El secreto del Nilo (93 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El corazón de Penw era bondadoso, y su estancia entre la familia de este la había llevado a quererlos con ternura. La nubia siempre les estaría agradecida y los protegería, como acostumbraba a hacer, aunque ellos lo ignoraran. Su magia había resguardado la casa durante todo aquel tiempo, pero nada podría hacer ante lo que se avecinaba. Su estancia estaba cumplida, y cuando convenció a Penw para que abandonara en su compañía la ciudad del Horizonte de Atón, su corazón se complació en extremo, aunque no supiera lo que el destino les depararía.

Para Sothis, el concepto del destino era muy diferente al de su marido. Ella no sabía de Shai, ni le interesaba conocerlo. Las cosas sucedían con arreglo a leyes que los hombres se empecinaban en no aceptar. Ellos querían manejarlas a su antojo, y esto resultaba imposible, por mucho poder que detentaran.

La vida era una lucha continua en la que el abuso siempre se hallaba presente, de una forma u otra. De nada valía lamentarse. Como ella bien había aprendido desde niña entre las gentes del desierto, la supervivencia era todo cuanto contaba, y por ello los animales se devoraban los unos a los otros, incluido el hombre, que era el peor de todos. No existían caminos que se cruzaran ni elecciones que valieran; las sorpresas se presentaban sin avisar, y solo quedaba vivir en armonía con cuanto nos rodea, y guardar las leyes ancestrales de la naturaleza. La vida era un hermoso regalo, aun en el sufrimiento, y había que aprovecharla sin pedir la intervención de ningún dios. Era preciso dejarla fluir, como el agua del Nilo, y aceptar su corriente. Lo que el río deparara detrás del recodo formaba parte de aquella aventura.

Para Sothis, los sueños de sus propias circunstancias se perdían en los desiertos del lejano Kush. Había sido un viaje proceloso que había terminado por forjar su carácter y proporcionarle su particular punto de vista de cómo eran las cosas. Incluso su hechizo personal lo habían determinado los avatares de la vida. Ahora debía dirigirse hacia el sur, donde se encontraba su marido; en algún lugar este sorteaba los peligros dispuestos para él. Luchaba por su vida, y Sothis imaginó su angustia cuando Neferhor pensara en su familia. En el corazón de su esposo solo había lugar para el anhelo. Ansiaba regresar para recuperar a los suyos mientras peleaba por mantenerse vivo, y ella sabía muy bien lo que aquello significaba.

Una noche Sothis tuvo un sueño, una premonición de las que acostumbraba a experimentar y que guardaba para sí. Había visto a su marido correr por los campos, como lo hicieran las liebres cuando las perseguían los lebreles, pero no eran lebreles los que le daban caza, sino hombres; gentes con el corazón de diorita, tan duro que nada lo podía traspasar. La luz nunca podría llegar a iluminarlos, y en ellos solo había sitio para la crueldad y lo inexorable. En la implacable carrera la nubia atisbó un rostro. Era feroz, marcado por las tinieblas, del que no cabía esperar más que brutalidad e inclemencia. La desgracia se cernía sobre su esposo; un peligro cierto que la hizo despertar angustiada, con el cuerpo empapado por el sudor.

Aquella misma noche Sothis rezó por su marido, al tiempo que se encomendó a su propia magia, que la impulsó a realizar sus sortilegios. Invocó a las fuerzas de lo oculto para proteger a su amor, pues el peligro con el que había soñado era real. Era un poder tenebroso, nacido de los tiempos pasados, el que pugnaba por destruir a Neferhor. Se había estado alimentando de odio durante años, y había auténtica determinación en él para llevar a cabo su venganza, pues de eso se trataba.

Sothis no albergó dudas al respecto y temió por la vida del escriba. Mediante conjuros demandó su protección, pero nada era seguro. El futuro se le ocultaba y ella no podía aguardar para conocerlo.

17

A bordo de la vieja gabarra, Penw y su pequeña comitiva navegaron río arriba sin saber qué sería de ellos.

—¿De qué viviremos? —le preguntaba con frecuencia su esposa, quien no entendía de más peligros que los que proporcionaba el hambre.

—Bes proveerá —trataba de calmarla su esposo.

—¿Bes? —inquiría ella, espantada de tener que poner su destino en manos de aquel dios borrachín y libidinoso.

—Sí, Bes. Él también protege el hogar, como bien deberías saber a tu edad.

—¡Isis nos acoja! —exclamaba la pobre mujer—. En Akhetatón vivíamos en una casa digna y comíamos todos los días —se quejaba.

Penw miraba hacia otro lado, pues le resultaba imposible hacerle comprender a su mujer el motivo que le había impulsado a abandonar su casa. Ella nunca lo entendería, por lo que decidió no darle demasiadas explicaciones, no fuera que el asunto fuese a complicarse todavía más.

Sothis los observaba en silencio, mas cuando su mirada se cruzaba con la del hombrecillo, este siempre le sonreía y ella podía leer en sus ojos el respeto que le profesaba. Penw era un tipo listo, y esto le salvaría.

El pinche real decidió desembarcar en Tebas. Era lo lógico, ya que no en vano él era natural de aquel lugar, en donde tenía familia.

—Mi hermano nos recibirá con los brazos abiertos, ya lo veréis —les había dicho a los demás con una sonrisa.

Su mujer le había contestado con una mueca con la que le expresaba su opinión, ya que no le gustaba vivir en el campo.

Bata había sido el mayor de los hermanos, y el único familiar con vida que le quedaba a Penw. Físicamente en poco se parecían y ahora que Bata se hallaba en la vejez su cuerpo se mostraba consumido, aunque todavía mantuviese la mirada bondadosa que siempre había poseído.

—Es herencia de mi padre —aseguraba Penw, orgulloso—. Lo único que el pobre fue capaz de dejarnos.

Sin hijos que pudieran hacerse cargo de él, la vejez de Bata se presentaba oscura como una tumba sellada; por eso, cuando vio aparecer a Penw y su familia, los cielos se le abrieron como por ensalmo y los ojos del viejo brillaron de alegría.

—Mi casa es vuestra, poco más puedo ofreceros, pero aunque humilde es un buen techo bajo el que cobijarse, y hasta posee un sicómoro.

La vivienda en cuestión se encontraba situada en las proximidades de Tebas, al sur de la ciudad. Se trataba de una choza de adobe, como la mayoría de las que se construían, que contaba con una sola habitación que servía para todos los usos de la vida diaria. Allí se cocinaba, se comía y se dormía, lo habitual en cualquier casa humilde. El sicómoro al que se refería Bata era un viejo árbol situado al otro lado del camino, cuyas ramas nervudas eran orgullo del vecindario, ya que el árbol era tenido como sagrado. La cabaña se hallaba en los primeros campos de labor que se encontraban al abandonar la ciudad. Era una tierra muy antigua, de las primeras en ser explotadas, y Bata se sentía muy honrado por vivir allí. Los campos habían pertenecido a los Dominios de Amón desde hacía siglos, y la familia del viejo los había trabajado desde tiempos inmemoriales. Allí habían nacido él y todos sus hermanos, y no deseaba otra cosa que permanecer en aquel lugar hasta que Anubis viniera a llevárselo.

Bata era un hombre muy religioso, para el que Karnak representaba todo lo bueno que le había dado la vida. Siempre había trabajado para el clero de Amón y este le había tratado con generosidad, como a uno de sus mejores hijos. La tierra había sido el trabajo de su vida, y cuando se quedó solo tuvo que contratar quien le ayudase a ocuparse de la labranza. Bata había enviudado siendo aún muy joven, y nunca volvió a casarse. Así, siempre que podía, se encaminaba al cercano templo para dar gracias al Oculto, de quien era un gran devoto.

En Karnak Bata era bien conocido, y a nadie le extrañó verle deambular entre sus solitarios patios cuando el templo fue clausurado por orden de Akhenatón. De este modo el viejo ayudaba aص muchos de los perseguidos que se ocultaban allí, al llevarles comida o cualquier otra cosa que necesitasen.

Aquel hombre era la bondad personificada, y al ver llegar a su hermano junto a toda aquella gente, su corazón se llenó de alegría, pues no había nada peor que la soledad para un pobre anciano como él.

—Veréis como nos las arreglamos —dijo Bata para darles la bienvenida—. Sois un regalo del cielo.

—¡Ah! —exclamó Penw con teatralidad—. Te presento a la gran dama Sothis, esposa del muy alto Neferhor, sabio entre los sabios, gran amigo que fue del dios Nebmaatra, que Osiris haya justificado. La muy noble Sothis se encuentra a mi cuidado; una gran responsabilidad, como comprenderás, hermano.

Bata hizo ademán de inclinarse ante alguien tan principal, aunque no tuviese ya el cuerpo para muchos protocolos. Pero Sothis se apresuró a impedírselo.

—Tú eres quien nos da cobijo en tu casa —dijo la nubia—. Somos nosotros quienes debemos rendirnos ante tu generosidad. Corres un riesgo al admitirme en tu hogar junto a mis hijos.

Bata pareció un poco sorprendido, pero enseguida miró a la dama con dulzura.

—Hoy Kemet se ha convertido en un camino de prófugos. La intransigencia da pie al abuso, y este a la anarquía. A veces pasan los sicarios del faraón para hacer rapiña con cuanto encuentran, pero a mí me dejan en paz. Será por lo viejo que soy. Aquí estarás bien, noble Sothis. Esta tierra es santa. Un buen lugar para los que huyen de la intolerancia.

La vida en aquella casa resultó toda una experiencia para Sothis. Hacinados en tan pequeño habitáculo la nubia participó de sus penas con aquella familia que le había brindado su ayuda, y se emocionó al comprobar cómo el anciano estaba dispuesto a compartir con todos ellos lo poco que poseía. Ella, que tan bien sabía leer en los corazones, se alegró de encontrar uno tan bondadoso, y advirtió que en aquel lugar sería feliz, pues se sentía rodeada por cuanto necesitaba.

Sothis ayudó en todas las labores que pudo, y al poco tiempo de encontrarse allí la magia que poseía se había extendido como un velo protector sobre la humilde choza. Nadie les molestaría y sus amigos percibieron cómo el poder misterioso de aquella mujer los envolvía de forma inexplicable. Al verla deambular por los campos cercanos, a todos se les antojó que una especie de sacerdotisa recorría el sagrado templo de la tierra para mostrarle su devoción. Sothis sonreía para sí. Algún día viviría en un lugar como aquel, en compañía de los suyos. El recuerdo de Neferhor siempre la acompañaba, y cuando se perdía entre los palmerales, camino del río, Sothis notaba su presencia, pues la memoria de su amado ocupaba su corazón.

En ocasiones la nubia perdía la mirada en la distancia para imaginar a su esposo, dondequiera que estuviese. Ella sabía que todas las fuerzas oscuras andaban tras él, y también que Neferhor se hallaba desamparado en un bosque lleno de peligros. Las fieras le acechaban, y Sothis era consciente de que, tarde o temprano, el escriba debería enfrentarse a ellas, pues nunca se libraría de estas.

Por las noches, antes de cerrar los ojos, la nubia pensaba en su marido. Estaba convencida de que, donde este se encontrara, miraría al cielo estrellado para buscarla entre los luceros. Aquel sería su último pensamiento. Ella debía aguardar a los acontecimientos, pues nadie podía interferir en estos. Formaban parte del propio destino que los unía a ambos y Sothis confiaba en él. Algún día volvería a ver a su gran amor, aunque tendría que aprender a esperar.

El llanto de los dioses
1

Estoy muerto. Mi cuerpo yace inerte sobre la dura piedra de lo que parece una mesa. Quizá sea la de los embalsamadores, aunque no veo a ningún Niño de Horus, ni los productos que estos acostumbran a preparar como ayudantes de su jefe, el Canciller del dios. El lugar no se me antoja la Sala de Anubis, más se asemeja a una tumba, ya que se trata de un lugar lóbrego, apenas iluminado. Unas débiles lamparillas de aceite irradian su luz mortecina sobre los muros para crear reflejos de ultratumba. Una pátina amarillenta los hace brillar igual que si fueran cadáveres de pétrea piel macilenta. La muerte resbala por las paredes, sin ninguna inscripción que le haga detenerse para leer algún conjuro. No hay nada sobre ellas, solo silencio y la pesada atmósfera que se respira en el interior de la sala. Pero ¿cómo era posible? ¿Por qué no existía ningún texto grabado en la piedra? Ni tan siquiera uno en el que se leyera mi nombre a fin de que no fuera olvidado. ¿Qué clase de tumba era aquella?

Sin embargo, yo era capaz de reconocerme. Mis restos se hallaban allí, y ello me animó sobremanera pues al menos podría unirme a mi cuerpo para descansar aquella noche. Desde el alto techo la escena cobraba una dimensión inusitada. Era una visión insólita de las cosas, que las hacía parecer distantes; recuerdos de un mundo al que ya no pertenecía.

Sin proponérmelo, noté la presencia de mi
ka
. Se encontraba allí, junto a mi cuerpo, al que no había abandonado desde que naciera. Sentí un gran alivio al saberlo pues ello me daba esperanzas de poder disfrutar de la vida en el Más Allá, como un «ser bienaventurado». Ya no había duda, era mi
ba
el que contemplaba el tétrico cuadro. Seguramente regresaba para unirme al difunto y poder descansar durante la vigilia. El hecho de que pudiera reconocerlo me llenaba de alegría, pues así mi alma no se vería obligada a vagar eternamente sin posibilidad de alcanzar el paraíso. La unión entre mi
ba
y mi
ka
me convertirían en un
akh
, y como tal disfrutaría de los Campos del Ialú por toda la eternidad.

Mas si mi
ba
regresaba al anochecer, después de gozar del paraíso desde que «saliera al día» por la mañana, significaba que había salido airoso de su paso por la Sala de las Dos Justicias. Mi alma había sido pesada en el Tribunal de Osiris y mis malas acciones no habían vencido el contrapeso de la pluma de Maat. Pero ¿cómo podía haber ocurrido algo semejante? Durante mi vida yo había hecho cosas terribles; traiciones impulsadasH por mi cobardía y mi naturaleza lasciva. Los bajos deseos habían derrotado a las virtudes, y como colofón mis manos habían cometido el más terrible de los pecados al dar muerte a mi propio padre. Si Ammit no había devorado mi alma ante semejante atrocidad era porque alguna divinidad debía de haber intercedido en mi nombre. Seguramente habría sido eso, aunque no acertara a comprender cómo lo había conseguido.

Luego mi
ba
volvió a reparar en las paredes, y en la falta de inscripciones. Sin una sola letanía grabada sobre ellas, se me antojaba imposible traspasar con éxito las doce puertas del Inframundo. ¿Cómo habría podido contestar con acierto las preguntas que me harían sus terribles guardianes sin la ayuda de conjuros en mi tumba?

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