueba de la insignificancia humana? Amón había señalado a Neferhor hacía años y, al parecer, seguiría velando por él hasta que Osiris lo reclamara.

Pasaron meses antes de que el escriba fuera plenamente consciente de lo acontecido, aunque nunca llegara a entender del todo cómo continuaba con vida. Sus recuerdos terminaban con la visión de aquel semblante feroz que le miraba inmisericorde, y la sensación de que su cabeza saltaba en pedazos, como si fuera un cántaro de cerámica al precipitarse contra la dura piedra. Luego todo resultó ser confuso; su cuerpo exánime, la sensación del no ser, aquel lóbrego habitáculo en el que volaba su alma en busca de respuestas que no existían.

Hubo quien sugirió que el escriba había llegado a realizar el tránsito, aunque la cuestión distara de resultar probada. Neferhor no recordaba ninguna sala en la que sus actos hubieran sido juzgados, ni mucho menos veredictos al respecto. En su corazón no existían imágenes de aquel hecho trascendental, ni rostro de dios alguno. Él no había llegado a traspasar la puerta que daba acceso a la Sala de las Dos Verdades y, no obstante, estaba seguro de que su
ba
había volado lejos de su cuerpo, como lo haría el de cualquier difunto. Sus restos tendidos sobre la fría piedra de aquella sala permanecerían vívidos en su memoria hasta el final de sus días, así como la perspectiva del mundo de los vivos que había tenido desde un plano que pertenecía a otra dimensión. El sueño y la realidad se entremezclaban de forma misteriosa, y en su corazón ya no había sitio más que para la alabanza y el temor que le producía la visión que había sufrido.

Allí habían obrado poderes difíciles de calibrar, y el escriba siempre estaría convencido de que, de alguna forma, había conseguido adentrarse en el mundo de las sombras, allí de donde nadie regresa, para ser testigo de su propia suerte. Quizá fuera ese el motivo por el que ya nunca temería a la muerte, pues esta daba paso a una realidad bien diferente sobre la que ya no cabían las conjeturas. Ahora estaba seguro de que el mundo de los muertos existía, y también conocía la extraña sensación de liberación que había experimentado. Su cuerpo no era más que una rémora, y desde lo alto de la tenebrosa sala su
ba
había podido ser testigo de la miseria que aquel representaba. Sin embargo se aferraba a la vida, y por algún inexplicable motivo había conseguido hacer regresar a su alma antes de que esta se viera perdida.

Por su parte, los
sunu
adujeron que era Sekhmet, su santa patrona, la que había hecho posible el fenómeno, dada la complejidad de la intervención que había tenido lugar.

A Neferhor aquello le parecía posible, puesto que además explicaba la presencia del gato junto a sus macilentos restos. Por todos era conocida la cólera de la que hacía gala Sekhmet de ordinario. La diosa leona era la encargada de traer las enfermedades y padecimientos a los seres humanos, mas cuando se transformaba en gata representaba a Bastet y su fuerza protectora. Aquel debía de ser el motivo por el cual el gato negro le acompañaba. Bastet velaba su cuerpo en aquella hora para protegerlo del reino de las sombras. Él conservaría el hálito de la vida porque así lo habían decidido los dioses y, como en tantas otras ocasiones, Neferhor pensó en Shai, aunque ahora fuese para darle las gracias.

Al parecer le habían trepanado, lo cual no le extrañaba en absoluto ya que el escriba tuvo la impresión de que su cabeza había sido hecha pedazos. Sin embargo su suerte formaba parte indisoluble del milagro, pues el golpe no había resultado fatal y el
sunu
había conseguido eliminar la presión del hematoma e intervenir con éxito el maltrecho cráneo. Nadie podía asegurar el tiempo que viviría el escriba, pero cuando este dio muestras de una firme recuperación, todos se felicitaron admirados de las prodigiosas manos de aquel médico salvador.

El día que Neferhor recobró su plena consciencia, la confusión de su tenebroso sueño y la realidad a la que despertaba le hicieron pensar que se hallaba en una especie de trance de difícil comprensión. Sobre el lecho en el que descansaba, unos rostros inexpresivos lo observaban con atención y, al abrir los ojos por primera vez, el escriba creyó que estos estaban desprovistos de emoción, cual si se trataran de máscaras. Pero él los conocía bien, y al poco experimentó una sensación de bienestar al liberarse de todos sus temores.

—Ya abre sus ojos. Será mejor que avisemos al sacerdote
web
.

Cuando este llegó, Neferhor había dejado de parpadear pesadamente para fijar la vista con mayor atención. Él conocía aquel lugar, y también la sensación de paz que le transmitía. Entonces escuchó una voz que le llenó de emoción y que al momento reconoció.

—Nuestro hermano ha vuelto; gloria al padre Amón que lo quiso así.

—¡Neferhotep, Wennefer! —exclamó el escriba en tanto notaba cómo se le velaban los ojos—. ¡Sois vosotros! Decidme que esto no forma también parte de mi extraño sueño.

—Somos tan reales como todo cuanto nos rodea —le calmó Neferhotep con dulzura—. Ahora te encuentras a salvo.

—Pero… —prosiguió el escriba en un intento por comprender—. He sido testigo de una visión extraña y desasosegadora. Como si me hubiese desprendido de mi cuerpo.

—Quizá sea debido al efecto de las tisanas de amapola tebana que tomabas. Como sabes, es un narcótico muy poderoso —apuntó Neferhotep.

—Solo así pude calmarte el dolor —subrayó uno de los médicos presentes—. Aunque estuviste cerca de marcharte de este mundo.

—Él es Ptahotep, el
sunu
que te curó —señaló Wennefer—. Un médico cuyos grandes conocimientos siempre han estado al servicio del Oculto. Fue nuestro padre el que te protegió, de eso no tenemos ninguna duda.

Neferhor miró a Ptahotep, quien lo observaba sin inmutarse. El escriba suspiró y movió levemente una mano en señal de agradecimiento.

—Dentro de poco te quitaré las espinas de acacia que cosen la herida y tú mismo podrás dar gracias a Amón por todo lo acontecido. Él desvió el golpe del
medjay
hacia una zona en la que el cráneo podía ser intervenido.

—¿Dónde me encuentro?

—En el mejor sitio posible —se apresuró a decir Wennefer, que también se sentía emocionado—. En Ipet Sut.

—Karnak —murmuró Neferhor—. Cuando lo vi abandonado a su suerte experimenté un gran pesar. La santa ciudad de Amón convertida en un refugio para las bestias… Jamás pude imaginar un sacrilegio mayor.

Todos asintieron.

—Sin embargo, nuestra fe sigue viva —indicó Neferhotep—, y también nuestra determinación. Las sagradas capillas están a salvo, así como la barca de cedro del Líbano, rematada con plata pura, del dios, y su altar interior de oro. No todo se ha perdido.

Neferhor interrogó con la mirada a cuantos le rodeaban.

—Todo permanece oculto donde nadie podrá descubrirlo. Continuamos con nuestros tradicionales ritos en la clandestinidad, a la espera de que los tiempos nos sean propicios —explicó Wennefer—. Nuestros hermanos hoy son perseguidos por la ira de aquel que ambiciona convertirse en dios, pero se mantienen firmes en sus creencias. Es el momento de sufrir, hasta que el cosmos recupere de nuevo el equilibrio natural.

—¿Cómo me encontrasteis? —inquirió el escriba.

—Más allá de los perros que vagabundean por el templo, nuestros ojos cuidan de él. Vigilamos con discreción cuanto ocurre, y cuando te vimos llegar supimos que la muerte se cernía sobre ti.

Neferhor arrugó el entrecejo, intrigado.

—El
medjay
y su mono llevaban horas merodeando por aquí, y en cuanto te vio llegar corrió a esconderse para acecharte. Uno de los hermanos fue el que presenció el ataque, y también el primero que acudió a auxiliarte en cuanto tu agresor se marchó. Él te dio por muerto, pues ese parecía que era tu estado. Luego te recogimos y Ptahotep obró el milagro.

Al escriba volvieron a humedecérsele los ojos.

—Al fin he vuelto a la casa de la que nunca quise salir —se lamentó—. Siempre supe que este era mi sitio, aunque las circunstancias decidieran otra cosa.

—Lo sabemos —dijo Neferhotep con tristeza—. Fue un dictamen cuyo alcance todavía nos supera. En él se ve con claridad la mano del Oculto, que te ha ayudado a vencer todos los obstáculos que has encontrado en tu camino. Muy pronto le glorificarás tal y como él lo desea. —Neferhor hizo un gesto de desesperación—. Siempre has permanecido en nuestros corazones como uno más de nosotros, y llegará el día en que retomarás el camino allá donde lo dejaste hace años para ocupar el lugar que te corresponde.

El escriba no pudo evitar emocionarse de nuevo. Pero al punto la angustia apareció en su scemblante pues la razón regresaba a su corazón, y con ella los viejos temores.

—¿Desde cuándo estoy aquí postrado? —quiso saber.

—Un mes.

—Mi familia —susurró el escriba, sin ocultar su ansiedad—. Sothis, Nebmaat, Tait… Ellos se encuentran en peligro; abandonados a su suerte…

Wennefer levantó una mano para interrumpirle.

—Hay quien vela por ellos. El Nilo ya ha desbordado sus aguas y Kemet se prepara para adormecerse. Es tiempo para que tu espíritu recupere la calma y confíes en nuestro padre. Ya ves que su poder trasciende a los hombres.

Other books

King of the Castle by Victoria Holt
Smoke on the Water by Lori Handeland
Noctuary by Thomas Ligotti
The Heavens Shall Fall by Jerri Hines
No Longer Safe by A J Waines
Leave Me Love by Karpov Kinrade
Seg the Bowman by Alan Burt Akers