El secreto del Nilo (80 page)

Read El secreto del Nilo Online

Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Su egoísmo le había animado a mirar hacia otro lado; al brillo que irradiaba el faraón, al esplendor de su corte, al amor imposible, o a la soberbia de sus propios conocimientos. Durante todos aquellos años había preferido olvidar sus raíces para dejarse llevar por aquello que el destino le tuviera preparado. Era una suerte de resignación contra la que siempre se había rebelado, aunque nunca encontrara las fuerzas suficientes para enfrentarse a ella. Neferhor jamás había sido dueño de su vida, y ahora se daba cuenta de ello, una vez más, bajo la sombra del árbol más sagrado de cuantos crecían en Egipto. Sus conocimientos no le habían servido más que para ocultar su propia cobardía pues, en el fondo, él había continuado huyendo de aquel hombre y de cuanto representaba.

Todo resultaba una farsa, una huida hacia delante, una burla hacia su propia dignidad, dondequiera que esta se encontrara. Que el viejo Kai viniera a recordárselo en aquella hora era más de lo que cualquier hijo podía soportar, y entonces el escriba notó cómo sus ojos se humedecían y sus labios se fruncían en un rictus sarcástico, de rabia, a duras penas contenida.

Casi de inmediato Neferhor volvió a escuchar las voces de los esclavos, justo para observar cómo el monstruo pasaba frente a él, cómodamente sentado en su silla. Había engordado considerablemente, como cualquier hombre rico que se preciara, pero continuaba manteniendo aquel porte despótico que le había hecho tristemente famoso en aquellas tierras durante tantos años. Pepynakht ya pasaba de los sesenta, pero se mantenía lozano debido a la buena vida que siempre le había gustado llevar. Mientras este se abanicaba con sus gordezuelas manos, Neferhor notó cómo se le revolvía el estómago hasta la náusea, y en un acto reflejo llevó una de sus manos hasta la empuñadura de madera del viejo cuchillo. Así observó a la comitiva alejarse calle abajo, bamboleando suavemente el palanquín en el que Pepynakht continuaba abanicándose con desgana, entre las voces con las que se demandaba paso y las acostumbradas amenazas de las varas. Inesperadamente el temible Hekaib había vuelto a su vida, y esta vez Neferhor no podía dejar de rendirle una visita de cortesía.

6

La noche se presentaba oscura y extrañamente silenciosa, como si los campos abandonados hubieran contagiado su pesar a aquellos parajes que siempre se habían mostrado rebosantes de vida. Al atardecer, los paisanos se recluían en sus casas para cenar en familia, como era costumbre, y cuando la barca de Ra navegaba por las primeras puertas del Mundo Inferior, los candiles se apagaban y apenas se escuchaba un ruido. Parecía un mundo de ultratumba, como si Osiris hubiera extendido su reino entre aquellos palmerales dispuesto a celebrar allí sus juicios.

Hacía un calor pegajoso, y el bochorno conseguía que aquella oscuridad pareciese aún más opresiva, capaz de atenazar a cuantos se atreviesen a desafiarla en aquella hora. Ni las lechuzas, siempre tan escandalosas, se decidían a ulular, y el rumor de las aguas del río llegaba tan apagado que hacía pensar que se encontrase a
iterus
de distancia, más allá de las lindes del desierto.

No era de extrañar que Neferhor escuchara con claridad el latido de su corazón. Este había impulsado cada uno de sus pasos hasta aquel lugar apartado, entre la espesura, en donde vivía Hekaib. Aquel latir era cuanto oía, como si todas sus emociones al unísono le hicieran palpitar apresuradamente, deseosas de mostrarse al fin después de tanto tiempo. Era como un genio del Amenti arropado por las tinieblas más insondables, un ánima perdida, o quizás un pobre loco en busca de un funesto final. Pero la razón del escriba no se detenía en semejantes disquisiciones; ni siquiera las vivas imágenes que acostumbraba a tener de su esposa e hijos tenían un lugar en su corazón. Una especie de sentimiento incontrolado se había apoderado por completo de él, y en este no había sitio para el amor ni mucho menos para el juicio sereno.

Solo así podría entenderse el que Neferhor se aventurara allí aquella noche. Por primera vez en su vida el escriba conocía la enajenación, y no existía texto sagrado o conjuro capaz de hacerle renunciar a ella. Durante varios días Neferhor había estado v igilando la casa; una pequeña villa rodeada por frondosos jardines y un muro de apenas cuatro codos de altura. Se trataba de un lugar idílico, sin duda, muy propio de alguien como Hekaib. ¡Hekaib!… Desde que el escriba le viera aquella tarde en Djarukha no había cesado de repetir su nombre como si se tratara de una letanía más de las muchas que había estudiado durante su juventud en Karnak. Pero cada una de aquellas repeticiones llevaba implícita la maldición y también una rabia que había contenido durante muchos años.

A Neferhor le resultó fácil estudiar con discreción la hacienda, así como los movimientos del déspota. Este se conducía como de costumbre, aunque su obesidad hacíale caminar con lentitud, y sus habituales amenazas no sonaban con la fuerza de antaño. El escándalo desatado a consecuencia de los hechos acaecidos en los Dominios de Amón en Ipu había obligado al antiguo supervisor a desaparecer por un tiempo de la vida pública, aunque con los años volviera a detentar un puesto en la administración local, pues por algo era concuñado del poderoso Ay, hermano y padre de reinas.

Ya nadie se acordaba de las muertes de Kai y Repyt ni de las de tantos otros desgraciados, y Hekaib brindaba por ello cada noche en compañía de alguna de sus esclavas, a las que continuaba siendo tan aficionado. Hacía años que había enviudado, y ahora vivía solo en compañía de sus núbiles doncellas y de varios esclavos que se encargaban de transportarle de acá para allá, en tanto soportaban su ira y malos modales. Como sus hijos se habían establecido en Asuán como funcionarios, gracias a él, Hekaib no tenía más familia en su hacienda que aquella pequeña corte de forzados servidores cuyas vidas le pertenecían por entero.

Desde su escondite, el escriba había observado cómo, cada noche, Hekaib se solazaba en la azotea de su casa en compañía de sus amantes sobre grandes almohadones, para disfrutar de este modo de la poca brisa que regalaba el río. Hacía un calor inusual para aquella época del año, y al déspota le gustaba gozar de la noche bajo el manto que Nut le procuraba hasta que el sueño le vencía.

Neferhor había escuchado su característica risa suave que tan bien recordaba, y sus palabras groseras cada vez que se dirigía a alguna de sus esclavas. A pesar de los años transcurridos Hekaib había cambiado poco, y su tono seguía siendo tan desagradable como de costumbre para todo aquel que se veía obligado a soportarle. Agazapado entre unos arbustos, cerca del pequeño muro, el escriba había tenido que hacer esfuerzos por no traspasarlo y presentarse ante el viejo supervisor para rendir cuentas con él allí mismo. Un deseo irresistible le animaba a ello, pero sin embargo el escriba consiguió sobreponerse y no cedió a aquel impulso que le reconcomía las entrañas. Entrar en la hacienda no le resultaría fácil, y mucho menos burlar a los fornidos esclavos que, de seguro, acudirían al primer aviso de su amo.

Para llegar a las habitaciones de este, Neferhor no tendría más remedio que escalar hasta la azotea a través de un tamarisco pegado a la casa, desde cuyas ramas debería saltar. No se le ocurría una manera mejor, y tras varios días de espera, el escriba estaba decidido a llevar a cabo su plan aquella misma noche, cuando todos durmieran.

Pero su oportunidad surgió de manera imprevista, como si formara parte de un entramado inalcanzable, de un argumento que ningún mortal sería capaz de imaginar, tan extraño y caprichoso como muchas de las cosas que les acontecían. Después de aguantar el rumor de las prácticas obscenas que le llegaban desde la azotea, y las habituales palabras gruesas con que Hekaib despedía a sus amantes, Neferhor vio cómo las luces de la casa se apagaban y el silencio se adueñaba de la finca, igual que de todo lo demás. El calor se hizo más opresivo, como si unas manos portentosas lo aplastaran contra la tierra sin piedad y, entonces, la puerta de la villa se abrió y la oronda figura del supervisor se dibujó en ella igual que si se tratara de una forma grotesca salida de un mundo irreal.

A la débil luz de una pequeña antorcha Hekaib se encaminó con paso lento pero decidido hacia la vereda que llevaba a la cercana orilla. Ante la sorpresa del escriba, aquel iba solo, y pasó tan cerca que creyó escuchar su pesada respiración y palabras entrecortadas, como si hablara consigo mismo. Luego pensó que era tal la soberbia de aquel individuo que no temía aventurarse por la noche hasta el río sin la compañía de alguno de sus esclavos. Después de toda una vida de impunidad, Hekaib se sentía seguro allá donde fuese, y más si era para bañarse en el río, ya que siempre había sido un buen nadador. El Nilo se encontraba próximo a su casa, y el calor era tan agobiante para alguien de su corpulencia, que había decidido refrescarse en las sagradas aguas.

Neferhor vio de nuevo la mano de los dioses en ello. No era posible tanta casualidad, y no obstante así había ocurrido. El que otrora fuera supervisor de los Dominios de Amón se dirigía al encuentro de su destino en una noche negra como no se recordaba.

El escriba salió de su escondite y siguió a aquella figura que apenas se recortaba a la luz del hachón. Al poco esta llegó a la orilla, y Neferhor observó cómo Hekaib se despojaba de su
kilt
y se sumergía en un remanso que formaba una pequeña playa donde, de ordinario, acostumbraba a bañarse. Neferhor se aproximó con sigilo, justo para oír los murmullos de placer que producía el agua fresca al déspota, y se ocultó entre unos cañaverales en tanto trataba de atisbar en derredor. Pero solo se escuchaban los chapoteos de Hekaib y sus placenteros gemidos. Allí no había nadie.

Neferhor se acercó hasta la playa y se sentó bajo una palmera. Su corazón latía de tal forma que al punto le asaltaron dudas sobre lo que debía hacer. Lejos se encontraba aquella conducta de la de un hombre sabio, y enseguida se acordó del viejo Huy y sus habituales admoniciones. El anciano jamás hubiera seguido a un hombre en aquellas circunstancias, pero él no era Huy, y lo peor era que se hallaba muy lejos de serlo.

Los impulsos señoreaban sobre la razón de nuevo, y ya no había posibilidad de controlarlos. En su fuero interno, Neferhor creía escuchar las voces de su padre y hermana que le animaban a que continuase allí. Probablemente fueran ellos mismos quienes impulsaran su sangre a través de los
metu
como si fuese impelida por un ariete. Sus miradas se cruzaban con las de él aquella noche, y el escriba no podía apartarla. Ellos le imploraban justicia y eso era todo cuanto entendía su corazón.

Cuando Hekaib salió del río, el escriba se agazapó como si fuese un felino. El viejo funcionario se sacudió el agua y acto seguido se sentó en la arena con parsimonia. Se le veía satisfecho, pues el agua le había refrescado sobremanera y se sentía a gusto allí. Entonces entrecerró los ojos u5n momento y, al abrirlos de nuevo, notó cómo una mano se cerraba sobre su boca al tiempo que el frío de la muerte se aproximaba a su garganta.

—Si gritas o haces un solo movimiento te degüello —oyó que le decían—. ¿Has comprendido?

Hekaib lanzó un gemido de terror, pues aquellos dedos que se aferraban a su boca lo hacían con una fuerza inaudita, y al momento asintió con la cabeza lo mejor que pudo.

—Bien, ahora vamos a conversar un poco.

Hekaib notó cómo se liberaba de aquella mano y la fría sensación de la hoja sobre su cuello desaparecía.

—¿Quién eres? —inquirió al momento, volviéndose hacia el extraño—. ¿Qué es lo que quieres de mí?

—Schsss —le amenazaron de nuevo—. Si alzas tu voz más allá del susurro te enviaré con Anubis.

Hekaib tragó saliva con dificultad en tanto se llevaba ambas manos a la garganta.

—¿Cómo te atreves? —masculló Hekaib—. Soy un hombre poderoso y…

—Sé muy bien quién eres, noble Pepynakht. ¿O acaso sería mejor llamarte Hekaib?

—¿Eh? ¿Qué es lo que pretendes? Muéstrate para que pueda verte.

—Soy un espectro del pasado que hoy viene a verte para saldar cuentas.

El déspota trató de incorporarse, pero aquella mano poderosa se lo impidió.

—No debes moverte de donde estás. Hapy será testigo de cuanto ocurra aquí esta noche.

Hekaib se estremeció.

—¿Qué quieres decir? ¿De qué ha de ser testigo el señor de las aguas? Yo no te conozco…

—En eso te equivocas, noble Pepynakht.

Entonces el escriba asió la pequeña antorcha y la situó entre ambos hasta permitir que la amarillenta luz los envolviera en una escena que parecía a punto de desvanecerse.

—Te digo que no te conozco —juró Hekaib al ver por primera vez aquel rostro—. Tú y yo no hemos tenido tratos. No sé qué es lo que buscas aquí.

—Busco la justicia que Kemet no quiso darme. Pero al fin ese día ha llegado.

Pepynakht abrió los ojos desmesuradamente y el escriba tuvo la impresión de hallarse ante un ser estrambótico. La cabeza era enorme, y al no tener casi cuello, se le asemejó a la de un sapo, con los ojos saltones mirándole fijamente. Al observar su desnudez, el escriba pudo percatarse de la magnitud de las carnes que le caían en interminables pliegues, y de lo macilento del color de su piel a la débil luz de aquella antorcha.

—Tus vilezas son tantas que es imposible que recuerdes a todos los que avasallaste.

Hekaib hizo intención de levantarse, pero al ver el cuchillo que le mostraba el extraño desistió de nuevo.

—¿Qué es lo que tienes contra mí? —quiso saber.

—Ya te lo dije; toda una vida de oprobios y vilipendios. El temible Hekaib, terror de cualquier
meret
que labrara estas tierras.

El viejo escriba le miró ladinamente.

—Pero tú no eres ningún campesino. Salta a la vista que eres hombre instruido, y harías bien en marcharte por donde has venido, pues sin duda te darás cuenta de cuáles podrían ser las consecuencias derivadas de este atropello.

Neferhor rio quedamente, asombrado por el cinismo de aquel hombre que parecía haber recobrado su habitual soberbia.

—Hubo un día en que fui
meret
, y de los más humildes, y tú visitabas mi casa para robarnos lo poco que nos quedaba después de trabajar los campos desde que Ra aparecía en su barca hasta que se lo tragaba la noche. A menudo nos engañabas, al tiempo que tomabas cuanto deseabas, sin respetar la honra de mujer alguna.

Hekaib hizo un gesto de desdén.

Other books

Russian Spring by Norman Spinrad
Trophy Wives by Jan Colley
Good Morning, Gorillas by Mary Pope Osborne
The Documents in the Case by Dorothy L. Sayers
All or Nothing by Kendall Ryan
The Santiago Sisters by Victoria Fox
The Christmas Bus by Melody Carlson