El secreto del Nilo (118 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Mi majestad determina librar a Kemet de todo caos y destruir la falsedad...

De esta forma comenzó Horemheb a dictar el edicto a su viejo amigo. En él iba a hacer hincapié en esforzarse por restaurar la honestidad y la justicia y hacerla eficaz para los ciudadanos. En su proclama, el faraón reorganizaría la jurisdicción administrativa para todo aquel que se considerara víctima del abuso de los funcionarios o de la injusticia de los jueces.

Para ello el Estado se apoyará en sus visires, los dos magistrados supremos del Alto y Bajo Egipto con sede en Tebas y Heliópolis, nombrados directamente por el señor de las Dos Tierras. Dichos magistrados deberán entrevistarse con el faraón cada cuatro meses para hacerle entrega de los archivos correspondientes. De este modo obedecerán siempre las consignas del Dominio Real y las leyes inscritas en dichos archivos
—proclamaba Horemheb—
. Los magistrados serán en todo momento hombres discretos y justos, capaces de averiguar los pensamientos y honestos para que no permitan sentirse influidos ni comprometidos con la gente.

Asimismo no aceptarán gratificaciones a terceros, ni se aprovecharán de su cargo ya que se deben al faraón a quien prestan servicio.

Acto seguido Horemheb hacía hincapié en la necesidad de prohibir aceptar cualquier tasa a los tribunales:

Para ello su majestad estipula que cada juez obtenga su remuneración por cuenta del Estado con puntualidad, pero no se impondrá ninguna tasa en oro, plata o cobre por tal concepto, ni por los visires ni miembros de los consejos judiciales.

Después el monarca se ocupó de los fraudes y de cómo acabar con el crimen en el país de Kemet, para buscar el bienestar de su pueblo, liberarlo de toda opresión y descubrir los abusos cometidos en las Dos Tierras.

... Se castigará con implacable rigor a los funcionarios y soldados que, abusando de su poder, roben cosechas o ganado de los campesinos con el pretexto de impuesto o requisas. La ley será aplicada con la máxima severidad. A los funcionarios se les condenará a cortarles la nariz, y los soldados recibirán cien bastonazos. Se infligirán las penas más duras a los jueces que se entiendan con los recaudadores de impuestos para compartir el expolio. El delito más grave es, sin duda, el del magistrado que se deje comprar. Su castigo será la muerte. Pero no será suficiente con impedir los actos de violencia, pues es necesario proteger a los desgraciados contra las exenciones del Fisco.

El rey también ordena, bajo penas más severas, respetar los medios de trabajo de los insolventes. Se prohíbe a los agentes del Fisco embargar la barca del insolvente o apoderarse del trigo que necesite para vivir.

También se prohíbe la requisa de esclavos de los agricultores y el apartarlos así de su trabajo normal. Toda requisa en casa del pobre debe suspenderse y el Fisco en tales casos dará muestras de humanidad.

Por otra parte, cuando los campesinos no tengan posibilidad de devolver los animales que les prestaran, no se tendrá prisa en arrestarlos ya que deben escucharse sus razones y confiar en su buena fe.

El faraón manifiesta que no es suficiente con garantizar la justicia a su pueblo, sino que quiere aliviar la miseria de los pobres. Por este motivo su majestad ordena que todos los meses se celebre una gran fiesta en la ciudad de Tebas, ante su presencia, en la que el pueblo podrá disfrutar de buena comida con pan y carne de las reservas reales, y asimismo podrán recibir trigo y cebada; hombres y mujeres sin excepción...

Por otra parte, el decreto acababa con la terrible carga que suponía para los alcaldes el mantener a los cortejos reales cuando estos se detenían para descansar durante sus trayectos por el país, y finalizaba con estas palabras:

Su majestad legisla para Egipto con la finalidad de que sus habitantes vivan con prosperidad, mientras permanezca en el trono de Ra.

Este es el decreto de Djoserkheprura-Setepenra, dios de la Tierra Negra, y así ha de cumplirse.
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Cuando terminó de escribir las palabras en el papiro, Neferhor se mostraba emocionado. La restauración que en su día comenzara Tutankhamón cobraba ahora fuerza de ley con un edicto que aseguraba la protección de los más débiles y perseguía los abusos y la prevaricación de los altos funcionarios que tanta corrupción habían traído a Kemet. Ambos amigos se miraron unos instantes.

—Jamás tuvo Egipto leyes más justas —dijo Neferhor.

—Así serán proclamadas por toda la Tierra Negra, amigo mío. Nuestros ojos no deben volver a presenciar el atropello si en verdad queremos sentirnos dignos de los dioses que un día nos gobernaron.

Neferhor asintió satisfecho.

—Ahora que has terminado tu cometido eres libre de regresar a Karnak, para servir a mi padre —señaló el rey—. La Casa de la Correspondencia del Faraón te echará de menos después de tantos años.

—Cumple sus funciones como debe. Por eso te adelanto, mi señor, que Kemet haría bien en prepararse para cuando le llegue la hora. Antes o después tendrá que combatir contra el Hatti.

—Algún día la guerra será inevitable, pero todavía no. Mi reinado será pacífico y servirá para que mi pueblo retome el camino de la prosperidad. Confío en que los dioses vuelvan a sonreírnos como antaño.

Antes de abandonar la sala, Horemheb se aproximó a Neferhor y puso ambas manos sobre sus hombros.

—Serviste bien a Kemet durante muchos
hentis
, buen escriba, y ante todos serás proclamado Amigo del rey.

A Neferhor se le velaron los ojos.

—Mas antes de irte deberás decirme algo —señaló el faraón en tono burlón—. Siempre sentí curiosidad por saber cómo conoces lo que nos deparará el río cada año.

El escriba sonrió malicioso.

—Hice un trato con Hapy, el señor de las aguas, cuando yo era un niño. Él me enseñó su lenguaje y me pidió que nunca contara a nadie sus secretos.

Horemheb lanzó una carcajada.

—Dime al menos si nos favorecerán las cosechas.

—Serán magníficas. Como corresponde a un gran faraón.

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El anciano suspiró con resignación mientras alzaba la vista del papiro, y durante unos instantes su mirada pareció perderse entre los recuerdos de toda una vida. Las luces y las sombras se asomaban a su corazón para disputarse un lugar en su conciencia, aunque después de tanto tiempo él ya hubiera asumido el peso de sus actos y también sus consecuencias. Sus pecados se le antojaban como las moles de piedra que los dioses erigían en aquella tierra desde épocas ancestrales. Piedras levantadas para que fueran eternas y contra las que el hombre poco podía. Solo cabía la indulgencia de quienes le juzgarían pues, al fin y al cabo, nunca podría renunciar a su naturaleza humana. Su único anhelo había sido convertirse en un humilde remedo del divino Thot a quien, en realidad, había servido toda su vida de corazón. Conocer el porqué de cuanto le rodeaba era todo lo que había deseado, y ello debía servirle como dispensa ante el Tribunal y también ante el mismo Thot, de quien esperaba su indulgencia a la hora de anotar las culpas.

Al cabo el viejo parpadeó, como regresando de su ensoñación, para observar sus manos. Estas eran pálidas, y con tal profusión de venas que creaban en sus dorsos un curioso efecto azulado que las hacía parecer translúcidas. Aquello le satisfizo, y acto seguido cogió el cálamo para deslizarlo por el papiro casi entre susurros, rozándolo lo imprescindible, con la maestría propia de quien llevaba toda su vida haciéndolo.

El cálamo, se dijo en un murmullo. Un objeto insignificante que, sin embargo, había resultado ser más poderoso que todos los arcos que se postraban a los pies del faraón.

No había tenido más arma que aquella, y Neferhor lo observó una vez más, como si quisiera expresarle su eterno reconocimiento. Solo el que había aprendido las palabras de Thot conocía el enorme poder que se escondía en cada trazo sobre el pergamino; en cada jeroglífico. Aquel útil lo había llevado donde nunca hubiera soñado, de forma prodigiosa, pues toda su vida le parecía un milagro.

Al hacer recuento de esta, el viejo escriba se había sorprendido de cuán pródiga había resultado ser con él, ya que todas las desventuras que le había reservado habían terminado por conducirle a mejores tiempos, donde a la postre había encontrado la felicidad.

Neferhor sonrió satisfecho, y a continuación su vista se perdió por entre los palmerales situados al otro lado del río. El día era espléndido, y las copas de los árboles dibujaban sus caprichosas formas para recortarse sobre un horizonte pintado de añil. No había un lugar en Kemet que se le pudiera comparar, ni un aire capaz de ofrecer mayores fragancias, con todo lo bueno que alcanzara a desear el hombre.

Por fin el escriba había regresado a su verdadero hogar, aunque hubiera tardado demasiados años en hacerlo, acaso toda una vida. Ipu era su tierra, y esta había terminado por reclamarle para saber qué había sido de él durante tanto tiempo, y también para recibirlo como a su hijo más amado.

Egipto había decidido mostrarse generoso con el escriba hasta el final, y así se lo había manifestado. Después de abandonar la corte, Neferhor sirvió en Karnak como siempre había deseado; entre viejos manuscritos y textos secretos. Su ansia por profundizar en los conocimientos herméticos le llevó a convertirse en un hombre sabio y respetado. Un gran mago que conocía el significado de cada conjuro y el verdadero poder de la palabra. Desde su función como gran celebrante de Amón, Neferhor fue testigo del final de una época y el comienzo de otra. Tal y como había deseado Horemheb, su edicto significó la conclusión de los abusos que se hab0uían venido cometiendo en Kemet desde hacía siglos, y para que así constara, el faraón erigió una estela junto al décimo pilono de Karnak en la que inscribió su decreto.

El pueblo recibió con alborozo aquella ley que por fin les hacía justicia, y durante todo el reinado de Horemheb Egipto disfrutó de paz y prosperidad, mientras los dioses bendecían de nuevo la Tierra Negra.

El faraón se hizo rodear por funcionarios competentes que sacaron el país adelante. El viejo Maya continuó como supervisor del Tesoro, y Parameessu y Usermontu fueron nombrados visires del norte y del sur. Paser ejerció como virrey de Kush, y Amenemopet estuvo al cargo de los graneros del Alto y Bajo Egipto para que nunca escaseara el grano.

En Karnak, Wennefer continuó como primer profeta, y el bueno de Neferhotep se convirtió en
iti netcher
, Padre del Dios, un título de alto rango.

Neferhor y su esposa no volvieron a separarse nunca. Sothis y él formaban un solo
ka
desde hacía mucho tiempo, y disfrutaron de la felicidad que les regalaron los dioses. Sus hijos vivieron su propia aventura de la vida, como ellos deseaban, y ambos esposos continuaron amándose envueltos por aquella magia que Sothis había tejido con tanta sabiduría. La mano del hombre nunca podría atravesar aquel velo, y con el correr de los días este se hizo tan fuerte como las raíces del árbol que ellos habían creado con su amor. Del tronco surgieron nuevas ramas, y de este modo su descendencia se multiplicó hasta ser capaz de dar frondosidad a aquel árbol que siempre crecería recto.

Así pasaron los años, y Amón decidió bendecir al hijo que tanto amaba con prodigalidad. Una tarde, Wennefer comunicó a Neferhor que el Oculto había decidido entregarle uno de sus dominios para su disfrute. La tierra no era otra que la que él mismo había trabajado de niño, el lugar donde naciera. Amón le donaba los doce
seshat
en propiedad, para que sus descendientes pudieran alabar en su día al señor de Karnak; aquel que nunca olvida a quienes le sirven bien.

El viejo escriba construyó una casa cerca del río y permitió a los campesinos que labraban parte de los campos vivir en aquella tierra, pues esta continuaba siendo para él un bien preciado. Allí se instaló con su esposa, y en ocasiones se acercaba hasta la choza que le viera nacer, en la que pasaba largos ratos entre sus recuerdos.

Él y Sothis paseaban por las orillas del río, cogidos de la mano, dejándose llevar. La nubia captaba la fuerza de aquella tierra que rebosaba vida allá donde se encaminara. Era un lugar hermoso en el que poder permanecer para siempre. Todo en lo que creía se encontraba allí, y Sothis se sentía parte de la naturaleza que la rodeaba pues no en vano aquel era su templo.

Sus nietos y bisnietos llenaron de alegría su casa, y Neferhor y su esposa les mostraron lo que en realidad importaba en la vida. Ambos envejecieron, aunque al escriba Sothis siempre le pareciese joven, y tan misteriosa como el primer día que la amó.

Con el paso del tiempo, los hombres que habían formado parte de su propia historia fueron desapareciendo. Horem'Xheb murió sin descendencia, y fue sucedido por su visir Paramessu, que también ostentaba diversos cargos militares de alto rango. Paramessu procedía de una humilde familia del Delta, y había comenzado su carrera militar como simple soldado. Se entronizó con el nombre de Menpehtire, «eterna es la fuerza de Ra», y con él comenzaría una nueva dinastía, la XIX, en la que se le conocería como Ramsés I.

Con Horemheb finalizaba una época que resultaría irrepetible. Después de doscientos cincuenta años, la XVIII dinastía terminaba de forma abrupta, tras desangrarse en su propia grandeza. Neferhor no pudo evitar sentir nostalgia del mundo que había conocido, y en no pocas ocasiones evocaba a los dioses a quienes sirvió. Nebmaatra, Akhenatón, Nefertiti, Tutankhamón, Horemheb... A su manera todos fueron grandes, aunque no le correspondiera a él juzgarlos. Fueron protagonistas de su tiempo; un tiempo que siempre terminaba por cumplirse y del que Amón había demostrado ser señor absoluto. Tenía razón Wennefer al asegurar que el Oculto lo controlaba todo. El dios de Karnak había salido triunfante de aquella guerra que jamás olvidaría. Su venganza estaba cumplida, y Kemet perseguiría la memoria de aquellos que se habían atrevido a alzarse contra el gran padre Amón, hasta que sus nombres quedaran olvidados para siempre.

Neferhor regresó de sus pensamientos y dirigió su mirada hacia el río. Nunca se cansaba de hacerlo, y al observar la suave corriente se acordó de su gran secreto, y el misterio que siempre se había tejido a su alrededor por parte de los hombres. El escriba rio con suavidad. En realidad todo era tan sencillo como natural, y solo su curiosidad y capacidad de observación le habían llevado a descubrirlo, siendo todavía un niño. Su atracción por los cocodrilos había sido la llave para adivinar cuál sería el nivel de la crecida, ya que un día se percató de que los reptiles solían poner sus huevos en un terreno que siempre se veía libre de las aguas, aunque próximo a estas. Los cocodrilos demostraban así su sabiduría, pues de alguna forma intuían hasta dónde llegaría la avenida. Ese era el secreto del Nilo, el que sus aguas le habían confiado.

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