El secreto del Nilo (112 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

—Permaneceré atento.

—Yo te enviaré mis mensajeros para que conozcas cuál es la situación. Ah, se me olvidaba —señaló Horemheb esbozando una media sonrisa—. Harías bien en felicitar a Tutankhamón antes de partir, pues espera un heredero.

Ankhesenamón paseaba por palacio con la mirada alegre y el corazón henchido de esperanza. Su vientre ya delataba su feliz estado, y ella lo acariciaba con cuidado, como haría con el recién nacido. Los jardines se le antojaban hermosos, los interminables pasillos menos inhóspitos, y hasta el aire había dejado de parecerle enrarecido. Aquel retoño lo cambiaría todo; su vida y también la del país de Kemet. Los chacales volverían a las necrópolis, donde quedarían prisioneros de su ansia, aprehendidos por cerrojos que ya nunca podrían abrir. La luz entraría a borbotones en la Tierra Negra, impulsada por el Atón, su padre, al que tanto había rezado. Un heredero era cuanto necesitabaոn para apartar las tinieblas que los aprisionaban, y al fin lo tendrían.

Sin embargo, aquella felicidad que la embargaba se veía amenazada por la sombra de un peligro cierto. Su esposo, el dios, había partido a la guerra al frente de su ejército, con la gallardía del gran faraón que quería ser. Verle desfilar en su carro dorado hacía evocar los tiempos de gloria, el esplendor de los años pasados. Tutankhamón estaba dispuesto a conquistar la tierra y mostrar el corazón de león que poseía. Verle sobreponerse a los problemas que le aquejaban era motivo de orgullo para su amada, y también de ternura. El pie del faraón empeoraba paulatinamente sin que los
sunus
lograran encontrar un remedio para su mal. Habían hecho todo lo posible para apaciguar a la iracunda Sekhmet, pero las ofrendas no habían dado resultado. Ankhesenamón aún recordaba cómo la enfermedad le había arrebatado a su pequeña hija, y ver a sus hermanas morir después de una lenta agonía. Si el Atón que representaba su mismísimo padre no había conseguido hacer nada por evitar tamañas desgracias, poco confiaba ella en la diosa leona. La Gran Esposa Real odiaba a Sekhmet y lo que representaba, pues su ira encarnaba lo que más aborrecía en el mundo. Ella creía en el amor, y su carácter dulce despreciaba la parte más vil del ser humano, la que le empujaba a satisfacer sus ambiciones al precio que fuese.

El ver al dios apoyado permanentemente en un bastón era algo que preocupaba a su esposa en aquellos momentos. Ir a la guerra en tales condiciones se le antojaba un riesgo que el joven rey parecía no ser capaz de calibrar. Además, durante los últimos meses había sufrido de fiebres, que le habían dejado extenuado. Los médicos aseguraban que algún súcubo debía de haber entrado en su cuerpo por la boca mientras dormía. La magia de los
hekas
poco había podido hacer por expulsarlo, aunque al final hubiera superado la altísima fiebre; sin embargo, esta lo había debilitado demasiado como para emprender una campaña militar de aquella índole. Ankhesenamón temía que algo irreparable pudiera ocurrirle a su marido, y en su fuero interno tenía el presentimiento de que el mal se cernía sobre él, a la espera de encontrar una oportunidad para hacerse presente.

Cuando la angustia la visitaba, Ankhesenamón pensaba en el niño que llevaba en su vientre, y en la necesidad de mantenerse firme y confiar en los dioses protectores, cualesquiera que fueran estos. Ay, el Divino Padre, la consolaba con sus sabias palabras. Su abuelo era ya un hombre de edad muy avanzada, y sus consejos tenían la virtud de tranquilizarla. Sentir su cercanía la reconfortaba, y solo deseaba ver de nuevo al faraón de regreso para contemplar juntos los ojos de su hijo cuando este los abriera por primera vez.

7

La guerra de los Seis Años iniciada por la alianza entre mittanios y asirios contra los hititas no fue suficiente para que estos vieran menoscabado su poder en Siria. Desde el sur, los egipcios intentaron recuperar sus posesiones, pero Suppiluliuma envió a sus generales Lupakki y Tarhunta Zalma, para hacer ver al ejército egipcio las pocas posibilidades que tendrían de vencerlos. Hubo refriegas y escaramuzas, y ambos contendientes se mantuvieron a la expectativa sin decidirse a iniciar un ataque definitivo. Los dos ejércitos deseaban evitarlo, por distintos motivos, y Horemheb, que se sabía inferior en número de fuerzas, se coDntentó con tomar algunas ciudades y permanecer con sus tropas al sur de Amurru, a la espera de acontecimientos.

El faraón tuvo oportunidad de participar en uno de aquellos enfrentamientos en el que sus tropas hicieron huir a un destacamento enemigo que acampaba cerca de Kadesh. Después de una rápida victoria, Tutankhamón se paseó por el campo sobre su carro de guerra al tiempo que lanzaba juramentos contra los «viles asiáticos» a los que habían derrotado. Sus caballos pisotearon a los vencidos, y el dios quiso inmortalizar aquel momento al grabarlo sobre la piedra de uno de sus templos. Las ruedas de su carro atropellaban a los caídos, como correspondía a un gran dios guerrero.

Después de que Tutankhamón sitiara Kadesh con sus tropas, este dio por terminada su aventura en Retenu, y a instancias de su general regresó a Kemet, pues la toma de la capital podría alargarse durante muchos meses.

«El Toro Poderoso ha mostrado su fuerza en la batalla —le aseguró Horemheb con solemnidad—. El vil asiático ha probado tu poder. Ahora sabe que Amón guía tu brazo, y se retiran para esconderse como conejos. Kemet reclama tu presencia para que puedas ser aclamado.»

De este modo Horemheb consiguió convencer al joven faraón para que regresara a Egipto. Durante la campaña, el militar había podido comprobar cómo la salud de Tutankhamón se resentía después de cada marcha, aunque el rey intentara sobreponerse con coraje. Aquel cuerpo, débil y enfermizo, estaba condenado y Horemheb no necesitó mucho tiempo para darse cuenta del verdadero peligro que corría Tutankhamón si continuaba la marcha. El joven faraón ya había conseguido su pequeño momento de gloria, y eso era todo cuanto el general deseaba. Si Tutankhamón llegaba a morir allí, todos sus planes se desmoronarían.

Cuando Nebkheprura llegó a Menfis fue recibido como un rey conquistador. Por primera vez en más de cincuenta años un dios guerrero regresaba victorioso de Retenu, aunque fuera de un combate que nunca pasaría a los anales de la historia. Amarró algunos prisioneros a su carro y los escarneció públicamente, como era costumbre. Amón había acompañado al soberano en la batalla, y todo el pueblo se regocijaba por ello.

Pero la inmensa felicidad que Ankhesenamón sintió con el regreso de su divino esposo se vio truncada inesperadamente por un hecho terrible. La tragedia vino a visitar a la pareja real para golpearlos sin piedad, allí donde más daño podía hacerles.

Una noche Ankhesenamón sintió dolores de parto. Su pequeño se adelantaba, pues solo llevaba siete meses de gestación. Los
sunu
acudieron al punto, y también las comadronas reales, que serían las que en realidad ayudarían a la reina en el alumbramiento, pues este se presentó prematuro y con los peores presagios, que enseguida se vieron cumplidos. El bebé nació muerto, y nadie pudo hacer nada por evitarlo. Había sido una niña, y el dolor se extendió de tal forma por palacio que Ankhesenamón fue incapaz de contener su pena, mientras su esposo pedía a los dioses una respuesta que estos nunca podrían darle.

Así era la vida en Kemet. Muchas de las familias del valle perdían a sus criaturas durante el parto, y uno de cada tres moría antes de cumplir los tres años. Eran leyes contra las que nada podíanÀre hacer. Solo llorar e intentar traer otro pequeño al mundo lo antes posible.

Eso fue exactamente lo que le ocurrió a la pareja real. Después de embalsamar a su niña y oficiar el funeral, Ankhesenamón volvió a quedarse encinta, y la luz se abrió paso de nuevo en el corazón de los monarcas.

Tutankhamón mostró otra vez su mejor sonrisa, y se dedicó a los asuntos de Estado en compañía de sus consejeros. Su primo Nakhmin estrechó sus lazos con él, y su amistad se hizo más fuerte. Nakhmin había conseguido un gran ascendiente sobre las tropas del Alto Egipto, que lo respaldaban, sobre todo los escuadrones de carros, pues no en vano el viejo Ay, su padre, había sido durante muchos años
imira sesemet
, jefe de la caballería.

Al fin y al cabo Nakhmin era un familiar, y el rey escuchaba con atención sus palabras con las que le aconsejaba que tuviera cuidado de no otorgar demasiado poder a aquellos que le rodeaban. «Mi padre, el divino Ay, y yo solo deseamos servirte para mayor gloria de Kemet», le aseguraba Nakhmin.

Así continuaron las cosas por un tiempo, y de Retenu llegaban noticias que hablaban de la ambigüedad de la situación.

—El general Horemheb pasará el invierno en Siria, majestad, pues es la única forma de evitar que los hititas vuelvan a invadir nuestro territorio en el valle de La Bekaa —le dijo un día Neferhor.

—Será una campaña larga —apuntó Tutankhamón—. Dentro de poco cumpliré diecinueve años y organizaré un gran ejército con el que acudiré a socorrer al bueno de Horemheb.

Neferhor asintió en silencio. De un tiempo a esta parte, el rey se mostraba más reservado, aunque le continuara profesando su afecto. El faraón se estaba haciendo un hombre, aunque cada vez pareciera encontrarse más consumido por las enfermedades que le aquejaban. Desde la Casa de la Correspondencia del Faraón, el
sehedy sesh
seguía con interés todo cuanto acontecía en Egipto y, sin poder explicárselo, tuvo un mal presentimiento.

Sekhmet se volvió a presentar de improviso, tal y como solía, tirando dentelladas a la vida, destrozando corazones, cubriendo de dolor a sus hijos más preclaros, iracunda entre rugidos.

La leona estaba desbocada, y no le importó repetir su visita a quienes ya había quebrado el alma. A los cinco meses de gestación, Ankhesenamón sufrió un aborto para perder el bebé que con tanta ilusión esperaba. Se trataba de otra niña, la tercera que perdía en sus veinticuatro años de vida. En esta ocasión nadie fue capaz de consolarla, y menos su real esposo, que se sumió en una extraña melancolía que le empujó al desánimo y al retraimiento.

A nadie se le escapaba el gran amor que la pareja se profesaba. Para el dios no había más mujer que Ankhesenamón, y el harén real no conocía sus pasos. Pero parecía que una suerte de maldición planeaba sobre ellos; un castigo del que ignoraban las causas. ¿Acaso no habían conducido a Kemet al antiguo camino? ¿Por qué los castigaban los dioses de aquella forma? ¿Qué más debían hacer para aplacarlos?

No había respuestas para tales cuestiones, pero una siniestra sombra se extendió sobre sus nombres como sinónimo de desgracia, y muchos creyeron que en verdad estaban malditos. Jamán serían felices.

Tutankhamón visitó con mayor frecuencia su pabellón de caza. En Guiza escapaba de su desgracia conducido por sus caballos hacia un lugar que él ignoraba por completo. Subido en su carro se dejaba llevar a través de la meseta al tiempo que abría nuevos caminos entre el mar de arena que se extendía hacia occidente. El viento le golpeaba el rostro mientras el faraón lo desafiaba para gritarle con fuerza su furia contenida. Él era el señor de toda aquella tierra, y hasta los elementos que la asolaban debían rendirle pleitesía.

Perdido en la inmensidad de las dunas, Tutankhamón cazaba cuantas piezas se cruzaban en su camino, como si al hacerlo descargara su frustración por el infortunio del que se creía prisionero. Allí, en la soledad del desierto, se sentía libre, y eso era cuanto le importaba. Su maltrecho pie apenas le sostenía en el cajón de su carro, pero él retaría a su adversidad y llevaría a sus corceles a galopar sobre el horizonte en busca del olvido, o lo que quisiera que el destino le deparara.

El taimado Shai siempre se encontraba en algún camino; oculto bajo cualquiera de sus infinitas formas, y no había nada más arriesgado que ponerse en sus manos. Puede que su decisión la tuviese tomada desde hacía mucho tiempo, o quizá fuesen los caballos quienes le invitaran a ello; estos corrían desbocados, como nunca antes, hacia el cruce de caminos que tarde o temprano todos encontramos en la vida.

8

Un murmullo de inquietud saturó el ambiente, y el viento se encargó de extenderlo hasta transformarlo en zozobra. No hay nada capaz de propagarse con mayor rapidez. Una suerte de plaga contra la que no existe remedio.

Cuando Neferhor se enteró de lo ocurrido acudió a palacio tan rápido como pudo. En sus pasillos los dignatarios formaban corrillos en los que hablaban en voz baja, y sus miradas huidizas apenas le saludaron cuando le vieron pasar. En una de las salas se encontró a Maya, el supervisor del Tesoro, que parecía muy afectado.

—Ha ocurrido algo terrible, noble Neferhor —se lamentó en cuanto le vio—. El infortunio anida en esta casa, no hay duda.

El escriba no ocultó su ansiedad, ya que no conocía los detalles. Maya le miró sin ocultar la emoción.

—El dios se ha caído del carro cuando cazaba cerca de Guiza. Un accidente terrible, pues al parecer iba a gran velocidad.

—¿Y cómo se encuentra el faraón? —preguntó Neferhor con ansiedad, pues se temía lo peor.

—Una de sus piernas se rompió de mala manera. Yo no le he visto, pero el Divino Padre me ha dicho que el fémur sobresalía por encima de la rodilla. Trajeron al dios desde Guiza en medio de grandes dolores, y los médicos han tenido que darle amapola tebana para que se tranquilizaƀoEra —señaló Maya, abrumado.

Neferhor se quedó lívido, y enseguida se hizo una idea de la gravedad del caso.

—Muchos advertían que algo así podía ocurrir —suspiró Maya—. En las condiciones en que tenía el pie, era una temeridad galopar como lo hacía el faraón. En los últimos días no podía mantenerse erguido sin su bastón, y el pie izquierdo aparentaba ser más largo que el derecho.

El escriba bajó la cabeza, ya que hacía mucho que él mismo había vaticinado un accidente como aquel.

—Pero ¿quién podía oponerse a que el dios cometiera semejante temeridad? Me resisto a pensar en las consecuencias —continuó Maya.

Neferhor miró al supervisor del Tesoro; a él también se le velaron los ojos, pues se acordaba de su difunto hijo Antef. Hubo que esperar a que Ay saliera de las dependencias privadas del rey para enterarse de la magnitud de la desgracia. El Divino Padre les miraba sin poder ocultar su tristeza, y les habló con la voz quebrada.

—Los
sunu
se temen lo peor. Han intentado reducir la fractura, pero la herida es muy mala. Hacen lo que pueden, y los
heka
han ido al templo de Sekhmet a implorar su ayuda. Rezad por el dios.

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