El secreto del Nilo (50 page)

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Authors: Antonio Cabanas

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Neferhor tuvo una idea clara del problema en cuanto vio aquellas cifras. Las minas de oro de Nubia se iban agotando, y no producían más de cuatrocientos kilos anuales. En el Sinaí hacía tiempo que la extracción no era suficiente, y los tributos extranjeros recibidos habían aportado en el año anterior cerca de seis mil kilos de oro. Dados los gastos del Estado y las gigantescas obras que al dios le gustaba emprender, estaba claro que aquel sistema de acuerdos fundamentado en la generosidad de Kemet tenía sus días contados. Al escriba no le era difícil imaginar lo rápido que se desmoronarían las fronteras que tanto había costado conquistar, y las consecuencias que esto tendría para la Tierra Negra. Las épocas de abundancia terminarían, y entonces la bancarrota amenazaría a un Estado que se había acostumbrado al exceso. Sus paisanos pasarían necesidades, y con los años implorarían a sus dioses para que les enviaran un faraón capaz de reconquistar su pasado imperio, ya que a Egipto se le había olvidado vivir aislado en su precioso valle.

El joven decidió hablar con franqueza a la reina. Como bien había asegurado esta, la Casa de la Correspondencia del Faraón era mucho más que una sala de archivos, y Tiyi le escuchó sin interrumpirlo ni una vez. Cuando Neferhor terminó con su exposición, la reina lo miraba impertérrita, como si no estuviera extrañada en absoluto.

—El precio por la paz nunca es suficiente —murmuró al fin—. No abrumes el corazón del dios con estas noticias. Hace tiempo que vive en un lugar en el que es ajeno a los mortales.

Cuando despidió al escriba, Tiyi permaneció pensativa durante un buen rato. Su última frase resumía todo lo que opinaba al respecto. El reinado de su hijo se encontraba próximo, y era preciso que este se desarrollara en un mapa en el que no hubiera conflictos con los demás países. Solo así podría llevar a efecto la misión para la cual había sido llamado. Una vez realizada, todo daría lo mismo.

12

La Tierra Negra se cubrió de fastos ni una v, y la ciudad de Menfis de olor a jazmín y fragancias de alheña. Los heraldos gritaban la buena nueva, y las avenidas, engalanadas, rebosaban de gentes de toda condición reunidas para celebrar tan magno acontecimiento. El dios, Nebmaatra, compartía con su pueblo su nuevo enlace rodeado de músicos y bailarinas llegados de todas las partes del reino. Las fanfarrias llenaban las calles, y la alegría alcanzaba hasta los muelles, donde incluso los marineros danzaban y bebían a la salud del señor de las Dos Tierras.

—Es un verdadero dios, sin duda —aseguraban las gentes—. Él nos protege de todo mal y muestra el vigor que solo las divinidades poseen. Es el Toro Poderoso.

En el día de la celebración, el faraón había ordenado repartir pan, vino, aves y carne de buey entre la ciudadanía, como hiciera durante su jubileo. Por eso la euforia corría por las aceras, desbocada.

—¡Nunca había reinado un dios igual en Kemet! —gritaban los paisanos—. ¡Gloria al faraón!

Sin duda, Nebmaatra había decidido que aquella ceremonia resultara memorable, y qué mejor lugar para ello que Menfis, ciudad de la alegría y los excesos. Los santurrones de Tebas no hubieran estado a la altura, pero sí los menfitas, para quienes la vida se saboreaba cada día como si se tratara del último.

En palacio los banquetes se sucedieron noche tras noche, envueltos en una atmósfera de lujo como no se conocía. Niut era la mujer más feliz de Kemet, y brilló con tal intensidad que muchos corazones se inflamaron de deseo mientras otros se retorcían por la envidia.

Por fin los sueños se hacían realidad y la corte se rendía a los pies de la hermosa joven, que derrochaba simpatía y sonrisas como solo ella sabía hacerlo cuando se lo proponía. Su esposo se sentía henchido de orgullo, feliz de poder compartir junto a ella aquel momento que pasaría a los anales de la historia y que, estaba convencido, no se repetiría jamás. Era la eclosión de tantos años de bienestar que los arrastraba como si se tratara de una gigantesca ola, como las que aseguraban se encontraban en el Gran Verde.

El dios era igual que Ra-Horakhty, pletórico de poder al mediodía, repartiendo sus rayos cual si en verdad fuera el Atón. Junto a él, su nueva esposa observaba electrizada aquel alarde fastuoso que solo era propio de los verdaderos dioses. Rodeada de una corte esplendorosa, Tadukhepa se hallaba convencida de que realmente se casaba con un dios, un Horus reencarnado al que enloquecería con sus caricias hasta atraerlo como si solo fuera un mortal. Era tan hermosa la princesa mitannia, que todos coincidieron en palacio de que se trataba de un remedo de Hathor.

Neferhor se había quedado corto, y el faraón se encontraba tan enardecido que no veía la hora de acompañarla hasta el lecho para así consumar su unión. Cubierto de aros, collares, brazaletes y pulseras de oro, Nebmaatra pregonaba su naturaleza solar en tanto Tiyi y sus hijos lo imitaban como si fueran parte de una familia divina.

Era curioso cómo la Gran Esposa Real parecía hallarse por encima de aquel enlace. Ella gobernaba cuanto se proponía y, en su opinión, la ceremonia no representaba más que un pícaro juego de adolescentes.

Y como un adolescente se comportó Nebmaatra. Aquellas celebraciones se convirtieron en un hervidero de rumores que acabaron por traducirse en verdades absolutas. Como de costumbre, los pasillos se transformaron en una confusión de dimes y diretes acerca del comportamiento del faraón.

—Ha rejuvenecido como solo Horus puede hacerlo. Parece que tenga veinte años —aseguraban—. Dicen que lleva varios días sin salir de sus estancias. Encerrado a cal y canto con su nueva esposa.

—No me extraña —apuntaban otros—. Con una joven así… Las mitannias siempre han tenido fama de maestras en el amor, y el dios es un verdadero Toro Poderoso.

—Una bendición para todos nosotros —apostilló un juez famoso por su cornamenta.

Los presentes hicieron esfuerzos por no prorrumpir en carcajadas, ya que la esposa del interfecto había sido una de las muchas amantes del faraón durante años. Claro que en palacio nadie estaba seguro de no haber pasado por el mismo trance; aunque continuaran ignorándolo.

—Tanto mejor —aseguró otro, con mucho tiento, ya que si el faraón enloquecía bajo el embrujo de las mujeres de oriente, dejaría tranquilas a las de occidente.

La frase fue muy alabada, por ingeniosa, pues en el fondo todos pensaban igual. Najawy iba a tener suerte.

—¿Os habéis fijado bien en la mujer que tiene? —murmuraban—. Es una beldad a la que nadie se puede resistir. Tadukhepa ha llegado en buena hora; de no haber sido por eso, Najawy habría pasado a engrosar la lista de distinguidos cornúpetas reales.

—¡Y con todo merecimiento! —exclamó otro.

El comentario levantó las habituales carcajadas ya que, en el fondo, muchos de aquellos cortesanos estaban deseando que se les unieran nuevos maridos engañados por el dios.

—Si no es Nebmaatra, vida, salud y prosperidad le sean dadas, será otro. Os lo digo yo.

—Todavía no acierto a comprender cómo Niut puede vivir con un hombre con semejantes orejas. Son descomunales.

El chiste hizo reír de nuevo a los tertulianos, puesto que hablaban a menudo de ello.

—Tampoco exageremos. Las orejas son grandes, sí, pero Neferhor posee otras cualidades que no han pasado desapercibidas al dios.

Todos se miraron con picardía y pasaron a otro tema.

Penw estaba al tanto de todos estos cotilleos. Se lamentaba al escucharlos a la vez que se imaginaba el resto de cuanto decían, pues tenía una capacidad natural para ello. Lo de Neferhor no le hizo ninguna gracia, aunque supiera que en el fondo aquellos chismosos tenían razón. A Nebmaatra le daba igual la entidad del marido; si ponía los ojos en alguna dama, allí acababa todo. El cónyuge debía sentirse orgulloso por ello, y no había nada más que decÀ lair. Como los engañados eran legión, estos deseaban que el número aumentara en lo posible.

El hombrecillo se encontraba al borde del colapso. Tanto banquete y celebración lo tenían agotado, pues en tales ocasiones Neferrenpet, el cocinero del dios, se volvía puntilloso y muy irascible, con insultos y todo de por medio. Como aquellos ágapes parecían interminables, no hubo más remedio que pedir ayuda al cocinero de la reina Bakenamón, aunque fuera a las órdenes del bueno de Neferrenpet, que no lo admitía de otro modo.

Penw se vio obligado a usar toda su experiencia para salir indemne de los alborotos que se formaban en las cocinas. Él aguzaba el oído, entrecerraba los ojillos y corría de acá para allá como si no parara de hacer esto y aquello, aunque al final no lo hiciera. Semejante actividad a todos asombraba y nadie se fijaba en lo que verdaderamente realizaba Penw, que era más bien poco. Pero era tal su maestría, que al final acababa tan agotado como si hubiera recorrido diez
iteru
a la hora en la que Ra-Horakhty acostumbraba a abrasar a su pueblo. Como pasaba tan deprisa por los corrillos, nadie reparaba en él. Pero el hombrecillo captaba una frase aquí, otra allá, y con todo ello sacaba sus conclusiones, que a menudo le parecían excitantes. Lo que menos le gustaba era que se refirieran al hijo de Thot como Najawy. El sapientísimo escriba tenía unas buenas orejas, de eso no cabía duda, mas tampoco era para exagerar; lo peor fue que de Najawy algunos pasaron a llamarle directamente el Orejas; aunque en el fondo tampoco le extrañara, conociendo a la corte como la conocía.

—Tarde o temprano el Orejas se quedará sin esposa; ya lo veréis —se jactaban.

A Penw semejantes comentarios lo enervaban, ya que consideraba a Neferhor un ser semidivino que se encontraba muy por encima de aquella patulea. Sin embargo, tomó la decisión de no desestimar sus mofas, y estar atento a cuanto ocurría.

Como la envergadura de los banquetes era considerable, faltaban manos para ayudar incluso en el servicio de los invitados. En una de aquellas ocasiones en las que fue requerido, el hombrecillo pudo comprobar que los chismorreos no estaban exentos de fundamento. La esposa de Neferhor se exhibía sin ningún recato, y a Penw le dio la impresión de que en realidad quien se casaba era esta y no la princesa mitannia. Niut estaba espectacular, y los hombres se la comían con la mirada, sin vergüenza alguna. En el fondo los cortesanos tenían razón; en otras circunstancias el dios la hubiera reclamado al momento.

Pero la dama se comportaba sin importarle las habladurías ni las bajas pasiones. Ella conocía de sobra el efecto que causaba, y de eso se trataba. Era como una necesidad vital que nacía de su propia naturaleza. Su
ka
se mostraba tal y como era para todo aquel que quisiera entenderlo, y pensaba que no engañaba a nadie, ya que los que no estaban dispuestos a ver eran unos ciegos de corazón, y poco podían esperar de la vida.

Sentía que el matrimonio con Neferhor era una parte más de su existencia, y que Shai le tenía reservadas nuevas sorpresas, emociones a las que no estaba dispuesta a renunciar. Ella se veía como una de aquellas princesas que resplandecían cual si fueran hijas de Ra, solo que su brillo no podía comparársele. Más allá del oro que las cubría y de su altivez, poÀespectaco había ya que, en su opinión, eran feúchas y cargadas de defectos. La misma Tiyi caminaba de forma extraña, debido a la escoliosis que padecía.

Niut las superaba a todas con creces, y el lugar que le correspondía se hallaba en lo más alto de la pirámide sobre la que estaba estratificada la sociedad egipcia. Solo debía continuar su ascenso.

Neferhor poco tenía que decir al respecto. No le quedaba otro remedio que soportar aquel ambiente que tanto detestaba. Sin embargo era consciente de lo mucho que este le gustaba a su esposa, y él era incapaz de negarle nada. Confiaba en ella, y eso era cuanto importaba.

Durante aquellos festejos, Tiyi permaneció tan atenta a lo que ocurría como de costumbre. Representaba una buena ocasión para cruzar su mirada con la de los cortesanos, y adivinar lo que encerraban sus corazones. Era un ejercicio que le complacía y al que gustaba dedicarse siempre que podía, sin importarle lo que trataran de ocultarle. Como era natural, la dama Niut no pasó desapercibida para ella. Su matrimonio no estaba consolidado y la reina se congratuló por ello, al tiempo que se felicitó por su perspicacia. Desde que la conociera tuvo el presentimiento de que Niut le sería de utilidad, y ahora ya no albergaba ninguna duda al respecto. Todo se prepararía adecuadamente, como correspondía.

Era evidente que la reina no andaba muy desencaminada, sobre todo para quienes compartían el mismo techo que la pareja. Allí amor no había mucho, al menos por parte de la señora, pues el señor no tenía ojos más que para ella. La relación parecía, en ocasiones, tan distante que se podía cortar la mirada ausente de Niut sin ninguna dificultad. En tales momentos, él aparentaba hacerse cargo de la situación y se convencía de que aquellos cambios de estado de ánimo formaban parte de la naturaleza de su esposa. Semejantes episodios daban paso a encuentros tumultuosos en los cuales Neferhor trataba de saciar con su esposa aquella sed que siempre parecía perseguirle.

Sin embargo, las noches de pasión se fueron distanciando más en el tiempo, hasta que afloraron las primeras excusas. Las fiestas dejaban a Niut agotada, y paulatinamente comenzó a sufrir persistentes dolores de cabeza. Él debía comprenderlo, pues para eso era su esposo al que, aseguraba, amaría toda la vida.

Sothis pensaba que el ambiente en el interior de aquella casa era mil veces peor que el
khamsin
cuando soplaba en el desierto. Había una sutil malignidad que ella era capaz de captar, y que se extendía como una amenaza verdadera. Los gatos que acostumbraban a visitarlos habían sido los primeros en sentirlo, y hacía tiempo que habían desaparecido. La nubia aborrecía a su dueña, con la que procuraba cruzar las palabras justas durante su relación diaria. No obstante, Niut parecía satisfecha con su labor como nodriza, y esta procuraba no darle motivos para los castigos a los que era tan aficionada. El niño había crecido, y ella lo quería casi tanto como a su pequeña Tait, su auténtica felicidad.

Al señor no lo veía mucho, siempre tan ocupado, pero no tenía duda de que a pesar de tener una familia era un hombre solitario, agobiado por aflicciones que a ella se le escapaban pero que debían de pesarle como las piedras de los templos. Había un cierto halo misterioso en Neferhor que la atraía, pues era auténtico, surgido de su
ka
, sin engaño alguno. Sin embargo, el escriba parecía vulnerable, y su intuición le decía que estaba predestinado a sufrir, aunque el dios lo distinguiera con su amistad y le cubriera de honores.

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