El secreto del Nilo (47 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Toda aquella esplendorosa depresión que se adentraba en el oeste hasta una distancia de más de seis
iteru
, unos sesenta y tres kilómetros, había sido un lugar muy apreciado por los dioses que gobernaron Kemet durante la XII dinastía. La proximidad de su capital en Ijtawi, El-Lisht, les animó a ganar terreno a las aguas para aprovechar la fertilidad de aquella tierra. La caza abundaba por doquier, y no fue extraño que el gran Tutmosis III eligiera She-Resy como residencia de descanso. Allí podría dedicarse a practicar su deporte favorito, y a disfrutar de sus esposas; lejos de unos funcionarios que en la mayoría de las ocasiones llegaban a agobiarle.

Nebmaatra siguió sus pasos, y mejoró las instalaciones construidas por su bisabuelo para levantar un palacio acorde a su grandeza. Allí era feliz. Rodeado de espléndidos jardines y de las mujeres que tanto le gustaban.

Cuando el faraón lo recibió, Neferhor se encontró con un hombre que parecía ausente de cuanto le rodeaba. Tenía la mirada perdida y daba la impresión de haber engordado desde la última vez que lo viera. Su alopecia era galopante, aunque seguía regalando aquella sonrisa que le daba un aspecto bondadoso.

—¿Traes buenas noticias? —le preguntó con interés, sin más preámbulos.

Neferhor, que se hallaba postrado, levantó ligeramente la cabeza para contestar.

—Las mejores, divino Atón Dyehen.

Nebmaatra dio un saltito de contento.

—¡Oh, magnífico, magnífico! —exclamó alborozado—. ¿Entonces ya está todo hecho? ¿Se derramó aceite sobre su cabeza?

—Aquí traigo la carta que así lo atestigua, divino Atón Dyehen.

—Bueno, bueno. Con tan buenas noticias hoy puedes ahorrarte el protocolo. Pero léela, que estoy en ascuas. Llevo varios días que no descanso bien pensando en este asunto.

Neferhor hizo una pequeña reverencia, y a continuación desenrolló el papiro.

De Tushratta, rey de Mitanni, a su hermano Amenhotep, faraón de Egipto:

Tu mensajero vino a buscarla para hacer de ella la señora de Egipto. Leí una y otra vez la tablilla que me trajo y escuché sus palabras. Tus palabras eran muy agradables, hermano mío, y me alegré ese día como si te hubiera visto a ti en persona. Hice del día y la noche una ocasión festiva. Ahora la entregaré para que sea tu esposa, señora de Egipto, y ese día seremos como uno solo. Que Ishtar, mi diosa, señora de todos los países y de mi hermano, y Amón, el dios de mi hermano, hagan de ella, Tadukhepa, la imagen del deseo de mi hermano. Notarás que está muy desarrollada, y seguramente su tipo será del agrado de mi hermano.

Cuando terminó de leer la carta, el dios continuaba mirándolo, con los ojos muy abiertos, y una expresión de felicidad que a Neferhor le recordó a la de los niños cuando obtenían un juguete.

—Dicen que es muy hermosa, y que posee el misterio de los de su pueblo. Si es la mitad de habilidosa de lo que era su tía, me hará inmensamente feliz los años que resten hasta que me una a los dioses como un igual —murmuró el faraón. Súbitamente esbozó una sonrisa y miró al escriba con picardía—. ¿Sabes cuántas doncellas la acompañarán? —preguntó.

Neferhor hizo un gesto ambiguo.

—El noble Tutu, tu embajador, no ha precisado la cifra, aunque de seguro que el cortejo será grande. No tardaremos mucho en averiguarlo.

Nebmaatra se golpeó los muslos.

—Ardo en deseos de conocer este detalle —señaló el rey—. Imagina un séquito rebosante de juventud y belleza, ¡sin defecto alguno! Qué más se puede pedir. Muchachas de piel suave dispuestas a agasajarme como corresponde.

Neferhor hizo un ademán con el que daba a entender que se hacía cargo.

—El rey Tushratta es un verdadero hermano para mí —aseguró Amenhotep III.

—Y generoso con mi señor —intervino el joven—. Te envía una dote con cuantiosos regalos: oro, lapislázuli, armas y varios tiros de hermosos caballos, blancos como la nieve que dicen se halla en las montañas del Líbano.

El faraón asintió satisfecho. Se le veía contento, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.

—Tushratta es un hermano en condiciones, y no el mequetrefe de Kadashman-Enlil. Seguro que continúa con su perorata.

—Su majestad el rey de Babilonia nos escribe con frecuencia, es verdad.

—No hace falta que me lo jures por la enéada heliopolitana. Conozco bien a ese mercader de tres al cuarto. No he visto a nadie tan codicioso como él. Además, no tiene ni idea de lo que es el
maat
.

Neferhor asintió, pues en este asunto el faraón tenía razón. Kadashman-Enlil era un poco pesado.

—No habrás traído alguna de sus últimas cartas por casualidad, ¿verdad? —preguntó de repente Nebmaatra.

Tras rebuscar entre los rollos, el escriba mostró uno de los papiros al dios.

—Acaba de llegar. El rey de Babilonia parece desesperado.

—¡Espléndido! —exclamó Amenhotep—. Léemela. Quiero saber lo que dice.

Neferhor desenrolló el papiro y leyó su contenido.

Pues bien, respecto a lo que te escribí del oro, mándame el que tengas a mano, tanto como puedas, para que pueda terminar los trabajos en los que estoy ocupado. Si durante el verano, en los meses de
tammuz
o
ab
, me envías el oro te entregaré a mi hija, así que, por favor, mándamelo. Si no lo haces y yo no puedo acabar mis obras, ¿qué sentido tendría mandarlo después? Podrías mandarme, entonces, cien toneladas de material y yo no las aceptaría. Te las devolvería y no te daría a mi hija en matrimonio.

Al finalizar la lectura de la carta, Nebmaatra se desternillaba de risa.

—¡Asegura que tiene trabajos y necesita mi oro para terminarlos! —exclamaba entre carcajadas—. ¡A cambio de su hija! Ese hombre es extraordinario. No tiene ni idea de lo que es la moral.

Neferhor rio con suavidad. El dios tenía razón; el soberano de Babilonia podía pasar por caravanero.

—Además afirma que si no hago lo que me pide es capaz de rechazar cien toneladas de oro. ¡Inaudito! ¡Los tiempos nunca vieron nada igual!

Ahora las carcajadas resonaban en toda la sala.

—Contéstale —señaló el dios sin dejar de reír—. Prométele lo que te parezca, pero de modo ambiguo. Eso hará que se consuma por la avaricia. ¡Es el rey más ansioso que he conocido nunca! Verás cómo conseguiré casarme con su hija por tan solo una pepita de oro. ¡Una pepita! ¡Je, je, je!

El joven continuaba sonriendo, pues seguramente el dios se saldría con la suya.

—Me es muy grata tu presencia, Neferhor, muy grata. Siempre eres portador de buenas noticias. Debería llamarte más a menudo. Creo que debo recompensarte adecuadamente. Aunque eres joven todavía, no hay que perder de vista al taimado Osiris. Él siempre se encuentra esperándonos en el Más Allá, y es conveniente estar preparado como corresponde. Te doy licencia para que te construyas una tumba en el lugar que tú elijas de la necrópolis de Saqqara, si te parece bien el sitio.

Neferhor se quedó boquiabierto. Aquello suponía el más alto honor que se podía esperar por parte del dios. Muchos altos funcionarios pasaban toda su vida sin conseguirlo, y el joven no supo qué responder.

—No hace falta que digas nada, me hago cargo, je, je… —intervino el faraón—. Supongo que desearás reposar para siempre junto a alguno de los templos solares construidos por los reyes de las primeras dinastías, ¿no es así? Tú los estudiaste bien en la preparación de mi jubileo. Estarás rodeado por los grandes faraones de la V dinastía; cuando los dioses gobernaban realmente esta tierra.

—Mi señor, el Atón Dyehen, seguro que comprende la sorpresa que me causa su generosidad —apenas acertó a decir el joven.

—Ya, ya. Pero dime, Neferhor, ¿notas mi esencia divina? ¿Crees que el jubileo la ha renovado?

—Completamente, gran Atón. Tus efluvios llegan hasta mí con facilidad —respondió el escriba, mientras adoptaba uno de sus característicos gestos impenetrables.

—Estaba seguro, pero quería escuchar la respuesta de un alma noble. Por cierto, antes de que te vayas, tengo para ti un nuevo encargo de la máxima importancia. Quiero que te adelantes y vayas al encuentro de la real caravana que viene desde Mitanni, para que veas con tus propios ojos su magnitud. Póstrate ante mi futura reina, y luego vuelve tan rápido como puedas para contármelo. Te esperaré impaciente.

Esta había sido la conversación mantenida con el señor de Kemet. Neferhor tenía un extraño regusto en su boca, como de abatimiento por lo inevitable. El dios parecía encontrarse muy lejos de los problemas que amenazaban a Egipto. Ausente en un mundo de egoísmo al que únicamente él accedía. A Nebmaatra solo le interesaban las mujeres que pudiera coleccionar en su harén, y su propia esencia divina.

Hacía tiempo que el escriba había decidido hacer uso de su perspicacia natural. Al final había descubierto que la vida, dentro de la quietud de los templos, no tenía nada que ver con la realidad del mundo que los rodeaba. Se había convencido, por fin, de las palabras que tantas veces recibiera de Huy. Sin poder remediarlo, su imagen se le aparecía de vez en cuando como para recordarle que nunca moriría en su corazón. La mera sospecha de que el anciano hubiera fallecido por la mano del hombre desasosegaba a Neferhor sobremanera. Representaba una atrocidad de tal magnitud que le era difícil darle pábulo. Sin embargo, el joven era capaz de ver a su alrededor con mayor claridad. Los sabios consejos dictados por el anciano canciller no caerían en saco roto y él los seguiría con la prudencia que le era natural.

El contacto con las gentes de palacio y la propia administración había aguzado aquella perspicacia hasta hacerle mucho más astuto. Ningún cortesano podría sobrevivir sin ella, y él la desarrolló largamente, para su propia sorpresa. Dentro de la administración la necesitaría en generosas cantidades.

Cuando salió a uno de los jardines se tropezó con un heraldo. Pareció un encuentro casual, aunque no lo fuera; el paje lo estaba esperando desde hacía rato, y le pidió que le acompañara.

—La
hemet-nisut-weret
aguarda para hablar contigo, y no debemos demorarnos —le señaló.

El escriba se limitó a seguir al heraldo a través de los jardines que rodeaban el lago, hasta alcanzar el palacio donde vivía la reina. Por el camino le asaltaron las dudas. Si la Gran Esposa Real deseaba verle era porque, de algún modo, guardaba intereses hacia él. Quizá formara parte de sus planes, por lo que decidió extremar su cautela ante ella. Nadie podía competir en astucia con Tiyi.

La reina se encontraba distendida, sentada en un pequeño sillón mientras unas doncellas le cepillaban su hermoso cabello y le hacían la manicura. Al reparar en su presencia le hizo un gesto para que se acercara, y al momento
Pimiu
, su gato, salió de detrás de un gran cesto y corrió a saludar al recién llegado.


Pimiu
te da la bienvenida de nuevo —dijo Tiyi con socarronería—. Habrá que confiar en su intuición. Ellos no suelen confundirse con las personas.

Neferhor se postró ante la Gran Esposa Real y esta tardó unos instantes en permitir que se levantara.

—Has cambiado desde la última vez que nos vimos. Ya eres un hombre y, a lo que se ve, inteligente. Espero que
Pimiu
y yo no nos equivoquemos contigo —indicó la reina con suavidad.

—Sirvo a tu casa, como bien sabes, lo mejor que puedo.

—Muchos han sido los que han servido bien para acabar en las garras de la Devoradora —señaló Tiyi al tiempo que endurecía el gesto.

Neferhor disfrazó el semblante lo mejor que supo bajo su máscara, y durante unos instantes la reina lo observó con interés.

—El dios, mi esposo, está muy satisfecho contigo —dijo Tiyi, al cabo—. Da la sensación de que Shai te tiene en estima.

—El destino no tiene sentimientos, gran reina.

A esta le agradó aquella respuesta.

—En eso tienes mucha razón. Un día estás en palacio y al otro puedes acabar en las minas del Sinaí.

—Así es Shai.

Tiyi lanzó una carcajada.

—La Tierra Negra necesita nuevos hombres. Después del fallecimiento del muy noble Amenhotep, que Osiris haya justificado, Egipto ha quedado huérfano de mentes preclaras. Seguro que te has dado cuenta de ello. Muchos funcionarios se aferran a ideas que entorpecen la buena marcha del Estado. Hoy, más que nunca, Kemet precisa de hombres que no se encuentren comprometidos con poderes que ya no tienen cabida. ¿Comprendes adónde quiero llegar?

—Perfectamente, majestad.

—Estaba segura de ello. Tú podrías llegar a ser una de esas personas de las que te hablo. El difunto Amenhotep te tenía en gran estima.

Neferhor tuvo mucho cuidado al responder.

—Lloré su pérdida como un hijo. Su sabiduría me resultaba inalcanzable. Eso era lo que más buscaba en él. Huy se percató enseguida de cuáles eran mis anhelos. Por eso me envió a la Casa de la Correspondencia del Faraón, el mejor regalo que podía recibir. Soy feliz entre papiros y cálamos; estudiando documentos y antiguos legajos, lejos de otros intereses que no sean los del dios.

Tiyi asintió levemente, como si ya se esperara una respuesta como aquella. Sin duda el escriba no se había significado, y eso le interesaba a la reina.

—Recuerdo que me hablaste de tu se paso por Karnak, pero no me contaste por qué lo abandonaste. Es obvio que podrías haber hecho carrera entre su sacerdocio. Hay quien dice que te expulsaron por impiedad, aunque me resulte difícil de creer.

Neferhor disimuló su desazón con una maestría propia del mejor de los hierofantes. Apenas se inmutó, como si le hablaran del precio que obtendría el grano en el mercado aquel año.

—Karnak me enseñó las palabras de Thot y siempre le estaré agradecido por ello. Pero su clero pretendía hacer de mí un hombre sin alma. El
ba
de los acólitos se pierde por entre los oscuros corredores del templo. Ya nunca puede reconocer a su dueño, y este se convierte en alguien sin voluntad.

Tiyi se quedó impresionada por la respuesta, y durante varios segundos observó al joven sin parpadear, como si se tratara de una suerte de aparición.

—El Atón Dyehen utiliza a sus siervos allí donde le son de mayor utilidad. Seguro que lo entiendes. —El joven hizo una profunda reverencia—. Nebmaatra, vida, salud y prosperidad le sean dadas, desea que permanezcas en la Casa de la Correspondencia del Faraón, donde desarrollas un trabajo de gran importancia para los intereses de Kemet. Además, y según tus propias palabras, eres feliz en ese departamento, en Menfis, junto a tu familia.

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