El secreto del Nilo (104 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Al astuto Ay no le había costado hacer ver a su hija el peligro que representaba para la corona sustentarse en alguien como Paatenemheb. La relación del Divino Padre con el general era de permanente contemporización, ya que ambos se odiaban. Para Ay, el general y escriba real era un hombre sumamente taimado y de ambición desmedida en el que no se podía confiar. Paatenemheb poseía elocuencia y un verbo fácil, y con un ejército detrás siempre supondría un riesgo para la bella Nefertiti.

Al principio, el nuevo faraón se había encontrado seguro, arropado por la autoridad del general, pero necesitó poco tiempo para adq뀀6uirir una visión más amplia de los riesgos que entrañaba una política como aquella. Nefertiti era una gran mujer de Estado, y la salida que había encontrado para liberarse del yugo que la amenazaba así lo atestiguaba.

Alejar a Paatenemheb de la corte en un momento como aquel había sido un acierto, y para cuando los espías de este pudieran darse cuenta de lo que en realidad se ocultaba detrás de los contactos diplomáticos mantenidos con el Hatti, sería demasiado tarde para los intereses del general. Que este había pensado en el trono resultaba obvio al Divino Padre, y para un hombre tan ambicioso como aquel, la posibilidad de un enlace con su hija no era ninguna quimera.

Después del primer contacto con Suppiluliuma, Ay esperaba la llegada a Egipto de un embajador del rey hitita, de quien por otro lado no le extrañaban sus dudas; pero antes o después enviaría un emisario, y todo debía estar preparado para cuando llegara ese momento.

El día que le advirtieron de la proximidad del enviado extranjero Ay trató de evitar la presencia en palacio de cualquier dignatario que pudiera representar un peligro y, así, cuando Hattu-Zittish se personó ante su majestad, solo Ay y el intérprete hitita acompañaban al faraón.

Sin embargo, las cosas no resultaron como el Divino Padre había planeado.

Neferhor nunca hubiera podido imaginar que un extranjero en la corte del faraón fuera a resultar tan determinante en los episodios que se vivirían a continuación; y todo debido a circunstancias que se remontaban a la niñez.

Su afición por la lengua acadia y la belleza de algunas de sus obras llevaron al escriba a simpatizar con los hititas que trabajaban en su departamento; en concreto con uno de ellos, con el que llegó a estrechar su relación.

Se trataba de un tipo verdaderamente brillante, con un don natural para el estudio de las lenguas. Dominaba la escritura egipcia, en cualquiera de sus formas, como el más avezado de los escribas, y un sinfín de hablas y dialectos que, según aseguraba, había aprendido a lo largo de una vida errante. De padre hitita y madre amorrita, su infancia había resultado un infierno difícil de imaginar, entre castigos, palizas y la permanente amenaza de la guerra, pues este había sido el escenario principal que le rodeara. Su progenitor fue un soldado, famoso por su brutalidad entre sus mismos camaradas, que dio mala vida a su madre y al que se alegró de ver muerto durante una de las habituales campañas que el Hatti sostenía con sus vecinos mitannios. Para entonces su pobre madre ya había muerto, y el joven fue recogido por sus tíos que lo llevaron a Hattusa, la capital hitita, donde vivían. Allí repudió sus bárbaras costumbres, y en cuanto tuvo edad se marchó para ganarse la vida en lo que pudiese, lejos de las guerras que tanto aborrecía.

Pero toda Siria se hallaba en permanentes conflictos, y ello le animó a viajar hasta Babilonia, donde quedó fascinado por su cultura y grandeza. Su gran facilidad para las lenguas le hizo aprender el acadio clásico y dominar sus símbolos. El joven llegó a conocer las variantes de esta lengua y los dialectos hablados desde Mesopotamia hasta Canaán. Poseía un espíritu sensible, y se aficionó a escribir poemas de amor y a relatar todo lo bueno que veía en el hombre cuando este se encontraba lejos de la barbarie.

Se ganó la vida como intérprete, y las grandes caravanas pugnaban por hacerse con sus servicios pues se trataba de un hombre capaz de salir con bien gracias al poder de sus palabras, a la vez que les solucionaba no pocos problemas. De este modo fue como sus pasos le condujeron a Egipto, y cuando se vio por primera vez en la tierra de los faraones, su alma se vio cautivada por el misterio que emanaba de cada rincón de aquel valle sin igual. Kemet lo había conquistado, y no tardó mucho en dominar su habla.

Cuando estudió por primera vez los símbolos sagrados tallados en la piedra, se sintió fascinado. Zalmash aprendería a escribir los jeroglíficos, y también el hierático empleado de ordinario en los documentos; y a eso se dedicó con la ayuda de un viejo escriba al que pagó una fortuna por que se dignara a mostrarle las palabras de Thot.

Al fundarse la ciudad de Akhetatón, el hitita se dirigió hasta allí dispuesto a abrirse camino como tantos otros «hombres nuevos». Una vez en la capital se enteró de que el faraón buscaba buenos intérpretes para su Casa de la Correspondencia del Faraón, y al ver la oportunidad que se le ofrecía no dudó en aprovecharla. De este modo fue como Zalmash llegó hasta la corte del dios.

Su contacto diario con las noticias que llegaban desde Oriente hizo que Zalmash retomara su odio hacia la guerra. Los conflictos en Siria parecían no acabar nunca, y la permanente beligerancia del Hatti le hizo revivir el infierno de su niñez. En su opinión este se trataba de un pueblo bárbaro que había hecho de la batalla un fin en sí mismo. Él sabía muy bien que no se detendría nunca, y que siempre existiría un país por conquistar y gentes a quienes sojuzgar. Su odio se veía acentuado por el hecho de llevar su sangre en las venas, ya que abominaba de ello.

La Tierra Negra atravesaba un período de confusión y Zalmash no tenía ninguna duda de que el Hatti se aprovecharía de esta circunstancia.

No obstante, su origen hitita hacía que la mayoría de los egipcios le miraran como uno de aquellos asiáticos que se habían vendido al servicio del dios. Zalmash era un hitita, por mucha competencia que demostrara cada día en su cometido.

Para el faraón, la cosa resultaba diferente. Un intérprete como aquel no tenía precio y resultaba fundamental para cualquier embajada diplomática. Zalmash era el hombre perfecto para Nefertiti, pues su origen le proporcionaba ciertas garantías para que guardara silencio en todo lo que presenciara. Él sería el escriba que redactaría su trascendental mensaje, y el dios se imaginó que en su interior Zalmash se alegraría de que un príncipe de su pueblo pudiera llegar a sentarse en el trono de Egipto.

Pero ese fue su gran error. Cuando Zalmash vio lo que el faraón había tramado, todos los horrores sufridos en épocas pasadas se hicieron presentes de nuevo en su corazón para atormentarlo. Aunque disimulara muy bien cuanto sentía mientras transcribía las palabras dictadas por Smenkhara, su estómago se revolvía, y el temor se apoderaba de él ante las consecuencias que podría traer un acuerdo como el que proponía Nefertiti. El semblante de asombro de Suppiluliuma quedaría grabado en su memoria para siempre, y cuando regresaba a Kemet como parte del pequeño séquito del embajador Hanis, Zalmash se imaginó la codicia que surgiría en el뀀4 rey y los planes que, de inmediato, estudiaría con su consejo. Una mujer le ofrecía el control de la tierra, y Zalmash no quería ni pensar cuáles serían las consecuencias. El hitita sabía que el viejo zorro enviaría a uno de sus embajadores para convencerse de que semejante propuesta no era ninguna broma; y no tardaría mucho. Por ello, cuando Hattu-Zittish se presentó en la capital egipcia, el escriba pensó que debía hacer algo para que aquella monstruosidad no llegara a concretarse.

El día previo a la recepción, Zalmash estuvo nervioso, sin saber a quién recurrir. La corte del faraón era un nido de intrigas en el que no podía entrar. Si lo hacía su vida no valdría un
quite
, y sin embargo alguien debía saber lo que estaba ocurriendo; pero ¿a quién acudiría?

Un heraldo vino a buscarle para ir a palacio, donde todo estaba preparado. Poco antes de que el embajador hitita se personara en la sala, Nefertiti le dictó los términos de su carta para que él los preparara de forma adecuada. Zalmash se hallaba escandalizado, mas permaneció impávido, y cuando transcribió el dictado a la escritura cuneiforme en una habitación anexa, el escriba hizo una copia del documento en otro papiro y lo ocultó bajo su faldellín.

Al abandonar el palacio, Zalmash pensaba en la mezquindad humana, y en lo fácil que resultaba para la traición encontrar un precio.

A la mañana siguiente el escriba hitita anduvo por su oficina como un ánima en pena, aún impresionado por cuanto había presenciado. Le era imposible concentrarse en ninguna tarea, y decidió salir al patio columnado a tomar un poco el aire, pues el día se presentaba con una temperatura agradable. Se hallaba ensimismado en sus cuitas cuando Zalmash vio pasar a Neferhor, absorto en quién sabe qué pensamientos, como acostumbraba. El hitita observó cómo aquel se alejaba, y al punto su corazón se iluminó con el primer rayo de esperanza desde hacía tiempo. El
sehedy sesh
y él tenían una buena relación, y Zalmash consideraba a su superior como un hombre sabio y de buen corazón. Estaba convencido de que Neferhor se espantaría si se enteraba de lo ocurrido, y durante el resto del día el hitita se convenció de que aquella era la única persona que conocía a la que podía confiar su secreto.

De esta forma Zalmash esperó a que el resto de sus colegas abandonaran el edificio. Como bien sabía, el
sehedy sesh
solía quedarse trabajando hasta que la tarde empezaba a caer, y en cuanto el hitita se vio solo se dirigió al despacho de su superior sin apenas poder ocultar la zozobra que sentía.

Cuando le vio aparecer, Neferhor le sonrió, pero al observar su semblante demudado le preguntó si se encontraba bien.

—No es la enfermedad la que me angustia, gran Neferhor, sino la vileza.

El
sehedy sesh
se quedó perplejo, pero al punto le invitó a sentarse. Entonces, ante su asombro, Zalmash liberó su alma de los pesares.

Al finalizar, Neferhor se hallaba tan lívido como su funcionario, y era incapaz de decir nada. Tras unos momentos de silencio, Zalmash mostr뀀ó el pequeño papiro que llevaba enrollado en la mano, y se lo entregó a su superior.

—Yo mismo lo escribí, para mi pesar —se lamentó el hitita.

Neferhor le miró un instante, y acto seguido desenrolló aquel infame pergamino. El texto decía así:

¿Por qué dijiste me están engañando con este asunto? Si hubiera tenido un hijo, ¿hubiese escrito acerca de mi vergüenza y la de mi país a una tierra extraña? ¡No me has creído y así me lo has hecho saber! ¡Jamás tomaré a uno de mis súbditos para convertirlo en mi esposo! ¡No he escrito a ningún otro país, solo a ti me he dirigido! Dicen que tus hijos son muchos: así pues, entrégame a uno de tus hijos. ¡Para mí será un esposo, pero en Egipto será el rey!
[51]

Ankheprura-Smenkhara

Cuando llegó a su casa, Neferhor todavía se encontraba bajo los efectos de lo inimaginable. Su corazón se resistía a reconocer lo que sus ojos habían visto, y su razón a aceptar un hecho de semejante naturaleza. No tenía palabras y, sin embargo... Los acontecimientos se precipitaban, y aquella misma noche escribió al general Paatenemheb.

12

Cuando Hattu-Zittish dio fe a su señor de cuanto había visto, este se relamió sin poder evitarlo. Para entonces el monarca ya había trazado sus planes, e incluso se había atrevido a conformar un mapa del mundo tal y como él lo concebía a partir de ese momento. Un nuevo orden surgiría en la tierra para gobernarla con arreglo a sus leyes. Suppiluliuma pasaría a los anales como el rey más grande que conocieran los tiempos. Con Kemet bajo su yugo, una nueva dinastía hitita se sentaría en el trono de Horus, algo inimaginable, y todo debido a la ambición de una reina que no estaba dispuesta a dejar de ser faraón.

Al leer la carta firmada por Smenkhara, Suppiluliuma se acarició la barba durante un buen rato, como solía hacer cuando tramaba algo. La desesperación que dejaban traslucir aquellas palabras era una prueba más del ansia de Nefertiti por continuar aferrada al poder bajo cualquier circunstancia. El rey hitita sabía muy bien lo que sentía la egipcia, y también que esta esperaba manejar a su nuevo esposo para continuar gobernando a su conveniencia.

Suppiluliuma rio quedamente al volver a leer el papiro. «Entrégame a uno de tus hijos y en Egipto será el rey», decía.

—El dios que gobierna las Dos Tierras tiene un genio terrible —le había asegurado su embajador—. Quiere cerrar el trato cuanto antes.

El rey ya tenía preparada la respuesta; y esta era concluyente. Si Nefertiti le pedía uno de sus hijos como esposo, él la complacería de inmediato. Tenía el hombre adecuado para ella; el príncipe Zannanza. A Suppiluliuma le brillaron los ojos al pensar en ello. Zannanza era un joven apuesto con un carácter tan fuerte, que doblegaría a la hermosa dama sin ninguna dificultad. El príncipe era un gran guerrero, y su bravura resultaba bien conoc{ida en el ejército, donde era muy respetado. Al viejo rey no se le ocurría nadie mejor que él para gobernar Egipto. Nefertiti sabría lo que era un hombre de verdad, y también su pueblo, corrompido por sus estrambóticos dioses.

El real cortejo estaba preparado para partir hacia la Tierra Negra; Zannanza recibiría las bendiciones de su augusto padre y también sus consignas. Dentro de poco sería faraón.

La sangre se heló en sus venas, y por cada uno de sus
metu
solo circularon fluidos incalificables; emponzoñados por la furia, la indignación y la incredulidad. Paatenemheb apenas podía dar crédito a lo que leía. Una intriga como aquella era difícil de superar y tan arriesgada que el general a duras penas consiguió salir de su asombro. Aquella carta era la mayor traición que un faraón hubiera perpetrado a Egipto durante su ya milenaria historia. Los tiempos nunca habían visto nada parecido, y el general no pudo por menos que apretar los dientes y cerrar sus puños con rabia. Hacía mucho que el
maat
había desaparecido de Egipto, aunque jamás hubiese pensado que se llegaría a una situación como aquella.

Indudablemente, Nefertiti tenía sus razones para embarcarse en una aventura semejante, y pasados los primeros momentos de indignación, Paatenemheb reflexionó sobre ello. La antigua reina demostraba un innegable arrojo a la vez que daba rienda suelta a unas ambiciones que él conocía de sobra. Para ser justos, todos los poderosos en Kemet las tenían, empezando por él mismo. El general había hecho sus planes, y la vulnerabilidad de Smenkhara le había empujado a ello. La facción que apoyaba a la reina no era lo suficientemente fuerte para despejar todas las sombras que amenazaban al trono, y su propio concurso se le antojaba fundamental para ello. Así lo había entendido también Nefertiti al otorgarle su confianza, aunque al final esta hubiera resultado demasiado efímera. El conflicto bélico en el norte de Siria representaba la excusa perfecta para alejarle de Kemet, y el faraón lo había aprovechado para arrojarse en los brazos de su principal enemigo. Smenkhara estaba dispuesto a sellar una alianza con los más fuertes para solucionar de una vez para siempre lo que se le antojaba un problema de envergadura. Con una unión como aquella, Nefertiti eliminaba a todos sus enemigos al tiempo que les hacía ver cuán inaccesible resultaba para ellos su poder.

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