El secreto del Nilo (52 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Kaleb escuchaba muy atento las palabras de su augusto padre en tanto se imaginaba cómo podría haber sido su vida en aquellas épocas. A veces los dioses se burlaban de los mortales al situarlos fuera de su tiempo. Eso era lo que le había ocurrido a él, su sitio estaba junto a los ejércitos conquistadores y héroes de leyenda como el invencible Sejemjet. Por eso aborrecía a los dioses y vivía tan desbocado como sus amados caballos; los únicos a quienes confiaba sus secretos.

El príncipe vivía allí donde se instalara la corte, aunque pasara la mayor parte del tiempo en Menfis, ya que en la capital se encontraban los cuarteles generales del ejército. Él era
tay srit
, portaestandarte de los
tent heteri
de los escuadrones de carros del dios, y estaba bajo las órdenes directas de Ay, maestro de Caballería y hermano de la reina Tiyi. Ay ostentaba el mismo título que su difunto padre Yuya, y como cuñado del faraón que era tenía una gran influencia en el ejército.

En un reinado durante el cual apenas habían tenido lugar acciones punitivas, los guerreros como Kaleb se veían abocados al olvido. Sus hazañas nunca tendrían lugar, y por ello estos solían volcar la parte más salvaje de su naturaleza allimagӀitivas, lo donde no tenían cabida, entre las gentes de paz.

Para Kaleb, el cálamo y el papiro representaban las armas con las que los taimados escribas fraguaban sus intrigas; el medio por el cual los más débiles podían hacer frente a hombres como él, a través de artes propias de
hekas
. Se trataba de una magia cuyo poder conocía bien; por eso odiaba particularmente a aquellos funcionarios que se refugiaban tras los trazos de tinta.

Cuando tomaba por amante a alguna de sus mujeres, el príncipe sentía una particular satisfacción. Se exhibía con ella cuanto podía, sin importarle lo más mínimo las habladurías que sabía se producirían a sus espaldas. Estas formaban parte del mismo juego del amor y él se complacía al ver cómo los cortesanos agachaban la cabeza a su paso, atemorizados, e incluso le regalaban alguna sonrisa. El que se jactara en público de su condición de mujeriego formaba parte de la vida de la corte, como algo habitual, igual que las traiciones que otros se infligían sin compasión alguna.

Qué duda cabe de que semejante personaje daba un juego como pocos. La propia corte lo necesitaba para alimentar sus chismorreos y así mantenerse viva, y nadie podía imaginar esta sin la presencia del príncipe. En cuanto Kaleb aparecía en alguna de las fiestas, su figura se veía rodeada de bellezas y zalameros a los que contagiaba con su simpatía y encanto personal. Era un hombre espléndido, y todos aseguraban que hubiera sido un buen dios para Kemet, fuerte y decidido, si le hubiera correspondido reinar. Kaleb tenía veinticinco años y el convencimiento de que el mundo le pertenecía.

A nadie en la corte le extrañó lo que ocurrió. Cuando dos estrellas tan brillantes como eran aquellas se encuentran, acaban por atraerse irremediablemente, pues forman parte de un mismo firmamento al que la mayoría es ajeno. Ambos se reconocieron al instante para comprender que existía un antes y un después de aquel momento y que ya nada sería igual.

Muchos dirían que se enamoraron con la primera mirada, aunque resulte difícil asegurarlo. Ellos eran maestros a la hora de controlar las emociones, y el amor nunca había significado un fin en sí mismo, sino un medio. Eran chacales que convivían con hombres, independientemente de su apariencia y encanto. Seguramente ellos fueran los primeros en sorprenderse por su actitud y también en descubrir la parte del juego que siempre les había resultado ajena. Sin embargo, esta los atrapó e hizo de ambos esclavos de unos sentimientos que resultarían devastadores.

Niut tuvo casi de inmediato una visión exacta de lo que Shai les tenía predestinado. Resultaba inevitable, y al momento reconoció el camino con el que siempre había soñado. Su andadura a través de la vida la había llevado hasta él de una forma que parecía parte del mismo sueño. No le cabía ninguna duda acerca de ello, y ahora comprendía por qué el dios del destino había guiado sus pasos para conducirla hasta allí.

Aquel hombre había nacido para ella, estaba segura, y todos sus anhelos de niña y ambiciones de mujer confluían en su persona. Por primera vez en su vida se sentía prisionera de un deseo que le devoraba el alma. Ansiaba unirse con su amor hasta formar un solo
ka
que les representara por igual. Fundirse en una individualidad que tuviera un
ka
, un
ba
, un
akh
… Este último junto con el alma, la esencia, la sombra y el nombre, los cinco elementos básicos de la personalidad de cualquier egipcio, serían los mismos para ambos y ello la excitaba al tiempo que le hacía experimentar inseguridad por primera vez en su vida. Esto era lo que les había ocurrido a los hombres que la habían amado y Niut decidió no pasarlo por alto. Ahora era vulnerable.

Era difícil mantener las apariencias y no abandonarse a las emociones, pero la joven sabía que no debía hacerlo bajo ningún concepto. Todo dependía de su astucia y de su prudencia si quería conducir aquella nave a buen puerto. Al príncipe Kaleb poco le importaban tales detalles. Él se mostraba tal y como era y se entregaría en brazos del amor como el más rendido acólito de Hathor, la diosa que lo encarnaba; pero para Niut la cuestión resultaba bien diferente. Ella estaba casada con un alto funcionario al que el dios honraba con su amistad, y aunque Nebmaatra amara a su hijo, la joven debía calibrar cada paso que diera. Una relación amorosa de aquel tipo supondría un escándalo cuyas consecuencias se le escapaban. Su esposo tenía amigos poderosos entre los magistrados, y no le convenía precipitar un divorcio para el que aún no estaba preparada. Si lo hacía podía ser acusada de adúltera y perder todo lo que había conseguido en su vida; incluso existía la posibilidad de que sufriera un terrible castigo. Era preciso ser cautelosa y que todo fluyera convenientemente hasta que estuviera segura de su triunfo. Niut jamás pondría en juego su posición.

Todo esto fue lo que ella pensó aquella noche mientras cruzaban sus miradas. El segundo jubileo del dios no había tenido el mismo esplendor que el anterior, pero las fiestas que se celebraban continuaban ofreciendo la afición al exceso de la corte, el boato y un lujo al que nadie parecía dispuesto a renunciar. Entre espléndidos manjares y un ambiente de riquezas sin cuento, Egipto desparramaba el hechizo de la abundancia como nunca se repetiría en su milenaria historia. Era fácil embriagar los corazones al compás de los crótalos y gargaveros y abandonarse a la euforia de los sentidos exaltados; allí el amor exhalaba su propio perfume.

Neferhor se había visto obligado a viajar hasta Menfis, a requerimiento del dios, y como en otras ocasiones Niut había decidido acudir sola a aquella celebración en Malkata. La joven se encontraba en la cúspide de su belleza, y resultaba imposible no mirarla para alabar su hermosura y elegancia. Los hombres la devoraban con la vista y ella se exhibía como si en verdad se tratara de una reina. Cuando el príncipe Kaleb la vio creyó que Hathor se había reencarnado para él en aquella hora, y sintió que algo desconocido se apoderaba de su corazón para removerle las entrañas de manera inexplicable. Ni en mil combates que librara hubiera sentido algo así, y al punto supo que aquella mujer lo había embrujado sin siquiera cruzar una sola palabra.

Para un hombre como él, acostumbrado a ser amado por hermosas jóvenes, aquella sensación le resultaba desconocida y sin poder remediarlo toda su atención se dirigió hacia aquella especie de aparición de la que necesitaba conocerlo todo.

Aquella noche solo cruzaron miradas, y con cada una de ellas el corazón del guerrero se inflamó más y más, hasta llegar a buscarla con desesperación entre los invitados que abarrotaban el jardín. Pero la joven desapareció, igual que si formara parte Ӏ sede un espejismo; un sueño imposible.

Durante las siguientes veladas ambos volvieron a coincidir. Niut lo acarició con sus ojos como solo ella sabía hacer, casi por casualidad. La joven ya había leído en el príncipe cuanto deseaba saber, y ahora debía rendirlo a su voluntad, antes de entregarse a él. Nunca se convertiría en la amante de un hombre como aquel sin estar segura de que, finalmente, lo desposaría. Estaba dispuesta a enloquecerlo por el deseo, a mantenerlo inflamado hasta que sus labios le dijeran lo que ella esperaba, y para esto serían necesarias sus mejores artes en el disimulo, y no precipitarse a los brazos de aquel semidiós para colmarlo con sus caricias.

La noche que escuchó su voz por primera vez alzó su barbilla para mirarlo como lo haría una diosa; con serenidad y cierta indulgencia hacia él por su condición de mortal.

—La Tierra Negra ha sido despiadada al esconderte de mí durante tanto tiempo. —Niut rio con coquetería. El príncipe hablaba con un acento suave, y su tono le resultó cálido y embaucador, propio de los que estaban acostumbrados al galanteo—. Y tu risa rompe el embrujo de la noche para hacerla más clara y abandonarse a su melodía. Los perfumes del jardín se rinden así a tus pies —continuó el príncipe.

—¿Olvidas que ya tengo dueño? —le respondió ella con suavidad.

—No me refiero a tu persona, sino a tu corazón. Ese es solo tuyo y de aquel a quien ames.

Niut sintió un estremecimiento y tuvo que hacer un esfuerzo para no mantenerle la mirada más de lo conveniente.

—Eres osado con quien no conoces.

Él se aproximó un poco más.

—Soy un sediento rodeado de manjares que no son capaces de colmarme.

Ella volvió a reír, y esta vez le dedicó una de aquellas miradas que tan bien sabía administrar y que resultaban devastadoras.

—De momento solo el muy noble Neferhor come en mi mesa —le dijo—, y él siempre se levanta saciado de ella.

El príncipe no supo qué responder, y acto seguido Niut se despidió para unirse a un grupo de viejas matronas que reían desaforadamente junto a unos macizos de acianos. Cuchicheaban de esto y aquello, y la joven se les acercó de la forma más natural, sin dar importancia a su conversación con Kaleb. Este la observó alejarse con la llama del deseo devorándolo sin compasión; estaba decidido a empaparse algún día con aquel aroma de princesa de otro tiempo; daba igual quién se sentara a su mesa.

Shai, Mesjenet, Shepset, Renenutet… Cualquiera de los dioses encargados de elegir el destino de la humanidad podría haber determinado el sino de ambos amantes. Todo estaba planeado de tal forma que era imposible que la casualidad tuviera algo que ver; ellos habían nacido para encontrarse un día, cuando la fortuna los favoreciera.

Solo de este modo podía expliӀen mi carse el extraño viaje de Neferhor justo durante la celebración de un jubileo que él mismo había ayudado a preparar, como hiciera antaño. Que el dios le ordenara dirigirse a Menfis en una conmemoración como aquella daba que pensar, sobre todo porque numerosos príncipes extranjeros con los que mantenía una relación epistolar habían acudido invitados por el monarca. Este había confiado al escriba que su misión le resultaba de la máxima importancia, y que solo se encomendaba a él para llevarla a cabo. Era el momento adecuado para negociar con el rey de Babilonia la boda con una de sus hijas, ahora que Nebmaatra se había convertido en un ser divino por excelencia.

—Ese bribón me la venderá por cuatro
quites
de oro. Está desesperado por emparentar conmigo, un dios como nunca antes tuvo Kemet. Ve y regatea cuanto puedas.

Estas habían sido las palabras del monarca, y a él no le quedaba sino cumplirlas. Iría a la Casa de la Correspondencia del Faraón para hacerse cargo de un asunto al que no veía mayor beneficio que el de alimentar el propio egoísmo. El dios había sufrido una transformación más que evidente. Su segunda renovación ante su pueblo le había llevado a proclamar su esencia divina mucho más allá de lo que le correspondería a un Horus reencarnado, que era la figura representada por cualquier faraón. Nebmaatra era el Atón que procuraba la vida a la Tierra Negra, y así debía ser considerado.

Neferhor pensaba que el soberano había llevado demasiado lejos su afán por convertirse en dios solar y, aunque continuaba siendo devoto de las divinidades tradicionales, el escriba recordaba los oscuros vaticinios del difunto Huy. Además, la salud del faraón se deterioraba, y sus ritos de renacimiento eran un acicate más para fornicar con sus mujeres y continuar con los acostumbrados excesos. Tadukhepa, su esposa mitannia, lo volvía loco y él no ocultaba su satisfacción por haberse casado con ella.

—Es alegre y divertida, y sus caricias son como el aliento de Amón —aseguraba el monarca a sus íntimos.

No era de extrañar que los egipcios, siempre tan aficionados a los sobrenombres, hubieran dado con uno que se adaptaba bien y que definía el natural gracejo de la joven reina: Kiya. Así se referían todos a ella, lo cual no dejaba de tener su gracia puesto que significaba «mona».

Para Neferhor, el faraón se había instalado en un Olimpo en el que confraternizaba con los dioses, rodeado por las esposas de un harén que parecía no tener fin. Lejos quedaban los tiempos en los que Amenhotep, hijo de Hapu, imponía su influencia y sabiduría en la marcha del Estado, y el propio Nebmaatra seguía sus consejos para no apartarse del
maat
. Ahora todo parecía incierto, e incluso el
Heb Sed
celebrado carecía de la grandiosidad del anterior. Simut, el segundo profeta de Amón, había sido el encargado de dirigir esta vez las obras en Malkata, que se hallaba en constante renovación, así como de la erección de nuevas estatuas del faraón y la reina Tiyi por toda la Casa del Regocijo. El dios continuaba mostrando su respeto al clero de Amón, aunque este ya no tuviera en sus manos el poder sobre la Tierra Negra. Ahora permanecía recluido en su templo, cuidando de sus posesiones con su celo acostumbrado, expectante ante una situación que ya no controlaba.

Ante la inminencia de su marcha, Neferhor cedió a las súplicas de su esposa para que le permitiera permanecer en Malkata durante un tiempo. En cierto modo ella lo representaría ante la corte, y podría disfrutar de las fiestas conmemorativas a las que era tan aficionada.

—Quizá no volvamos a presenciar un jubileo nunca más. Permíteme que personifique a tu casa ante el dios como corresponde. Aquí la luz posee la facultad del embrujo; puede que se deba a la santidad del lugar. Al niño le vendrá bien estar en Tebas, entre tantos príncipes y dignatarios extranjeros. Te prometo que regresaremos pronto.

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