El secreto del Nilo (108 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Tutankhatón comprendió entonces lo que Neferhor quiso decirle, y por qué Kemet tenía dos mil dioses. Era una tierra mágica, y Nebkheprura debía comportarse como si fuese el primero de sus sacerdotes. Ankhesenpaatón le observaba como lo haría una hermana mayor. Ella tenía cinco años más que su divino hermanastro, del que se ocupaba y a la vez aconsejaba. Tutankhatón había crecido entre los juegos infantiles de los que ella misma y sus hermanas acostumbraban a disfrutar en el Palacio de la Ribera Norte. Ahora se había convertido en
hemet-nisut-weret
, y llegaría a ser una buena esposa para el rey, colmándolo de hijos como correspondía a un Toro Poderoso.

Ankhesenpaatón era una joven dulce y cariñosa para la cual el mundo apenas existía más allá de las paredes de los palacios en los que había vivido. El recuerdo de sus padres seguía tan vivo en ella que su sufrimiento por verse en un nuevo escenario que apenas comprendía la llevaba a abandonarse a estados de retraimiento que la impulsaban a un cierto retiro. Sin embargo, Ankhesenpaatón comprendía la situación que les obligaba a abandonar todo aquello en lo que habían sido educados, así como la magnitud de la empresa que su jovencísimo marido tendría que soportar sobre sus hombros.

Ella lo quería por muchos motivos, y era consciente de que ambos representaban el último eslabón de una época que resultaría irrepetible. El faraón niño se encontraba rodeado de peligros sin fin y, como hermana y esposa que era, le daría refugio al tiempo que su mano siempre le dirigiría con amor.

Ankhesenpaatón disfrutaba a su vez de aquel viaje en la falúa real. La tierra de sus mayores se mostraba espléndida a sus ojos, y ella se embriagó de todo lo bueno que Kemet les mostraba aquella mañana mientras navegaban por el Nilo. La reina se movía por cubierta, de acá para allá, tan deprisa como se lo permitía su cojera. Ella había heredado de su abuelo, el gran Nebmaatra, un pie deforme, pero esto no era óbice para que se entusiasmara con las maravillas que le mostraba un país del que, además, era soberana.

La antiquísima ciudad de Menfis los dejó anonadados. Nada tenía que ver la antigua metrópoli con la capital que Akhenatón había construido. Menfis era vieja como Egipto, y su sabiduría, después de milenios, emanaba en cada una de sus callejas, en su puerto, en sus templos y en sus grandiosos palacios. Este sería su nuevo hogar, y para la ocasión toda la urbe se había echado a la calle para recibir al nuevo señor de las Dos Tierras con la esperanza de que volviera a instaurar el legado que les dejaran los dioses en el principio de los tiempos. Fue una manifestación cargada de esperanza. Nebkheprura regresaba al lugar que le correspondía, a la capital administrativa del país durante más de mil quinientos años. Los dioses estarían complacidos por ello y, muy pronto, Kemet se libraría para siempre de la rémora de una edad oscura que convenía olvidar cuanto antes. Gloria a Nebkheprura, el faraón niño, en quien sin embargo confiaban.

Tutankhatón se instaló en uno de los palacios de sus antepasados, dispuesto a gobernar Kemet de la forma en que le recomendaran sus consejeros. Estos sabían muy bien la tierra que pisaban, y tal y como aventuró Paatenemheb abogaron por una transición política que garantizara paz y confianza para los ciudadanos de Egipto.

Como le sugiriera Neferhor, el faraón redactó una proclama que pasaría a los anales de la historia con el nombre de
El edicto de la restauración
. En él, Tutankhatón se hacía cargo del caos que se había instalado en el país, al tiempo que imploraba a los antiguos dioses para que les ayudara a superar aquel trance maléfico en el que se hallaba la Tierra Negra.

Los templos y las ciudades de los dioses y las diosas, comenzando por Elefantina y llegando hasta las marismas del Delta... entraron en decadencia y sus santuarios se arruinaron, convirtiéndose en simples montículos cubiertos de hierbas...

De este modo se expresaba Tutankhatón ante su pueblo para lamentarse de cuanto había ocurrido, y así continuaba:

Los dioses estaban ignorando a esta tierra. Cuando se envió un ejército a Djaby, Siria, para ampliar las fronteras de Egipto, resultó un fracaso; si alguien rezaba a un dios para pedir algo para él, no conseguía nada en absoluto, y si alguien suplicaba a una diosa de la misma manera, no conseguía nada en absoluto...
[53]

Así decía el edicto de Tutankhatón, y sus súbditos elevaron sus preces para que los dioses a los que ellos habían vuelto la espalda regresaran para cubrirlos con el manto de la protección que todos anhelaban.

«Gloria a Nebkheprura, señor de las Dos Tierras. Él nos devolverá al camino del
maat
», alababan los ciudadanos.

Pero la cosa no iba a resultar tan sencilla. Las penurias se extendían por doquier, y recuperar el país llevaría tiempo y sufrimiento, y el Estado continuaría extenuado durante algunos años. Demasiado esfuerzo para un náufrago alejado de la costa.

Tras promulgar la restauración, no cabía la vuelta atrás. El edicto fue transcrito por el propio Paatenemheb y grabado en una gran estela para que durara eternamente. Todos decían que Tutankhatón había escuchado el consejo de su corazón y se aprestaba a gobernar las «dos orillas de Horus», tal y como habían hecho sus antepasados. Menfis recobró su importancia administrativa, y los dos hombres fuertes del Estado trataron de dirigir con prudencia cada paso que daba el joven faraón. Ay controlaba el círculo próximo al dios, de tal modo que nadie tenía acceso a Tutankhatón sin su consentimiento, y Paatenemheb vigilaba cualquier movimiento entre los dignatarios al tiempo que se esforzaba por mejorar el estado del ejército y dar una imagen de fortaleza ante las naciones vecinas. Entre otros muchos títulos, el faraón le nombró «los ojos del rey en las Dos Tierras, y el que establece las leyes en las dos orillas».

El general demostró su habilidad al escenificar una campaña de castigo en Nubia como si se tratara de una gran victoria, e involucró al faraón niño en ella como si en verdad este se hubiera puesto al frente de su ejército para llevar a cabo una conquista histórica. Con gran pompa y aparato, el general regresó victorioso de sus escaramuzas en Kush, con los jefes rebeldes y sus hijos maniatados y sus cuellos rodeados por la misma cuerda. El pequeño Tutankhatón se encontraba entusiasmado, y cuando los jefes vencidos se postraron ante él siete veces, el faraón se sintió un verdadero león, convencido de que los antiguos dioses de la guerra le favorecían y daban muestras de su apaciguamiento y satisfacción por el nuevo camino que había emprendido el pequeño Horus viviente. Ante su corte, Nebkheprura observó cómo sus soldados apaleaban a los viles kushitas, impertérrito, como correspondía a su majestad.

Aquella campaña menor insufló en el chiquillo un ardor patriótico que resultó un acicate a la hora de proseguir con la política que le habían marcado. Tutankhatón soñaba con un país poderoso y también con convertirse en un gran guerrero, como lo fuesen sus antepasados. Admiraba al gran Tutmosis y a su hijo Amenhotep II, y escuchaba con atención los informes que su general le traía desde Siria, donde se producían escaramuzas constantemente.

Pero Nebkheprura no dejaba de ser un niño, y en su corazón se imaginaba combates épicos en los que Kemet derrotaba a los poderosos ejércitos de sus enemigos. Solo la bendición de los dioses hacía que el brazo del faraón no desfalleciera en la batalla, le recordaba Paatenemheb, y el pequeño lo creía a pies juntillas.

Para Neferhor, el regreso a Menfis supuso el encuentro con recuerdos que aún permanecían vivos en algún lugar de su alma. Las tragedias que afligen a las personas nunca pueden olvidarse del todo, y a lo sumo permanecen dormidas en lo más profundo de su ser, para despertar cuando ven llegada la primera oportunidad.

Una parte de su vida estaba allí, @y cuando el escriba se vio de nuevo recorriendo las calles y plazas de la antigua ciudad, una feroz melancolía se apoderó de su ánimo y no pudo evitar el derramar algunas lágrimas. En Menfis había amado y también había sido traicionado. En su corte había sido testigo de sutiles intrigas y demostraciones de opulencia. La medida no parecía haber sido concebida para un lugar como aquel. Todo resultaba exacerbado, para bien o para mal, como él muy bien sabía.

Ya nadie le llamaba Najawy, aunque continuara teniendo unas orejas dignas de consideración, y después de tantos años poco le importaba semejante detalle. Eran otras las imágenes que evocaba mientras paseaba por el puerto de la ciudad, o cuando atravesaba los pequeños jardines situados frente a la entrada del edificio de la Casa de la Correspondencia del Faraón, donde empezó a trabajar siendo aún muy joven. Nunca olvidaría a su difunto hijo Antef, cuando le sonreía con aquel gesto tan suyo que siempre recordaría; y luego estaba Niut, el cincel que desfiguró su corazón, su mayor sufrimiento, la mujer que tanto había amado.

Sin poder remediarlo el escriba se dirigió una tarde hasta la casa en la que vivieron durante años. Ahora estaba vacía, pero continuaba tal y como el escriba la recordaba. La vida le había ofrecido lo mejor y lo peor dentro de aquellas paredes, y sin saber por qué experimentó cierta nostalgia, a pesar de que todo terminara de forma tan desgraciada.

Durante un buen rato Neferhor dejó que le invadieran los recuerdos. Resultaba absurdo resistirse, y el escriba rememoró los momentos felices que había pasado en aquella casa. Le parecieron muchos, y se convenció de que eran los únicos que le interesaban. Al cabo, las imágenes de aquellos que un día tanto amara se le revelaron con nitidez. Ambos le sonreían, y al ver de nuevo el hermoso rostro de Niut, sintió una punzada en el estómago. Le miraba como ella acostumbraba para inflamarle de pasión, pero el escriba no sintió ninguna emoción. Era un hombre distinto, y aquella parte oscura de su naturaleza, que siempre le había atormentado, hacía mucho tiempo que había quedado atrás, sepultada en la necrópolis que todos poseemos en el alma. Allí procuramos deshacernos de las desgracias de la vida, aunque muchas veces no seamos capaces de enterrarlas por completo.

Antes de abandonar el lugar la figura de Niut se le presentó con más fuerza, para sonreírle por última vez. Eso era todo cuanto le importaba; lo único que estaba dispuesto a guardar de aquella mujer. Lo demás había muerto con ella, hacía más de veinte años.

Sothis tenía una idea bien distinta del lugar que debían ocupar los recuerdos. Para ella suponían pasajes de la vida que no convenía olvidar. Muchos de ellos habían supuesto pruebas que le habían acarreado no pocos sufrimientos, y su visión de las cosas se encontraba inevitablemente influenciada por ello.

Para la nubia, Menfis representaba todo lo mejor y lo peor del alma humana. En la capital del Bajo Egipto la habían esclavizado, vilipendiado y denigrado hasta hacerla sentir peor que una bestia; pero también había conocido el amor verdadero, y todo lo que esto llevaba consigo. Para una mujer de fuertes convicciones, como era ella, no existían las medias tintas. Las cosas eran de una manera u otra, y no convenía enmascararlas. El hecho de que su esposo se viera invadido por los recuerdos le parecía natural, aunque no compartiese en absoluto sus sentimentalismos. La perfidia de Niut estaba escrita en su5 piel, aunque muchos se resistieran a verlo, y su recuerdo no se vería libre de esta circunstancia. En opinión de Sothis, la maldad de aquella mujer iría aparejada a su alma, allá dondequiera que se encontrara, y lo mejor para librarse de su influencia era no acordarse nunca más de ella; como si no hubiera existido.

La nubia no tenía ningún remordimiento por el mal que le había deseado; todo lo contrario, se sentía satisfecha por el poder de su magia y la forma en que la había destruido. Ahora que se hallaba otra vez en Menfis no había podido evitar pensar en esto, y tampoco comprobar cómo el viejo poder se desperezaba para prepararse a retomar las riendas del Estado. Ella odiaba aquel poder, y cuando presenció el desgraciado desfile de nubios atados por una cuerda, como si fueran ganado, apretó sus mandíbulas y maldijo a todos aquellos devoradores de prepucios y a su crueldad bien calibrada.

Al enterarse de que a muchos los habían apaleado sin motivo, entre el escarnio general, no dijo nada, aunque Neferhor supiera por su mirada lo que sentía su esposa. A él tampoco le gustaban aquellos castigos, pero no obstante formaba parte destacada del entramado del Estado, en el que acostumbraban a llevarse a cabo semejantes actos. El escriba sabía que no podría resistir la mirada de su esposa, y prefirió dirigir la vista hacia otro lado, pues no tenía palabras con las que justificar aquellos hechos.

Hacía muchos
hentis
que Sothis había maldecido a aquel pueblo, y su magia había demostrado ser muy poderosa. En todos aquellos años Egipto había ido de mal en peor, y las perspectivas distaban de resultar halagüeñas. Para ella no había diferencia entre Akhetatón y Menfis, aunque reconociera el valor del anterior faraón para librarse de los antiguos poderes. Pero él y su estirpe estaban malditos, y en el fondo se alegraba por ello.

Sin embargo, la nubia era consciente de su situación. Su marido era un funcionario distinguido, y su hijo Nebmaat algún día se convertiría en un reputado personaje de la corte, y por ello parte influyente de lo que tanto detestaba. Esas eran las paradojas de la vida, como bien sabía, y no convenía rebelarse ante ello. Sothis había descubierto otro Egipto que nada tenía que ver con el de los ambiciosos cortesanos e implacables guerreros. Era el de la gente sencilla que habitaba las riberas y trabajaba a diario para ganarse el pan. Personas de paz apegadas a su tierra, a la que reverenciaban. Eso era lo más importante: la tierra. Ella comprendía ese sentimiento, pues había sido educada en él. No había nada que pudiera comparársele, y Sothis aguardaba el día en que pudiera liberarse de las cadenas de los poderosos a las que se veía amarrada por vivir junto a su esposo, para retomar el sueño que un mal día unos soldados le arrebataron.

Sothis sabía que ese día llegaría, y que Neferhor la tomaría cada noche como si fueran dos adolescentes despreocupados por lo que la vida pudiera depararles. Rodeados por todo lo bueno que Egipto estuviera dispuesto a ofrecerles serían felices como nunca; pero hasta que ese momento llegara debía velar por los suyos, pues todo resultaba tan etéreo como un soplo.

3

Apenas habían pasado tres años desde que Nebkheprura se alzara como faraón de Egipto cuando el joven monarca decidió cambiar su nombre de nacimiento, como reconocimiento al dios que tanto habían perseguido. Era el paso definitivo para entregarse en brazos del rey de los dioses y devolver Kemet a su senda milenaria. Así, Tutankhatón pasó a llamarse Tutankhamón, «imagen viviente de Amón», y su Gran Esposa Real se convirtió a su vez en Ankhesenamón, ante la satisfacción de la mayor parte de sus súbditos. Estos no dejaron pasar aquella oportunidad y se sumaron a la iniciativa real de bautizarse de nuevo, en una demostración más de lo que el hombre es capaz de hacer por mantener sus prebendas. El caso más destacado fue sin duda el de Paatenemheb, que sería conocido en adelante con el nombre de Horemheb. El general pasó de llamarse «Atón está en fiesta» a «Horus está en fiesta», pues según aseguraba este era el dios patrono de su ciudad natal, del que nunca había dejado de ser devoto; ni durante los tiempos más difíciles.

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