El secreto del Nilo (76 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

—Su nombre será Nebmaat, si a mi señor le parece bien.

—¡Nebmaat!

A Neferhor se le iluminaron los ojos, pues era un nombre magnífico. Nebmaat era uno de los cuarenta y dos jueces que acompañaban a Osiris en el Gran Tribunal que juzgaba las almas, y ante los cuales el difunto proclamaba su inocencia durante su «confesión negativa», en la que manifestaba no haber cometido determinados pecados. Nebmaat ocupaba la decimoquinta posición dentro del tribunal y, junto a Nehebkau, era el único de los jueces al que podía verse representado en solitario, casi siempre con un bonete y un faldellín con una cola de toro, a la vez que portaba un cuchillo y una palma en cada mano.

—Nebmaat —volvió a repetir el escriba. Significaba el «señor del
maat
», y Neferhor pensó que era un nombre perfecto para un gran magistrado, y que él mismo no lo hubiera elegido mejor.

Penw se presentó en su casa para darle la enhorabuena en compañía de su mujer y su hija, que ya era una mujercita. Esta había heredado las habilidades de su madre en la cocina, y había preparado unas tortas de miel y dátiles que, aseguraba, ayudarían a recuperarse a la esclava. Sothis quedó muy complacida, abrumada por el cariño que siempre le había demostrado aquel curioso hombrecillo con ojos de ratón. Él tampoco la había tratado nunca como a una sierva, y ahora se lo volvía a demostrar al presentarse en casa de su señor tal y como si fuera la esposa de este quien hubiera alumbrado, y no una insignificante nubia del desierto oriental.

—Está hecha con miel del dios —le confió Penw al escriba, como en secreto, con aquel gesto astuto que solía mostrar—. La cogí de las cocinas reales para que mi hija hiciera las tortas.

Neferhor le dio una cariñosa palmadita y pensó que sería una buena idea que Hesat, que era como se llamaba la hija del pinche real, trabajara por un tiempo en su casa hasta que Sothis pudiera valerse por sí misma.

—¡El hijo de Thot nos hace un gran honor! —exclamó Penw con teatralidad.

El escriba le hizo una seña para que bajara el tono de su voz.

—No debes nombrar a los antiguos dioses o te castigarán —le advirtió.

Penw abrió los ojos desmesuradamente.

—Pero… Si ya no existe Osiris, ¿qué será de nosotros cuando muramos? ¿Cómo alcanzaremos el Más Allá? —preguntó el pinche.

Neferhor le sonrió con dulzura, pues el pueblo, en general, no entendía nada de lo que estaba ocurriendo con los antiguos dioses. Todo resultaba extraño. Las necrópolis, siempre construidas en la orilla occidental del Nilo, se habían trasladado ahora al margen oriental, como bien había demostrado Akhenatón al excavar su tumba en los acantilados situados al este de la capital. La creencia en el Más Allá, tal y como la habían entendido los egipcios durante siglos, había sido eliminada.

—Me temo que hayamos abandonado a Osiris —respondió el escriba con pesar.

—¿Entonces? ¿Qué será de nuestras almas?

—Eso lo decidirá Akhenatón. Él y su real esposa serán los que juzguen quiénes alcanzarán la vida eterna.

Penw acabó por rascarse la cabeza, pues no entendía nada.

En realidad, los habitantes de la capital intentaban acomodarse a las nuevas corrientes impulsadas por el dios. Aunque muchos no las comprendieran, la mayoría se amoldó a ellas, igual que habían hecho antaño con las antiguas. En Akhetatón había trabajo y magníficos salarios, y la vida les parecía mucho más fácil que antes. Había comida y bebida abundante y, en el fondo, eso era cuanto importaba. Poco tardaron muchos de los ciudadanos en colocar imágenes de la nueva tríada atonista en los sagrarios de sus casas. Algunos incluso llegaron a sustituir a los antiguos dioses protectores del hogar, como Bes o Tueris, por figuras de Akhenatón y Nefertiti, a quienes rezaban. Las estatuas votivas del dios y su esposa se vendían por doquier, y las pequeñas estelas que representaban a los reyes junto a sus hijas en un ambiente familiar mientras el Atón los vivificaba con sus rayos llegaron a formar parte de muchos de los hogares de Akhetatón.

La pareja real, acompañada por las princesas, se aficionó por otra parte a los desfiles públicos, rodeados de gran aparato, y a recompensar a los súbditos más leales desde la ventana de las apariciones, situada en la Ciudad Central.

Los reyes surgían como parte de la luz procedente del Atón, y regalaban oro con magnanimidad entre loas y alabanzas.

Ay, el Padre del Dios, y su esposa Ty fueron agasajados por el faraón en público, de manera especial, y ahora que los tesoros de los templos llegaban a la ciudad, esta terminaría por convertirse en un emporio sin parangón en el país de Kemet, o al menos eso era lo que opinaban sus habitantes.

Paatenemheb también acudió una tarde a casa del escriba para felicitarle, y aunque permaneció poco tiempo, Neferhor le invitó a compartir una pequeña ánfora de vino de Buto que había adquirido para celebrar el acontecimiento.

—Te creía abstemio, noble Neferhor —le dijo Paatenemheb con su habitual sorna mientras brindaban.

—Una ocasión así lo merece.

—En eso tienes mucha razón. Horus, el patrón de mi ciudad natal, nunca tuvo en consideración mis ruegos, y la buena de Amenia no ha podido darme aún ningún hijo.

—El tiempo para implorar a los antiguos dioses ha pasado —le dijo el escriba, sorprendido por la franqueza del oficial; pero este no se inmutó.

—Seguro que me guardarás el secreto —le confió su invitado.

Neferhor le sonrió y volvieron a brindar. Luego hablaron de la mala situación militar en Siria, y del desagradable conflicto producido por el rey de Mitanni, de quien nada quería saber Akhenatón. Harto de sus quejas, el faraón había ordenado detener a sus mensajeros, Pirissi y Tulubri, a los que había encarcelado en celdas separadas, y Tushratta, como represalia, había hecho lo propio con el bueno de Mane, el enviado egipcio a su corte, al que Neferhor tenía en gran estima. El rey mitannio no entendía la actitud de su yerno el faraón, y le pedía encarecidamente que permitiera a sus mensajeros regresar a su reino para así dejar que Mane volviera a Egipto; pero Akhenatón hizo caso omiso del asunto, como si no fuera con él.

—Mal oficio el de mensajero real en los tiempos que corren —se limitó a comentar Paatenemheb, en tanto se despedía.

Neferhor no dijo nada, y mientras el oficial abandonaba su casa pensó en que ambos habían evitado hablar acerca del edicto promulgado por el dios, seguramente porque no hacía falta.

El reino de los proscritos
1

Un año después de que el faraón ordenara cerrar los templos, Egipto se hallaba al borde de la bancarrota. Las constantes obras que emprendía Akhenatón habían supuesto una carga difícil de soportar para sus arcas, y aunque la prohibición del resto de cultos había hecho reconducir sus recursos financieros, estos acabaron por desaparecer como el agua entre las manos. Había descontrol y dejadez entre los funcionarios, y abusos sin fin. Muchos fueron los que se enriquecieron a la sombra de aquel edicto, aunque a Akhenatón no pareciera importarle. Cada día se encontraba más cerca de su padre, alejado de su pueblo, al que ignoraba, y una suerte de misticismo se apoderó de él, hasta el punto de hacerle parecer ausente de todo lo terrenal.

A menudo podía vérsele de visita a su tumba, cuyas obras iban a buen ritmo. Allí pensaba enterrarse junto con Nefertiti y Tiyi, y posiblemente con alguna de sus hijas. Él había sido claro en este aspecto para proclamar que, donde fuese que muriera, sus restos debían ser trasladados a aquel túmulo.

En los farallones del este se construían otras tumbas destinadas a los dignatarios, a los que el faraón recompensaba de esta forma por sus servicios. Se excavaron tanto en los acantilados del norte como en los del sur, reservando las primeras a los consejeros más próximos al monarca.

Pero la ciudad de Akhetatón no representaba sino un oasis en medio del desolador panorama en el que se había convertido Kemet. Sus antiguos templos, ahora abandonados, eran guaridas de alimañas y abono para las malas hierbas. La cobra y el escorpión encontraron refugio entre sus piedras milenarias, y en Tebas sus habitantes vivían como podían, sin apenas trabajo y sin saber lo que les depararía el futuro.

Ellos no entendían cuanto ocurría y, sin embargo, la situación empeoraría aún mucho más.

Aquel décimo año Akhenatón dio el paso definitivo para completar su obra. En una demostración del furibundo odio que acumulaba hacia los cleros de la Tierra Negra, y en particular contra el del dios Amón, ordenó la persecución de sus acólitos así como la destrucción de toda estatua, bajorrelieve o símbolo en el que se hallaran representados los antiguos dioses. Incluso mandó borrar los signos que se refirieran a su forma plural, ya que solo existía un único dios y ese era el Atón.

Egipto se precipitaba definitivamente al vacío, al tiempo que el terror se extendía por cada uno de sus rincones como impelido por una fuerza maléfica difícil de explicar. Las detenciones empezaron a producirse casi de inmediato; las calles, plazas y pueblos se llenaron de soldados y
medjays
que los recorrían en busca de los desafectos al régimen. No habría piedad hacia ellos, y allí donde se les encontrara se les aplastaría como a las ratas.

Mahu, el jefe de la policía del faraón, leyó públicamente un decreto por el que se informaba de la prohibición de tener en las casas ninguna imagen o símbolo que hiciera mención a los dioses prohibidos. Los que no obedeciesen serían castigados duramente, sin compasión alguna, pues el rey quería limpiar la Tierra Negra de todo rastro de iniquidad para siempre.

Además, Mahu invitaba a todo buen ciudadano a denunciar a aquel que no cumpliera con la ley, pues el Atón se lo agradecería eternamente.

A los pocos meses el país se había convertido en un espantoso paisaje abrasado por el odio. Los hombres del faraón asolaron Kemet con su barbarie para destruir las imágenes de los templos e incendiar pueblos enteros. Algunos grupos de civiles se les unieron, y con martillos y escoplos destrozaron cualquier bajorrelieve en el que se hiciera mención a la religión del pasado. Los formones sacaban esquirlas de los viejos muros mientras aquellas hordas incontroladas entraban en los templos para hacer escarnio de sus dioses y también de los sacerdotes.

El clero de Amón fue especialmente perseguido. El Oculto representaba, más que ningún otro, todo lo que Akhenatón aborrecía; formaba parte de sus más profundos rencores, y era su deseo que desapareciera definitivamente cualquier vestigio de su culto.

En Karnak, grupos de soldados asiáticos, al servicio del monarca, convirtieron sus capillas en cocinas, y en lo más sagrado del templo desnudaron a los sacerdotes que encontraron para, seguidamente, vejarlos de la manera más vil y expulsarlos a la calle entre mofas y la mayor de las vergüenzas. Además hicieron de sus salas lugar de matanza. Allí mismo sacrificaron a cuantos animales considerados como sagrados encontraron para despiezarlos y comérselos, en un alarde de brutalidad muy propio del hombre. Luego robaron cuanto pudieron, y cuando se sintieron satisfechos por los ultrajes cometidos se dedicaron a asolar los campos, y a realizar gran pillaje.

Neferhor escuchaba todas aquellas noticias con la mirada perdida y el corazón compungido, y sin poder evitarlo se acordó de Neferhotep y Wennefer, y de los hombres santos que había conocido en Ipet Sut. El miedo corría por Kemet como si una epidemia de horror hubiera infectado cada lugar de aquella tierra. Al parecer, no habían sido respetados templos, obeliscos ni tumbas. Las huestes de Akhenatón habían llegado a profanarlas para borrar de sus paredes cualquier referencia a Amón, y en el templo de Hatshepsut, en Deir-El-Bahari, se habían ensañado especialmente con su nombre. La reina siempre había estado en el foco de la animadversión que había ido generándose en el corazón de los últimos faraones contra los sacerdotes de Karnak. Hatshepsut había sido el origen de todos los problemas que habían acuciado a sus sucesores, y Akhenatón no se olvidaba de ella.

—La violencia política es capaz de sacar lo peor de cada individuo —se había lamentado Paatenemheb al contar todo aquello al escriba.

—Pero… son soldados los que cometen tales desmanes —protestó Neferhor sin poder contenerse.

—Cuando el odio y el rencor anidan en los corazones, estos siempre interpretan las órdenes a su conveniencia. Son tropas facilitadas a Mahu, la mayoría formadas por nubios y asiáticos, que se unen a sus fieros
medjays
y a parte de la población que tiene cuentas pendientes.

Neferhor había pensado largamente en todo aquello. Paatenemheb tenía razón: el rencor oculto suele aparecer a la primera oportunidad, indefectiblemente.

En Akhetatón la situación era de una falsa quietud. En el interior de los hogares muchos ciudadanos mutilaban o eliminaban los signos comprometedores de sus imágenes. Atemorizados porque pudieran comprometerlos, se llegaron a borrar hasta las siluetas grabadas en los frascos de ungüentos y perfumes, y nadie hablaba de lo que sabían que estaba ocurriendo.

El escriba se negó en rotundo a renunciar a sus creencias, pues era lo único que le quedaría a un hombre cuando lo hubiera perdido todo; más allá solo le aguardaría la oscuridad.

Pero la invitación a denunciar a los sospechosos de sedición era una buena excusa para dejar salir aquel rencor agazapado. Mahu felicitaba a los que así lo hacían, y a no mucho tardar las envidias comenzaron a hacer acto de presencia y las acusaciones proliferaron. Muchos fueron injustamente difamados y la policía los sacaba de sus casas en plena noche para llevárselos detenidos.

La capital se llenó de nuevos
medjays
; aventureros y ladrones que se habían alistado ante las buenas perspectivas que representaDba para ellos la policía del faraón. Los tiempos estaban revueltos, y eso era todo cuanto necesitaban.

2

Neferhor se refugiaba entre los brazos de la mujer que amaba. El sentimiento iba mucho más allá de la atracción física que sintiera hacia ella, de sus caricias, o de aquella mirada que lo atrapaba de forma irremisible. Él la quería, y durante los últimos meses no había dejado de pensar en la felicidad que su esclava le procuraba cada día. En ocasiones, las emociones ayudan a descorrer velos que nos permiten ver donde antes no podíamos, y eso era lo que le había ocurrido al escriba. Sothis llenaba por completo su vida, y Neferhor no podía imaginarse esta sin la nubia a su lado.

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