El secreto del Nilo (22 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Pero, sin duda, Huy era un fiel seguidor de las tradiciones religiosas de su tierra. Devoto de sus dioses, Amenhotep había practicado el
maat
toda su vida, y su camino era considerado por aquel hombre como la piedra angular del gran orden cósmico en el que tanto creía. Su lealtad hacia Amón estaba fuera de duda, y desde su estratégico puesto había tratado de ayudar a su clero a fin de mantener un equilibrio político que se le antojaba crucial para la buena marcha del país de las Dos Tierras.

Su gran inteligencia le permitió manejar con maestría todos los problemas a los que se enfrentaba Egipto, para resolverlos con buen juicio y energía, hasta lograr que su figura se viera engrandecida a los ojos de todos; incluso de sus enemigos, que le temían.

El dios Nebmaatra le había permitido erigir siete estatuas de su persona en los templos, cerca de los dioses, y le había otorgado el privilegio de construirse su propio templo funerario, muy próximo al del faraón, junto al de su antepasado Tutmosis II, tal como si fuera un dios.

Casi octogenario, Huy tenía una idea clara de hacia dónde se dirigía su país, y el convencimiento de que el equilibrio por el que siempre había luchado era ahora tan frágil como la propia voluntad del hombre.

Cuando el anciano se dirigió por primera vez a Neferhor, este quedó prisionero al instante de sus palabras. Tras el tono dulce y el hablar pausado de Huy se escondía una firmeza extraordinaria; la misma fuerza que había notado en su mirada, y el joven no tuvo duda de que aquel hombre encerraba todo el saber que él siempre había deseado. Ni los «padres del dios», aquellos que podían soportar la proximidad de la imagen divina de Amón, poseían aquel poder. Al abrigo de las sombras del patio, Neferhor fue consciente de que Shai le mostraba un nuevo camino por el que nunca hubiera soñado transitar. El destino había acudido a él, como ya le ocurriera durante su infancia, de manera milagrosa, para enviarlo en compañía del hombre más poderoso que servía a las órdenes del dios. Huy había venido para llevárselo, y solo la mano del divino Amón podía estar detrás de un hecho tan inaudito. Era una demostración más de su poder; una suerte de milagro. O al menos eso creía el muchacho.

El poder y la gloria
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Desde la ventana, Neferhor observaba la magnificencia. La fastuosidad, la pompa, el ornato, se extendían ante su mirada hasta el extremo de que era imposible agotar los sinónimos ante aquella suntuosidad llevada hasta la apoteosis. Todo el esplendor de Karnak quedaba reducido a una mera ilusión al compararlo con semejante grandiosidad y boato. En nada se parecía la residencia del divino Amón al palacio del Horus reencarnado, el soberano de las Dos Tierras, Nebmaatra, vida, salud y prosperidad le fueran dadas, pues el dios que gobernaba Egipto estaba decidido a demostrar que su naturaleza divina detentaba el derecho a una morada acorde a su misma esencia, que haría enmudecer de envidia a los dioses primigenios, allá junto a las estrellas circumpolares.

Para un joven de condición humilde como Neferhor, el mundo que se abría ante sus ojos formaba más parte de la fantasía que de la realidad. Tras años de reclusión en el sagrado recinto del dios Amón, aquel lugar se le antojaba una suerte de quimera inesperada para la que no estaba preparado. El orden del templo, el recogimiento de sus acólitos, el silencio de sus centenarios patios, se habían transformado como por encanto en una explosión de bullicio, de colorido, de todo lo bueno que la vida podía ofrecer al hombre, aunque ello pudiera menoscabar su espíritu.

Atónito, Neferhor observaba todo esto, al tiempo que percibía su propia fragilidad y la del camino al que se veía abocado. No se le ocurría nada tan inseguro como un terreno que no había tenido oportunidad de elegir. Sus pies se hundirían en él sin remedio, tarde o temprano, y solo le quedaba aprender a caminar de nuevo por aquella especie de sueño al que había sido enviado. Sin embargo, todo cuanto contemplaba era real, y pertenecía al reino en el que los hombres eran gobernados con arreglo a sus leyes. Allí el
maat
solo era una palabra de cuyo significado no pocos se habían olvidado; un vago recuerdo adormecido en algún rincón de la conciencia que costaba desempolvar, pues la ambición es una aliada formidable del olvido, y el poder está grabado a fuego en el corazón de los hombres, cualquiera que sea su condición.

Poco podía imaginar Neferhor que más allá de los muros de Karnak existiera un universo como aquel, en el que tuvieran cabida todo lo bueno y lo malo de lo que el hombre era capaz.

Él, por su parte, se sentía insignificante en aquel microcosmos, como un recién llegado al que cualquier acontecimiento le sobrepasa irremisiblemente. Todo el poder de Kemet gravitaba sobre aquel lugar, y Neferhor no era más que un intruso del que poco se sabía.

Al mirar desde aquella ventana Neferhor percibía todo eso, a la vez que se rendía ante el esplendor que le rodeaba. No le extrañaba en absoluto que al lugar se le conociera con el nombre de Per Hai,
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Malkata, la «Casa del Regocijo», que era como le gustaba al faraón que la llamaran. Si existía un rincón en el mundo de los vivos capaz de invitar al regocijo, ese era aquel, tal y como si Nebmaatra hubiera pretendido proyectar los Campos del Ialú sobre dicho emplazamiento para disfrute de su majestad, y de cuantos allí le servíanizen maginar N.

Per Hai era una inmensa ciudad palacio que ocupaba cerca de ciento veinte
seshat
, unas treinta y dos hectáreas, y que había estado en permanente reforma desde hacía más de veinte años. Lo que en un principio no fue más que un pequeño palacio se había transformado con el tiempo en una fastuosa ciudad palaciega construida para mayor gloria del dios que reinaba en Egipto. Este había elegido cuidadosamente su ubicación en un terreno situado en la orilla oeste del Nilo, entre las primeras estribaciones de los farallones que albergaban la necrópolis tebana y el río, desde el que se dominaba toda la ribera, los templos mortuorios de sus antepasados y, al otro lado de las aguas, la ciudad de Tebas.

El palacio estaba construido, en su mayor parte, con ladrillo y madera, materiales perecederos, ya que la piedra estaba reservada para la inmortalidad de los dioses. Pero aun así el conjunto resultaba espectacular, pues se había cuidado hasta el último detalle de cada estancia, de cada jardín, hasta convertirlo en verdad en un remedo del ansiado paraíso al que todo egipcio esperaba llegar. En realidad toda el área estaba dividida en cinco zonas diferenciadas: un pequeño templo dedicado a Amón, al norte; un pabellón en el que tenían lugar las audiencias, situado en el centro; el llamado Palacio Norte, en el que habitaba Sitamón, la hija mayor del faraón; y las dependencias de los sirvientes y funcionarios. Más al sur se hallaba el palacio de Amenhotep III, y anexo a este el de su Gran Esposa Real, la reina Tiyi. Al sudoeste se levantaban las villas que acogían a los dignatarios, y además había un poblado en el que vivían todos los obreros que trabajaban en Per Hai, como albañiles, escultores, pintores, panaderos, tejedores, montadores, orfebres o cualquiera que ejerciera un oficio necesario para embellecer la ciudad.

Neferhor pronto pudo comprobar que los mejores artistas de Egipto habían participado en la decoración de Malkata para darle el aspecto lujoso que se desprendía de cada uno de sus rincones. Todos los muros exteriores estaban encalados en un blanco cegador y, en el interior, las paredes de las estancias rebosaban de vida para mostrar todo lo que la naturaleza regalaba a la Tierra Negra. Finamente estucadas, en ellas se representaban la vida animal, las plantas autóctonas del país, los bosques de papiros, los frondosos palmerales… En una sala podía admirarse, pintado con sorprendente realismo, un gato cazando ánades en los marjales, rodeado por cuantas especies solían habitarlos, y en otra a los dioses que todo lo impregnaban en aquella tierra. Había habitaciones cuyas paredes se hallaban decoradas con lujosos azulejos esmaltados con vívidos colores, y en algunas salas Nebmaatra había ordenado tachonar sus muros con incrustaciones de oro, el metal de los dioses.

Los suelos, a su vez, se hallaban adornados con múltiples representaciones. A veces las baldosas simulaban ser un estanque en el que nadaban los peces y crecían los lotos. Caminar sobre ellas era como hacerlo sobre las aguas del Nilo; el río que tanto amaban. Otras, en cambio, mostraban las imágenes de sus tradicionales enemigos para que pudieran ser pisadas cada vez que se atravesara el habitáculo. Motivos florales, escenas de la naturaleza…, una explosión de vida que se repetía en cada habitación, en cada uno de los numerosos baños, desde el suelo hasta los altos techos pintados de colores. Nada se había escatimado, pues el faraón había llegado a grabar su nombre en cada ladrillo del palacio en el que habitaba, y también el de la reina Tiyi en el suyo.

Mas aquella ostentación de lujo tenía su continuidad en el exterior, pues los edificios se encontraban rodeados de exuberantes jardines, salpicados por estanques de agua clara en los que abundaban los peces y los lotos. Muchas de las típicas plantas tebanas se encontraban allí. Los tamariscos, los sicómoros, las adelfillas y las mimosas crecían formando graciosos conjuntos que creaban una atmósfera que invitaba al esparcimiento. Las hermosas palmeras daban su característico toque para crear agradables sombras entre los caminos que recorrían aquel vergel, y bajo las cuales era fácil abandonarse arrullado por los trinos de los pajarillos y la penetrante fragancia de los macizos de alheña.

La Casa del Regocijo hacía honor a su nombre al despertar los sentidos de cualquiera que deseara abandonarse bajo su cobijo. Era como si todo lo bueno que Kemet pudiera ofrecer se encontrara dentro de aquellos ciento veinte
seshat
de fantasía; un inmenso regalo, sin duda, que el dios había decidido rematar con la construcción de un enorme embarcadero en forma de T, de dos kilómetros y medio de largo, unido por un canal con el Nilo, en el que fondeaba la falúa real, una embarcación fabricada en las atarazanas de Menfis con la mejor madera traída desde las montañas del Líbano, y que estaba forrada con finas chapas de oro.

Ahora Neferhor formaba parte de ese sueño, tan diferente del que siempre había perseguido y que, no obstante, lo había atrapado sin remisión.

Al mirar por aquella ventana y observar las maravillas que le rodeaban, el joven se dio cuenta de que su destino ya no le pertenecía.

En realidad, Per Hai había tomado su aspecto final en los últimos años gracias al impulso que Amenhotep III había dado a las obras. Estas parecían no acabar nunca, pues siempre surgían nuevas ideas con las que embellecer aún más el palacio. Habitualmente, el faraón acostumbraba a pasar la mayor parte del tiempo en sus palacios de Menfis y Mi-Wer, cerca de El Fayum, donde existía una residencia real desde los tiempos del gran Tutmosis III. Nebmaatra visitaba Tebas en contadas ocasiones; con motivo de las fiestas oficiales o para supervisar alguna de las innumerables obras que había acometido en la ciudad. Sin embargo, ante la proximidad de su jubileo, el faraón había decidido establecerse en un palacio digno de la gloria que los dioses le tenían reservada, y por ello, durante los últimos
hentis
, pasaba más tiempo en Tebas, donde tendría lugar su
Heb Sed
, la gran ceremonia con la que conmemoraría sus primeros treinta años de reinado. Pocos soberanos en la historia de Egipto habían tenido oportunidad de celebrarlo, y después de la entronización era la fiesta más importante para un monarca. Todo el país se hallaba inmerso en los preparativos, y la familia real permanecía más vigilante que nunca.

2

Neferhor no pudo despedirse de sus amigos. Casi como un proscrito, el muchacho abandonó Karnak cuando las primeras luces del alba aún no se anunciaban. El día anterior, tras su inesperado encuentro, el joven departió con sus mentores para recibir sus bendiciones. Estos le aseguraron que Amón le requería para un servicio de la máxima importancia, pero él no entendió nada.

—Algún día te darás cuenta de que el Oculto teje con hilos que resultan invisibles a nuestros ojos —le dijo Ptahmose. Neferhor miró a sus preceptores sin ocultar la confusión que le embargaba—. El muy sabio Sejemká te ha confiado cuanto podía decirte, y todo te será revelado en su momento —continuó el primer profeta.

—Pero… ¿qué puede ver en mí el divino padre para obligarme a abandonar el templo? —inquirió el joven con desánimo.

—Él no olvida tu servicio. Únicamente se lo ofrecerás de forma distinta. Él sigue tus pasos desde hace muchos años.

Neferhor se sintió avergonzado.

—Pero yo deseo profundizar en los sagrados misterios. Conocer las palabras de los dioses tal y como nos las enseñaron en el principio de los tiempos…

—Eso ya lo sabemos todos en Karnak —intervino Sejemká—. Tu lucidez es la que ha llamado la atención de Amón. Pero no olvides que la humildad debe prevalecer por encima de todo; eso fue lo primero que te enseñé.

—Los acontecimientos se precipitan —prosiguió Ptahmose—. Tu destino, el mío, y hasta el de Karnak están hoy más que nunca en manos del Oculto. Debemos confiar en él, pues su sabiduría supera nuestro entendimiento.

El joven reflexionó durante unos instantes y sin poder evitarlo se sintió incómodo. Se resistía a pensar que pudiera formar parte de un plan trazado tiempo atrás; sobre todo porque su naturaleza se sentía ajena a cualquier maquinación.

—Piensa en que Amón te tendió la mano cuando la tierra se abría bajo tus pies —dijo de repente el primer profeta—. Sin pedirte nada a cambio.

—Él ha sido un padre para mí —respondió el muchacho, arrepentido de sus pensamientos—. Cumpliré sus designios como hijo suyo que soy.

Aquellas palabras satisficieron a Ptahmose, que le sonrió.

—Pronto conocerás lo que se espera de ti; pero no por mi boca, ni por la de ningún otro hermano del templo. Servirás a las órdenes del muy alto Amenhotep, hijo de Hapu, a quien ya conociste. Él será quien te muestre la senda que debes seguir.

Neferhor se abstuvo de hacer ningún comentario, pues de sobra conocía él lo aficionados que eran aquellos sacerdotes a los juegos de palabras que ocultaban varias lecturas, y su gusto por envolverlas en un halo misterioso.

Ptahmose pareció adivinar sus pensamientos y al punto endureció el gesto.

—Mañana abandonarás Karnak con las primeras luces —dijo a continuación—. Nada te atará desde ese momento a nuestro clero. Ante los otros serás un escriba más que ha sido rechazado por nuestro divino padre. Así deben creerlo todos.

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