Los ejércitos de los dos generales se enfrentaron para conquistar el poder en la tierra de los faraones. Hermanos contra hermanos cruzaron sus armas para dirimir el futuro de un país que se encontraba ahíto de intrigas. Pero en aquella hora de poco valían en el campo de batalla. Un nuevo señor había venido desde el norte con el arrojo del que está dispuesto a jugarse todo en el envite. Al verlo aparecer sobre su carro de electro, los soldados de Nakhmin se sintieron sobrecogidos por la autoridad que aquel general desprendía con cada movimiento. Sus hombres lo observaban como si en verdad se tratara de un dios de la guerra redivivo. Horemheb los había conducido hasta Retenu, y había permanecido junto a ellos durante todo un invierno, en el que soportó sus mismas penalidades. En las difíciles condiciones que se encontraron, el hábil general supo sacar el mayor partido posible a estas, y conservar sus posiciones ante un enemigo que resultaba superior en número y armamento. Los veteranos le obedecerían hasta la muerte, y para ellos aquel nuevo general que había surgido del deseo de su padre, el faraón, no era digno de respeto.
Los últimos desastres militares ocurridos en Siria no habían ayudado a Nakhmin en absoluto. Ay lo había puesto al mando de aquellas tropas y, tras las derrotas sufridas a manos de los hititas, un sentimiento de desmoralización se había extendido entre sus hombres.
Cuando estos vieron avanzar a los
menefyt
sintieron un amargo regusto en la garganta. Con la mirada fiera y el cuerpo surcado de cicatrices, los veteranos se aproximaban altivos para avanzar al son que tocara la muerte aquel día. Junto a ellos se elevaban sus estandartes, orgullosos como siempre, y los tambores y trompetas tocaban un viejo himno que a todos emocionó. Era una marcha guerrera que el gran Tutmosis III gustaba de escuchar antes de ordenar el ataque a sus bravos soldados, capaz de contagiar el ardor que el gran faraón albergaba en su corazón.
Todos sin excepción quedaron impresionados por su significado. Sobre aquella tierra se ibaӀDR a derramar sangre egipcia. Los hijos de Kemet se disponían a morir al compás de una marcha gloriosa creada para unirlos en la lucha, y muchos sintieron que el ánimo les flaqueaba y que sus brazos se resistían a levantar sus mazas contra sus propios hermanos.
Lo que en principio se presentaba como un combate memorable se convirtió en una contienda menor. Apenas se cruzaron las armas, muchos de los soldados de Nakhmin se pasaron al enemigo. Horemheb era un auténtico militar, como ellos, y al verlo en toda su majestad al mando de sus tropas no tuvieron dudas acerca de la postura que debían tomar. Horemheb había demostrado estar decidido a devolver a Kemet su gloria perdida, y ellos le seguirían sin vacilar.
El choque se decidió en poco tiempo, y mientras unos pocos leales a Nakhmin se enfrentaban con los
menefyt
, el grueso de su ejército se abrazaba con sus compañeros de armas para dar la victoria al gran Horemheb, al que ya consideraban su salvador.
El general hizo prisioneros entre aquellos que se le habían opuesto, mas la victoria no resultaría definitiva si no capturaba a Nakhmin. Su satisfacción fue manifiesta cuando unos oficiales le entregaron el cadáver de su oponente. Alguien había acabado con su vida para hacer ofrendas al vencedor. Horemheb pronto se convertiría en dios. ¿Qué mejor sacrificio podrían ofrecerle?
El júbilo cubría la tierra de Egipto y en Tebas el entusiasmo se desbordaba por las calles entre el bullicio de una muchedumbre que se mostraba exultante. El cielo se mostraba de un azul intenso y la mañana lucía más luminosa que nunca, como si estuviera envuelta en un peplo bordado por las manos de los dioses. Seguramente todos se encontraban allí, pues era una fecha señalada en la que Kemet se postraba ante ellos para ofrecerles su devoción más profunda.
Era el mes de
paope
, segundo de la estación de la inundación, el más esperado del año en Tebas, puesto que en él se celebraba su festividad más importante, la fiesta de Opet. Como era costumbre, la tríada divina tebana se mostraría a su pueblo en un espectáculo grandioso en el que recorrería la ciudad y el sagrado Nilo para llenar de alegría cada rincón de la capital, desde Karnak hasta Luxor. Una conmemoración cargada de magia que aquel año revestiría tintes memorables, pues el nuevo señor de la Tierra Negra iba a ser coronado faraón en el templo de Karnak durante las celebraciones.
Nadie recordaba un hecho igual, que Horemheb había decidido celebrar con mucha perspicacia. Una coronación en un día como aquel le inmortalizaría como el más fiel adorador del Oculto. Se postraría a sus pies para que fuese reconocido como hijo suyo y así poder recibir la divinidad.
Horemheb era de origen plebeyo, y ante las puertas de Ipet Sut compareció en compañía de su dios protector, Horus de Hutnesu, su ciudad natal, para que este lo presentara al gran padre Amón. Así lo escribiría el rey en la piedra, y así sería aceptado por todos.
Junto al embarcadero de acceso al templo lo aguardaban los grandes profetas y altos dignatarios. Vրg@estido únicamente con un
sendyit
, Horemheb penetró en Karnak acompañado por estos, hasta llegar al primer patio. Próximo a los dos grandes obeliscos levantados por Tutmosis I y su nieto Tutmosis III, uno de los sacerdotes, cubierto con la máscara de halcón de Horus, y otro que representaba a Atum, lo asieron de ambas manos y, tras orar en una capilla situada junto al cuarto pilono, lo llevaron a la primera sala en la que se iniciaría su transformación divina.
Neferhor se encontraba allí, y con emoción contenida vio cómo su amigo desaparecía entre los inmensos muros que tan bien conocía. Sin dificultad pudo imaginar su recorrido y también lo que le esperaría en cada patio, en cada capilla. El futuro faraón debía ser purificado, y en uno de aquellos patios se encontraría con cuatro sacerdotes que encarnarían a Thot, Set, Horus y Dunanui como los protectores de los cuatro puntos cardinales. Estos verterían agua sagrada sobre Horemheb para transformar su naturaleza y así poder presentarse sin temor ante los dioses. De este modo estaría listo el celebrante de proseguir su camino hacia las capillas que evocaban al norte y al sur, donde otros sacerdotes que hacían las veces de las diosas Isis, Neftis, Neit y Nekhbet le acompañarían a la presencia del sacerdote
inmutef
, cubierto con una piel de leopardo, quien sería el encargado de colocar sobre la cabeza del rey todas las coronas que llevaría durante su reinado: la de las Dos Tierras, llamada
pschent,
la
atef,
la
ibes,
la azul
khepresh
que portaría en la batalla... Con esta última Horemheb se encaminaría hacia el quinto pilono para luego girar a su derecha hacia la penumbra de la capilla en la que Amón bendeciría su corona. Después, el nuevo soberano continuaría hacia el corazón de Karnak. En lo más profundo del templo completaría los ritos que habrían de convertirle en dios. Los escribas tendrían preparados para él los cinco títulos con los que se entronizaría. Sus nombres como soberano del Alto y Bajo Egipto. Para gobernar, Horemheb había elegido el de Djoserkheprura-Setepenra, «santas son las manifestaciones de Ra-elegido de Ra». Así aparecería en su cartucho real, para que los tiempos supieran de su grandeza y de cómo un plebeyo había llegado a convertirse en faraón.
Ahora que Amón lo había reconocido como a su hijo, y le había impuesto con sus manos la corona
khepresh
, Horemheb ya podía mostrarse como rey ante sus súbditos, y los sacerdotes enmascarados con los atributos de los dioses de Kemet procederían a la ceremonia de su coronación.
Las diosas protectoras de la realeza por excelencia; Nekhbet, el buitre del sur, y Wadjet, la cobra del norte, serían testigos del acto. Estas acompañarían siempre al faraón, vigilantes, para apartar a los enemigos del rey con su poder. Ante ellas Horemheb fue ungido con la doble corona blanca y roja, del Alto y Bajo Egipto, y acto seguido se amarrarían en un pilar los símbolos del norte y el sur; el papiro y el loto, en la evocación del
sema-tawy
, la unión de las Dos Tierras. Egipto nunca sería nada sin la unificación de su territorio, y así se había comprendido desde la primera dinastía.
Ya proclamado faraón, Horemheb saldría del templo sosteniendo el cayado y el flagelo, símbolos de su autoridad, para mostrarse en toda su majesۀɳtad. Los hombres y mujeres se echarían de bruces para mostrar sus espaldas, y el que fuera general daría así constancia de su poder. Kemet entraba en una nueva era, libre por fin de las ideas que lo habían encorsetado durante años. Djoserkheprura tomaba el poder para ser garante de que estas quedarían desterradas para siempre, y a fe suya que lo cumpliría.
Todo terminó tal y como Neferhor imaginó, y ya investido como dios de Kemet, Horemheb dio inicio a la bella fiesta de Opet, entre el regocijo de un pueblo que se mostraba entregado a su señor.
Una gran procesión en la que los sacerdotes llevaban sobre sus hombros las barcas sagradas de los dioses tebanos se dirigió hasta el embarcadero, donde fueron depositadas junto con sus capillas en las naves que las transportarían, río arriba, hasta el pequeño puerto del templo de Luxor. El faraón se embarcó a su vez junto a la sagrada flota para acompañar a la comitiva fluvial entre cánticos, alabanzas y muestras de gran alegría. Toda Tebas aclamaba desde la orilla el paso del cortejo, ya que por fin los dioses se encontraban otra vez en una comunión perfecta. Ahora las cosechas serían buenas y la abundancia retornaría a la tierra de Egipto.
La barca de riquísimo cedro del Líbano rematada con metales preciosos, construida por orden de Nebmaatra, que atendía al nombre de
Userhet
, llegó a Ipet Reshut, Luxor, para ser transportada en medio del júbilo en solemne comitiva hasta el templo. En su entrada, las ofrendas se acumulaban por doquier, generosas, pues el pueblo se hallaba enfervorecido. El fastuoso cortejo entró seguidamente en el santuario, en cuyo sanctasanctórum quedarían recluidas las imágenes divinas en medio del más absoluto hermetismo durante casi dos semanas. Amón se uniría mágicamente con la madre del faraón para crear así un
ka
divino en una suerte de teogamia tras la cual Horemheb saldría del templo como un verdadero dios, para mostrarse ante su pueblo como hijo del Oculto.
Finalizada la transmutación divina, el cortejo de dioses retornaría a Karnak otra vez, en medio de más cánticos y algarabía por parte del pueblo. El nuevo faraón era ahora hijo verdadero de Amón, y Tebas se vería bendecida por tal motivo. Amón regresaría a la penumbra de su capilla en Karnak, y el monarca volvería al palacio de Malkata para disfrutar de su nueva esencia e impregnar a sus súbditos con ella.
Egipto retornaba a los tiempos de la opulencia, con sus dioses ancestrales como garantes.
A Neferhor el aire le pareció suavemente perfumado. Le traía recuerdos de toda una vida al tiempo que le invitaba a entrecerrar los ojos y abandonarse a sus sentidos. Sentado sobre la basa de una de las ciclópeas columnas del templo, el escriba se dejaba acariciar por el sol de la mañana, como si en verdad le bendijera. Ra-Khepri se mostraba más luminoso que nunca, o al menos eso le parecía al
sehedy sesh
, y al elevarse hasta su zenit cubriría Tebas con aquella atmósfera que solo allí era posible disfrutar. La capital espiritual de Egipto tenía luz propia; quizá porque formaba parte de la divina naturaleza que el rey de los dioses le había conferidހH}o. Era como un sello de identidad que le acompañaría a través de los milenios; incluso cuando la santa ciudad de Amón hubiese desaparecido. En los tiempos venideros, seguramente las gentes se preguntarían el porqué de aquella circunstancia, ignorantes de que, aunque las ruinas llegaran a cubrir algún día aquella tierra, esta siempre sería sagrada, y el Oculto permanecería en cada uno de los bloques de piedra olvidada, pues estos siempre se encontrarían impregnados por su espíritu.
Tales consideraciones corrían por el corazón de Neferhor, que pensaba en lo que los siglos venideros harían de aquel lugar. Después del abandono sufrido durante tantos años, Karnak había vuelto a la vida con mayor fuerza si cabía, y al escriba le dio por preguntarse si el sagrado templo sería algún día víctima del desamparo perpetuo.
Una voz que conocía bien le hizo regresar al patio en el que se encontraba, y el escriba puso una de sus manos de parasol para poder ver mejor a su amigo.
—Resulta cruel para un buen hijo abandonar durante tanto tiempo la casa de su padre, ¿verdad?
—Han pasado cuarenta años desde que el buen Sejemká me acompañara un día para dejar el templo.
—Demasiados, aunque no por ello hayas dejado de servir a nuestro señor.
Neferhor observó un instante a Wennefer, que le sonreía.
—Acompáñame —dijo este—. Es hora de que demos un paseo juntos por Karnak, como hacíamos en nuestra juventud.
El escriba se incorporó, y ambos amigos se pusieron en camino para dirigirse a la capilla de la Oreja que Escucha que tantos recuerdos les traía.
—Karnak ha despertado de nuevo —señaló Wennefer, mientras observaba la gran actividad que reinaba en el templo.
—Y lo hace con renovado ímpetu. Mi corazón se alegra al ver cómo los servidores de Ipet Sut se afanan en sus labores.
—Es hora de que Amón recupere cuanto le pertenece, aunque queda mucho por hacer.
—Como tú siempre dices; el tiempo para nuestro padre tiene un significado diferente.
—Gracias a eso hoy vuelve a ser rehabilitado en su justa medida. Él sabía que todo esto ocurriría, mucho antes de que tú y yo aprendiéramos las palabras de Thot en la Casa de la Vida de este templo.
Neferhor permaneció en silencio.
—Es su grandeza —prosiguió Wennefer—. Por ello su poder trasciende a todo lo conocido. Como te dije, antes de que viniéramos aquí el Oculto había decidido la forma en que le serviríamos. Él es capaz de ver donde nadie puede; por eso nos eligió.
—Hubiera querido ser un simple sacerdote
web
dedicado al estudio de los textos anti տguos —se lamentó el escriba—. ¡Qué distinta ha sido mi vida!
—Era la que se esperaba de ti.
Neferhor se detuvo un instante para mirar a su amigo.
—Siempre me he preguntado el porqué de lo que dices. Una mañana salí de este templo como si fuera un apestado, entre el misterio y la clandestinidad. La mayoría pensó que no era digno de estar aquí, y nunca entendí el motivo por el que se me apartaba. Todo fueron vaguedades a mi alrededor. Entelequias por las que nunca estuve seguro de cuál era mi lugar —se lamentó el escriba.