El secreto del Nilo (114 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Para Neferhor, los años de reinado de Ay supusieron un período de tranquilidad como no había conocido. Los archivos de Akhetatón se habían cerrado definitivamente, y toda la actividad de la Casa de la Correspondencia del Faraón se hallaba centralizada en Menfis, igual que ocurriera antaño. Los conflictos y desavenencias con los reinos del norte de Siria continuaban, como de costumbre, y Nakhmin, el general preferido del faraón, había pasado a ocuparse de las tropas acantonadas en Retenu, así como de salvaguardar unas fronteras que eran atacadas sistemáticamente. Los hititas no olvidarían nunca la muerte del príncipe Zannanza, y Suppiluliuma instigaba a sus hombres, una y otra vez, para que penetraran en tierras de Retenu y cometiesen pillaje. Las frecuentes derrotas del ejército egipcio a manos de sus enemigos llegaron a crear un cierto grado de desmoralización, y también de malestar entre los mandos militares. Kemet parecía batirse en retirada de su maltrecho imperio, y la labor de los embajadores se hizo más delicada que nunca.

Zalmash miraba con resignación a su superior. La maquinaria bélica del Hatti resultaba imparable para Kemet, y veía difícil que este pudiera mantener su menoscabada influencia durante mucho tiempo.

Neferhor observaba cómo los hititas aumentaban su poder en la región, al tiempo que consolidaban el reino de Amurru como un estado vasallo que cumplía las funciones de tapón para cualquier intento de invasión de su país por parte egipcia.

Horemheb escuchaba sus razones con atención, pero se abstenía de realizar ningún juicio. Su esposa Amenia había fallecido, y el general parecía sumido en una especie de postración desconocida para su amigo.

—Solo me ocupo de su recuerdo —se lamentó Horemheb—. Ella ha sido la única mujer para mí.

—Me hago cargo —respondió Neferhor, que no sabía cómo consolarle.

—En fin. Los dioses nos dan y también nos arrebatan. Cuando vienen por nosotros lo hacen contra aquello que más queremos.

El escriba asintió, y como siempre que hablaba de aquellos temas se acordó de su difunto hijo.

—Ahora me ocupo de mi tumba de Saqqara, ¿sabes? —continuó el general—. Ya está terminada, y es hermosa y muy apropiada para pasar en ella la eternidad que aguarda a mi alma. Mi esposa me acompañará, y así podremos continuar juntos.

—Yo también poseo una tumba en la necrópolis. El gran Nebmaatra me permitió construirla hace muchos años. Es agradable a mis ojos, y en ella reposa mi hijo Antef —apuntó el escriba.

—A eso nos veremos reducidos tarde o temprano. Un buen lugar de descanso es todo cuanto deberíamos anhelar.

Neferhor asintió en silencio. El general se hallaba en verdad pesimista, y el escriba prefirió no abrumarle con las malas noticiˀ[as de Siria. Sin embargo, Horemheb, perspicaz como de costumbre, adivinó sus pensamientos.

—Se trata de una guerra que no podemos librar —dijo de repente—. Es preferible mantener el tipo con algún que otro alarde inocuo y esperar a mejores tiempos.

—Como tú bien vaticinaste, los dioses no parecen dispuestos a darnos su favor en este particular.

Horemheb hizo un gesto de impotencia.

—Continúan reacios a regresar a su tierra —señaló—. A ellos no se les puede engañar.

—Temo por ello, amigo mío. Muchos hubiéramos deseado verte en el lugar que te corresponde.

El general miró al escriba un instante.

—Ese es el que ocupo en la actualidad, aunque tú no lo creas. Junto a mis hombres soy feliz. Deseo apartarme de todo lo que pueda recordar al gran hereje.

Neferhor no pudo disimular un gesto de sorpresa, puesto que Akhenatón había nombrado general a aquel hombre.

—Sí, ya sé lo que piensas —se apresuró a decir Horemheb—. Yo serví con lealtad a Neferkheprura-Waenra, aunque luego se cambiara el nombre. Para mí su ideal murió con él; luego no tuvo razón de ser. Las ambiciones surgidas alrededor de su revolución hace tiempo que debieron desaparecer; no han traído más que miseria a esta tierra.

—Pero Ay les dará continuidad en la persona de su hijo. Nakhmin se pasea como si se tratara de un verdadero corregente. El anciano faraón está achacoso y todo apunta a que podría convertirse en el próximo Horus viviente.

Horemheb le miró con malicia.

—No conviene apresurarse, querido escriba. No olvides que Horus es mi patrono.

Para Neferhor, su familia era todo cuanto le quedaba después de una vida salpicada de caminos sinuosos. En este aspecto Shai lo había favorecido, y él se sentía dichoso de haber conseguido un tesoro como aquel. Sus hijos habían cumplido cualquier expectativa que pudiera albergar. Nebmaat trabajaba como escriba judicial en uno de los tribunales de Menfis, y Muthotep había ingresado en la Casa de la Vida de Ptah para convertirse en
sunu
. Según ella, la medicina era la única ciencia en la que se podía dar cabida a la sabiduría de los hombres y a la de los dioses. La joven ansiaba el conocimiento por encima de todo, y Neferhor se sentía orgulloso por ello, pues le recordaba a él mismo en su juventud. La magia que poseía su hija la ayudaría a convertirse en una reputada médico, ya que Muthotep parecía haber heredado todas las virtudes de su madre.

Sothis... Su esposa continuaba encendiendo la pasión del escriba después de treinta años juntos. Por las noches ambos se amaban envueltos en el misterio que la nubia llevaba consigo como si se tratase de una segunda piel. El tiempo no parecía pasar para su amada, y cuando él desfallecía entre sus piernas agotadoˀsi por el frenesí, ella le sonreía para dar paz a su
ka
y hacerle ver lo que en verdad importaba en la vida. Su amor era un bastión tan grande, que ni todos los ejércitos de la tierra podrían mancillarlo.

—Pronto nuestros hijos partirán para seguir su camino —le susurró Sothis una noche tras hacer el amor—. Así debe ser.

Neferhor se movió inquieto, pues aquella idea no le gustaba en absoluto.

—Estaremos solos —susurró él.

—No, estaremos juntos.

El escriba se incorporó ligeramente, pues siempre se sorprendía por los juicios de su esposa.

—Tienes razón, como siempre. Volveremos a sentirnos como los amantes que se encuentran en la soledad de la noche.

—Será toda para nosotros. No olvides que nuestros
kas
son solo uno. Viviremos con plenitud lo que la vida nos tenga reservado.

—La vida... Qué gran misterio.

—Somos hijos de él, y eso es cuanto debemos aceptar. Cuando ya no estemos aquí formaremos parte de otro mucho más profundo.

—Ya sé que no crees demasiado en nuestros dioses; pero no me importa. Siempre has vivido rodeada por un velo de hermetismo que nadie puede penetrar. Cualquiera que sea el dios al que te encomiendes, es tan poderoso como todos los que se adoran en Kemet.

Sothis rio con suavidad.

—Soy solo una parte del todo que nos da la vida. De niña fui consagrada a la Gran Madre y siempre me he atenido a sus leyes.

—Desde el primer día te tuve por una especie de sacerdotisa de Geb.

Sothis volvió a reír.

—Eres incorregible. Escucha; más allá de los dioses existe un gran enigma del que todos formamos parte, como tantas veces te he dicho. No podemos comprenderlo porque nos es imposible descifrar su significado. Este resulta mil veces más hermético que los textos secretos que tanto te gustan, por eso tratamos de acomodarlo a nuestra ignorancia y buscar respuestas que nos convengan.

—Hablas de los dioses como si se trataran de seres insignificantes.

—Ja, ja... El más sabio de todos ellos bebió de las fuentes de las que te hablo.

—Desde luego que estoy casado con una
heka
—murmuró Neferhor mientras se apretaba más contra ella—, aunque lo haya sabido desde el primer momento.

—Soy una hechicera llegada del lejano sur. La tierra de laˀ magia oscura, ¿verdad?

—Que me enardece con el olor de su piel y el tacto de sus manos. Me rendí a tu poder desde el principio; nunca hice nada más acertado.

Ella le sonrió y comenzó a acariciarlo con suavidad, y al poco sintió su miembro de nuevo enhiesto.

—Dentro de poco volverán a desatarse las iras para que todo resulte completo —le susurró la nubia.

—¿Qué quieres decir? —murmuró él sin comprender, pues se encontraba encendido—. En ocasiones tus palabras me resultan indescifrables.

—No importa, mi amor, ahora solo quiero que me tomes de nuevo.

9

Apenas llevaba cuatro años en el trono de Egipto cuando el viejo Ay fue requerido por el señor del Más Allá. Una mañana el faraón amaneció sin vida, sin que los
sunu
pudieran atribuir su muerte a otra causa que no fuera la vejez. Kheperkheprura era un anciano al que la vida le había regalado años de más, y a fe suya que los había aprovechado. Había sobrevivido nada menos que a cuatro reyes para sentarse en un trono al que nunca hubiera podido soñar acceder. Ahora Kemet expresaba su dolor por la pérdida del dios, y el luto cubría el país entre la desgracia y el llanto, como era costumbre.

El rey sería trasladado a la tumba que se había hecho construir en el Valle de los Reyes como morada eterna. El túmulo que hacía muchos años se había excavado para él en la necrópolis de Akhetatón quedaría reducido a mero testigo de una época sin parangón en la historia de Egipto. En la soledad de aquella cripta permanecería grabado para los anales el Gran Himno a Atón que Ay había ordenado en su día. El faraón renunciaba a él por un hipogeo socavado en el silencioso Valle Occidental, alejado del lugar donde estaban enterrados la mayor parte de los reyes. Ay había nadado entre dos aguas hasta el final de sus días.

Su hijo Nakhmin se aprestó para suceder al faraón como Hijo del Rey que había sido declarado por este. La sangre de Tiyi corría por sus venas y, en cierto modo, la vieja reina continuaba extendiendo su poder a través de sus vástagos tal y como había planeado cuarenta años atrás. Su linaje se perpetuaría en la figura de su sobrino, y con él continuaría viva la llama que ella misma se había encargado de encender. Sus planes no habían discurrido con arreglo a los deseos de la gran reina, pero a la postre su hermano Ay había obrado con astucia para salvaguardar sus intereses y darles un nuevo impulso. El anciano había terminado por convertirse en garante de sus ambiciones, y en el último jugador de la partida que ella comenzara tanto tiempo atrás. Nakhmin reclamaba el trono, y con este paso el juego tocaba a su fin. Tiyi vencía y, desde su pequeña tumba, se vanagloriaría de ello.

Pero el astuto Shai no había dicho su última palabra. El destino parecía decidido a no dar tregua al país que un día se había reído de sus dioses. Kemet no había cumplido aún toda su pena, y el caprichoso dios tardó poco en manifestarlo a su pueblo.

Todo ocurrió con la rapidez que suele ser común a tales casos. El sonido de las armas agitó los cuarteles, y todas las ambiciones y resentimientos acumulados a lo largo de una vida surgieron como si se tratara de un monstruo al que resultaba imposible parar. El ejército del norte se levantó al unísono a la llamada de su general, cual si se tratara de un solo soldado. Era el momento de saldar viejas cuentas; de terminar definitivamente con la ignominia; con un ultraje que duraba más de treinta años. El oprobio recibiría su justa respuesta, pues al fin la hora había llegado.

El cuerpo del viejo Ay se encontraba todavía sumergido en natrón cuando Horemheb tomó la ciudad de Menfis entre vítores y aclamaciones. El militar contaba con la fidelidad de sus tropas, que lo seguirían hasta el mismísimo Amenti si así se lo requería. El prestigio del general era tal, que los ciudadanos le homenajearon a su paso mientras abandonaba la capital camino del Alto Egipto. Por fin un verdadero hijo de los dioses se aprestaba a sentar la mano entre las gentes del sur, y borrar sin contemplaciones la herejía que tanta aflicción había causado.

Los templos del Bajo Egipto no disimularon su euforia al ver marchar a Horemheb para reclamar lo que debía haber sido suyo hacía mucho tiempo. La estirpe desnaturalizada del faraón apóstata sería aniquilada de una vez para siempre, y su recuerdo perseguido allí donde se encontrase. Antes de partir hacia Tebas, el general recibió a un Neferhor que no podía ocultar su ansiedad.

—Los dioses de la guerra me reclaman por una buena causa, amigo mío. Montu guiará mi brazo. Al fin ha llegado la hora que tanto hemos esperado.

—Cuentas con el apoyo del Bajo Egipto, y también con el de todos los dioses de la Tierra Negra, pero el sur siempre supone un enigma. Esa tierra se aferra a sus hijos más principales, y no olvides que Nakhmin es de allí.

—No tengas cuidado, el espíritu de Amón corre por cada uno de mis
metu
. Él ya me ha bendecido —apuntó el general con una sonrisa.

Neferhor le miró de manera extraña.

—La guerra civil es inevitable, me temo —musitó el escriba.

—El cielo se despejará antes de que la tormenta se cierna sobre Kemet, mas tú debes permanecer atento a cuanto ocurra en Retenu. Allí tiene Nakhmin acantonadas parte de sus tropas, y es preciso que por el momento continúen en sus posiciones, ¿me entiendes?

—El hijo de Ay ya habrá enviado sus correos.

—Lo sé. Por eso es necesario que tú mandes nuevos mensajeros con noticias contradictorias. Los oficiales jamás acudirán en ayuda de un general derrotado.

—Comprendo.

—De nada valdrán ya las ambigüedades. Durante muchos años los infames cortesanos han utilizado un doble juego para proteger su codicia, y ahora deben decantarse pues la espada no entiende de vaguedades.

—Se trata de un golpe de Estado —murmuró Neferhor como para sí.

—En toda regla —confirmó el general—. Es el momento de darlo.

—Nakhmin posee numerosas tropas en Tebas. Soldados que le siguen desde hace años.

Horemheb sonrió de nuevo.

—Veremos a quién obedecen cuando me vean aparecer al frente de mis divisiones. La lealtad es como una puta. Sabe hacia dónde dirigirse cuando el oro la ciega.

Neferhor suspiró.

—Hoy mismo ordenaré que se envíen despachos a Retenu. Confía en mi buen juicio, Horemheb.

Este soltó una carcajada.

—No conozco ninguno mejor —dijo el general antes de despedirse de su amigo—. Hoy Set regresa a la Tierra Negra para dar fe de su poder. Su ira es como el fuego que todo lo purifica. Esta vez arrasará Kemet para que sus raíces queden libres de todo cisma. Asistirás al acto final de la infamia.

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