El secreto del Nilo (21 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

La inmensa habitación se encontraba en silencio, como si se hallara consagrada a Meretseger, la diosa que custodiaba la necrópolis real, «la que ama el silencio». Olía a incienso, y las débiles volutas que surgían de los pebeteros se desintegraban entre las ánimas de las lámparas de aceite que creaban una tenue iluminación que invitaba al recogimiento. Era una atmósfera que inducía a despojarse de lo mundano y a abandonarse en brazos de la quietud que desprendía aquel lugar.

Acompañado por su maestro, Neferhor avanzó hacia el centro de la biblioteca, abrumado por cuanto veían sus ojos. Él era capaz de captar el poder que poseían los miles de pergaminos que se amontonaban en los anaqueles, e imaginó los innumerables conjuros que guardarían en su interior; muchos de ellos quizá redactados por los grandes hierofantes de la antigüedad. Entonces sintió un escalofrío, pues su anhelo máximo siempre había sido el de llegar a convertirse, un día, en gran celebrante; conocedor de todos los secretos escritos por la mano del hombre y de los dioses.

Al aproximarse al centro de la sala, Neferhor reparó en la enorme representación grabada en el suelo. Dentro de un gran rectángulo, la figura del dios Amón surgía de las aguas primordiales tal y como si fuera la divinidad primigenia de la que brotaba la vida. El Oculto se encontraba flanqueado por el dios Thot, el que todo lo sabe, y por la diosa Isis, la maga entre los magos, la que todo lo puede. Al joven se le antojó que aquella escena nunca podía haber sido mejor elegida, pues plasmaba lo intangible y misterioso que podía llegar a resultar el camino de los hombres; su destino más oculto.

En cada uno de los lados de la biblioteca había una puerta que se presumía guardiana de los más ocultos secretos, y en la sala varios sacerdotes trabajaban en silencio en lo que parecía una labor de clasificación. Apenas repararon en los recién llegados, tal y como si no tuvieran ninguna significancia.

—¿Adónde conducen esas puertas? —preguntó Neferhor sin poder evitarlo.

—A otros habitáculos en los que se leen los textos sagrados y se practican ritos muy antiguos.

El joven tragó saliva con dificultad ya que se sentía excitado. Sin querer interrogó a su maestro con la mirada.

—Algún día podrás visitarlos, y con el tiempo colmarás tus deseos. Ya lo verás —le respondió Sejemká.

—¿Por qué me has traído aquí? ¿Por qué no hemos esperado a que me consagrara a Amón? La ceremonia se encuentra próxima —volvió a insistir el joven.

Sejemká suspiró.

—Amón ha decidido que sea así, pues tiene nuevos planes para ti —le susurró a su pupilo.

Este puso cara de no comprender.

—¿Nuevos planes? ¿A qué te refieres?

El anciano le miró fijamente y puso una mano sobre el hombro del joven.

—Como te advertí, Amón hace tiempo que sigue tus pasos. Él te ha elegido para una misión de la máxima importancia.

Neferhor trató de escudriñar en la mirada del maestro, pero esta le resultó impenetrable.

—Una misión —balbuceó el muchacho a la vez que intentaba interpretar las palabras del sacerdote—. Pero… pronto he de convertirme en
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. Sabes que ansío recorrer esta biblioteca para empaparme con su conocimiento. Atravesar esas puertas que dices que conducen a los ritos mistéricos. Convertirme, algún día, en gran celebrante.

—No habrá ninguna ceremonia para ti —le replicó el viejo con sequedad.

Neferhor creyó que se burlaba de él.

—Lo que dices no puede ser más que una broma. Todo esto forma parte de una prueba cuyo alcance ignoro —señaló el joven con una media sonrisa.

—No hay befa que valga en un lugar como este. No serás consagrado como sacerdote
web
.

Al ver la expresión del anciano, el muchacho sintió que las piernas le flaqueaban y su mirada se perdió en el desconsuelo.

—Pero… me he esforzado en todo aquello que se me pidió hacer —protestó—. Todos los días he cumplido con cuanto le resulta grato al Oculto y…

Sejemká hizo un gesto de disgusto.

—Él decide la forma en que debemos servirle —le interrumpió—. Y tu camino hace ya
hentis
que ha sido trazado.

—¿Hentis?
—preguntó el joven sin poder comprender el alcance de cuanto escuchaba.

—Así es. Tus años de aprendizaje en el templo han tocado a su fin.

Neferhor miró a su alrededor, descorazonado ante lo efímera que iba a resultar aquella visita. Se encontraba en el umbral que conducía a sus máximas ambiciones y en el último momento le negaban la posibilidad de traspasarlo; como si fuera un niño al que arrebatan su más ansiado juguete.

—Dime lo que he hecho mal —quiso saber el joven sin ocultar su decepción.

color=000 que he Te diré lo que has hecho bien.

Ambos abandonaron la biblioteca en silencio; Neferhor para interrogarse acerca de lo que ignoraba, y Sejemká en busca de las palabras adecuadas para explicar lo que también él desconocía.

—Llegará el día en que leerás los textos sagrados, y te serán revelados los grandes misterios que rodean al hombre —dijo Sejemká.

—Vago consuelo es ese para quien ignora el lugar que ocupa —contestó el joven sin ocultar su decepción—. ¿Me convertiré en un funcionario auxiliar? ¿En un laico al servicio del templo? ¿O en un simple escriba dedicado a redactar las cartas de los analfabetos? —inquirió sin poder reprimir su desdén.

—Nada de eso te está reservado. Recuerda que es fácil cerrar los oídos a la razón cuando nuestros deseos se ven truncados. —El joven apretó los dientes sin apartar la vista del empedrado suelo—. Tus aspiraciones no son más que gotas que caen en un crisol en el que el Nilo apenas cubre su fondo —continuó el anciano—. Forman parte de las ambiciones humanas que, de una forma u otra, todos tenemos. Convendrás conmigo en que la mayor parte de ellas son simples quimeras, imposibles de cumplir. Mas a la postre solo a los dioses compete el darles efecto. El crisol del que te hablaba es tan grande, que en él caben todas ellas, así como nuestros actos y pensamientos.

Neferhor lo miró de reojo, pues estaba acostumbrado a las admoniciones a las que tan aficionado era su maestro. Durante unos minutos ambos permanecieron callados, en tanto cruzaban uno de los patios.

—No es necesario consagrarse como
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para estar purificado —dijo Sejemká de improviso—. Hace tiempo que te encuentras en ese crisol del que te hablaba, en el que Amón todo lo ve. Él es la omnisciencia en estado puro, y tú has llamado su atención.

El joven se detuvo un instante para interrogar con la mirada a su maestro. Se hallaba tan desorientado que era incapaz de encontrar las preguntas adecuadas.

—Pero yo quiero servirle como el mejor de sus escribas. Convertirme en garante de sus más ocultos secretos —señaló al fin el muchacho.

—Y le servirás, te lo aseguro —le replicó el anciano—, pero no como tú piensas; no como tú has decidido.

El joven volvió a guardar silencio, sumido en sus pensamientos. Era inútil lamentarse, y mucho menos justificarse ante el maestro. Lo conocía bien y sabía lo mucho que le desagradaban tales comportamientos. Si quería saber lo que ocurría, era mejor hacer ver al anciano que aceptaba de buena gana lo que le tuvieran preparado.

—¿Y cómo puedo servir al divino Amón mejor que con el cálamo y el papiro? —le preguntó, ladino.

—Je, je —rio Sejemká, complacido por el cambio de actitud del muchacho—. No puedo darte detalles, pues los desconozco, pero sí adelantarte que el Oculto te honra con su confianza para que emprendas un camino que no te resultará fácil.

—Él conoce mi fidelidad —se apresuró a decir el joven.

—La conoce, y también tus aptitudes. Por eso te ha elegido. ¿Estás dispuesto a seguir los designios del Oculto?

—De todo corazón —contestó Neferhor sin pensarlo dos veces.

Aquella respuesta satisfizo en extremo al maestro, el cual dio unas palmaditas cariñosas en la espalda de su pupilo.

—Recuerda que, sea lo que fuere lo que te reserve el destino, tú pertenecerás siempre a este templo. No lo olvides —señaló el sacerdote con solemnidad.

—No lo olvidaré —dijo el muchacho, intrigado por el tono de aquellas palabras.

Acto seguido entraron en un pequeño patio rodeado de hermosas columnas papiriformes. Ra-Horakhty se encontraba en su zenit, y sus rayos reverberaban en las pulidas losas del suelo para crear toda una alfombra de fulgurantes destellos. El calor invitaba a caminar al abrigo de las columnas, pues bajo el techo que soportaban el ambiente era más agradable. Allí, en la sombra, había tres figuras que parecían hablar animadamente. Al aproximarse, el joven reconoció al instante a Nebamón, y junto a él a Ptahmose, el sumo sacerdote de Amón. Al ver al primer profeta el muchacho se sintió cohibido y se apresuró a inclinarse ante él. Ptahmose hizo un gesto para que se levantara y le observó unos instantes con atención. Aquel encuentro representaba un gran honor, y Neferhor apenas se atrevió a mantenerle la mirada. El sacerdote y visir del Alto Egipto vestía una túnica de un blanco inmaculado, a la vez que portaba un cetro
was
, símbolo de su poder.

—He aquí un escriba aventajado —dijo de repente—. Un joven de mente preclara que hace honor a su nombre. —Neferhor se puso colorado y fue incapaz de despegar los labios—. Amón lo rescató un día del nomo de Min, pues supo leer en su corazón sus cualidades. Como de costumbre, nuestro divino padre no se ha equivocado y ahora Neferhor está a punto de convertirse en uno de sus servidores, ¿no es así?

—Ansío purificarme ante el Oculto y dedicar mi vida a su servicio —se apresuró a contestar el joven.

—Nada más loable, sin duda —apuntó Ptahmose—, pero en Karnak ya existen suficientes sacerdotes
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como para ordenar uno más. El templo podrá prescindir de ti para ese cometido ya que tu utilidad quizá sea bien diferente. A Amón se le puede servir de diferentes formas, pero él siempre decide cuál de ellas le resulta más adecuada.

—Yo soy hijo de su templo —señaló el joven con respeto.

La respuesta pareció agradar al visir, y durante unos instantes se hizo el silencio. Entonces Neferhor reparó en el otro hombre que le observaba con atención. Era un individuo ya en la vejez, aunque fornido, y su mera figura causaba impresión, pues desprendía un halo de poder difícil de explicar. Al momento el joven dirigió una mirada a Nebamón, y este le sonrió.

—Hay alguien que quiere conocerte y que, créeme, te hace un gran honor con ello. Él es el celebrante en este templo y el Primer Amigo del dios Nebmaatra, vida salud y prosperidad le sean dadas —le dijo Nebamón.

Neferhor miró de nuevo al extraño y al punto volvió a sentir su poder. El joven se estremeció, pues había oído hablar mucho de aquel hombre que, según aseguraban, era poseedor de una sabiduría sin igual. Era toda una leyenda en el país de Kemet, y muchos le comparaban con el legendario Imhotep, arquitecto de la primera pirámide que se alzara en Egipto y sabio entre los sabios. Era tal el poder de aquel anciano, que él solo podía gobernar el país de la Tierra Negra sin ostentar ningún título.

Al observarle, Neferhor volvió a sentir aquella mirada demoledora que le atravesaba el corazón para leer en él sin dificultad. Era imposible no desnudar su
ba
ante él, como si para aquel hombre sojuzgar voluntades resultara una cuestión sencilla; algo sin importancia. Sus ojos brillaban como si poseyeran luz propia, cual lamparillas alimentadas desde su propio
ka
. Allí, ante él, se encontraba el hombre que gobernaba Egipto: Amenhotep, hijo de Hapu.

No había nadie en todo el país de Kemet que dudara de que Amenhotep, hijo de Hapu, era el hombre más grande de su tiempo. Aseguraban, y no sin razón, que todo Egipto estaba en su corazón, el órgano en el que residía el entendimiento, y que, por tanto, no se le escapaba ningún detalle o acción que tuviera lugar en su tierra; desde la lejana Naharina, en la frontera con Mitanni, hasta la cuarta catarata, en el país de Kush.

Si el comandante de una región en los límites del reino cometía una irregularidad, él lo sabía, y si el más pendenciero de los soldados originaba un tumulto en alguna recóndita casa de la cerveza del país, también lo sabía. No había movimiento cortesano del que no estuviese informado, ni asunto de Estado en el que no dejara sentir su influencia. Todo pasaba por sus manos sin haber sido nunca nombrado visir o virrey de Kush.

Amenhotep había nacido en Hut-Taheryib, capital del décimo nomo del Bajo Egipto, Ka-Kem, el Toro Negro, ciudad a la que los griegos más tarde llamaron Athribis, en el año cuarenta y uno del reinado del faraón Menkheperre, Tutmosis III. Su padre, Hapu, fue escriba de la ciudad, magistrado y también superior de los sacerdotes del templo de Horus-Khenty-Khety, el dios local que solía ser representado como un hombre con cabeza hieracocéfala, y en ocasiones de cocodrilo, y su madre fue la noble Itu.

Amenhotep, o Huy, apelativo familiar con el que le gustaba que le llamasen y muy común en Egipto, demostró desde temprana edad sus grandes dotes para el estudio y su inteligencia natural, que le ayudarían a escalar desde la base de la estructura social egipcia, peldaño a peldaño, hasta alcanzar el vértice de aquella inmensa pirámide en la que se encontraba el mismísimo faraón. Semejante esfuerzo le llevó nada menos que el reinado de cuatro dioses: Tutmosis III, Amenhotep II, Tutmosis IV y Amenhotep III. Durante todos estos años Huy profundizó en el conocimiento que atesoraban los templos desde los tiempos antiguos. Sin ser sacerdote fue capaz de conocer los misterios reservados solo para los iniciados, comprender la naturaleza de las cosas y el poder de la palabra, hasta convertirse en el mago más poderoso de la Tierra Negra. Siers su absoluto dominio de la magia y los ritos mistéricos le valieron su nombramiento como gran celebrante del dios Amón, y su profundo conocimiento de la geometría y la arquitectura le permitió ser el máximo responsable de todas las obras públicas de Egipto.

Fue con la llegada al trono de Amenhotep III, apenas un niño, cuando Huy pudo demostrar sus enormes dotes como hombre de Estado. Entrado ya en la cincuentena, Amenhotep, hijo de Hapu, gobernó su país con sabiduría hasta llevarlo a alcanzar las mayores cotas de opulencia y bienestar de su historia.

Sobre su persona recaían títulos tan dispares como: escriba real, ministro del Censo, intendente de los Rebaños de Ganado Mayor de Amón, jefe de Todos los Trabajos del Reino, jefe del Ejército de Menfis, gran intendente de las Obras Públicas, depositario del Sello del Rey del Norte, portador del Flabelo a la Derecha del rey, y Primer Amigo entre los Amigos del faraón, sin duda el título que más le satisfacía pues sentía un gran amor por su señor.

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