El secreto del universo (29 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

La palabra «moabita» quiere decir, en realidad, «individuo perteneciente a un grupo que no recibe de nosotros más que lo que se merece: odio y desprecio». ¿Cómo podría traducirse esta palabra en un solo vocablo que significara eso mismo en la actualidad para, por ejemplo, un gran número de ciudadanos griegos?…Pues por «turco». ¿Y para muchos ciudadanos turcos?…Pues por «griego». ¿Y para muchos estadounidenses blancos?…Pues por «negro».

Para poder apreciar en su justa medida el
Libro de Ruth
, vamos a pensar que Ruth no es una moabita, sino una negra.

Relean la historia de Ruth y traduzcan «moabita» por «negra» cada vez que aparezca. Noemí (imagínenselo) regresa a los Estados Unidos con sus dos nueras negras. No es extraño que intente convencerlas de que no la acompañen.
Es
asombroso que Ruth quiera tanto a su suegra que esté dispuesta a enfrentarse a una sociedad que la odia sin ningún motivo y que se arriesgue a recolectar el trigo delante de las narices de impúdicos segadores que no tienen ningún motivo para suponer que hayan de tratarla con alguna consideración especial.

Y cuando Boaz preguntó quién era, en lugar de leer «Es una muchacha moabita», pongan «Es una muchacha negra». En realidad, es más probable que los segadores le dijeran algo equivalente a (y perdonen mi lenguaje): «Es una asquerosa negra.»

Si lo consideran de esta manera, se darán cuenta de que toda la intención de la historia está única y exclusivamente en la traducción. El hecho de que Boaz esté dispuesto a casarse con ella, porque es una mujer virtuosa (y no porque fuera una belleza nórdica) adquiere una cierta nobleza. El veredicto de las vecinas, según el cual Ruth era mejor para Noemí que siete hijos, se transforma en algo que sólo habrían dicho de tener muy buenas razones para ello. Y el toque final de que de este cruce de razas naciera nada menos que el gran David es algo que corta el aliento.

En el Nuevo Testamento tenemos un ejemplo parecido. En una ocasión, un estudiante de la Ley le preguntó a Jesús qué había que hacer para merecer la vida eterna, y respondió a su propia pregunta diciendo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo» (
Lucas
, 10, 27).

Estas admoniciones están tomadas del Antiguo Testamento, por supuesto. La última frase sobre el prójimo está tomada de un versículo que dice: «No serás vengativo ni guardarás rencor a tus conciudadanos. Amarás a tu prójimo como a un hombre igual a ti mismo» (
Levítico
. 19, 18).

(En este caso me gustan más las traducciones de la Nueva Biblia Inglesa que la del rey Jaime: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» ¿Quién es el santo capaz de sentir verdaderamente el dolor o el éxtasis de otro de la misma forma que siente los suyos? No hay que pedir demasiado. Pero si nos limitamos a admitir que otra persona es «un hombre igual a ti mismo», entonces al menos podemos tratarlo decentemente. Cuando nos negamos a admitir incluso esto y consideramos a los demás inferiores a nosotros, es cuando el desprecio y la crueldad llegan a parecer naturales y hasta laudables.)

Jesús se muestra de acuerdo con la sentencia del hombre de leyes y éste se apresura a preguntar: «Y, ¿quién es mi prójimo?» (
Lucas
, 10, 29). Después de todo, el versículo del
Levítico
habla en primer lugar de guardarse de ser vengativo y rencoroso con los
conciudadanos
; ¿no podría ser entonces que el concepto de «prójimo» se limitara a los conciudadanos, a los de nuestra propia clase?

Jesús le responde con la que quizá sea su mejor parábola: la del viajero que fue asaltado por los ladrones, que le apalearon y robaron, dejándolo medio muerto en el camino. Jesús continúa: «Coincidió que bajaba un sacerdote por aquel camino; al verlo, dio un rodeo y pasó de largo.

Lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio; al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de viaje, llegó a donde estaba el hombre, y, al verlo, le dio lástima, se acercó a él y le vendó las heridas, echándoles aceite y vino; luego le montó en su propia cabalgadura, le llevó a una posada y le cuidó» (
Lucas
, 10, 31-34).

Luego Jesús preguntó quién era el prójimo del viajero, y el abogado no tuvo más remedio que responder: «El que tuvo compasión de él» (
Lucas
, 10, 37).

Esta es la parábola del buen samaritano, aunque en la parábola Jesús no se refiere a él como
buen
samaritano, sino simplemente como a un samaritano.

La fuerza de la parábola queda completamente destruida al utilizar la extendida frase «buen» samaritano, porque de esta manera se da una falsa impresión de quiénes eran los samaritanos. Si se utilizara la palabra «samaritano» en un
test
de libre asociación, todo el mundo respondería «bueno». Tenemos tan grabado en la memoria que los samaritanos son buenos, que damos por supuesto que un samaritano siempre actuaría así y nos asombramos de que Jesús insista de esa manera en la historia.

¡Nos olvidamos de quiénes eran los samaritanos en la época de Jesús!

Los judíos
no
los consideraban buenos. Eran herejes odiados, despreciados y viles con los que ningún buen judío hubiera querido mezclarse. De nuevo, el punto culminante es la no traducción.

Supongamos, en cambio, que es un viajero blanco en Mississippi el que ha sido atacado y yace medio muerto. Y supongamos que los que hubieran pasado de largo, negándose a «tener nada que ver», fueran un sacerdote y un pastor actuales. Y supongamos que el que se paró y cuidó del hombre fuera un aparcero negro.

Ahora pregúntense: ¿quién era el prójimo al que hay que amar como si fuera un hombre igual a uno mismo para salvarse?

La parábola del buen samaritano nos demuestra claramente que el concepto de «prójimo» no está restringido en absoluto a ningún grupo, que no se puede ser bueno sólo con los del propio grupo o la propia clase. Todo el género humano, hasta aquellos que son más despreciados, es nuestro prójimo.

Bien, así que en la Biblia tenemos dos ejemplos, en el
Libro de Ruth
y en la parábola del buen samaritano, de enseñanzas que se pierden en la no traducción y que, sin embargo, son terriblemente pertinentes para nosotros en la actualidad.

A todo lo largo y ancho del mundo se producen enfrentamientos entre diferentes grupos del género humano definidos por su raza, su nacionalidad, su filosofía económica, su religión o su idioma, de manera que un grupo no es el «prójimo» de ningún otro.

Estas diferencias más o menos arbitrarias entre los pueblos que son miembros de una única especie biológica son tremendamente peligrosas, y en ningún lugar lo son tanto como en los Estados Unidos, donde el enfrentamiento más peligroso (no es necesario que se lo diga) es el que se produce entre blancos y negros.

Hablando en general, después del problema de la explosión demográfica, el mayor peligro al que se enfrenta el género humano es el de estos enfrentamientos, sobre todo en los Estados Unidos.

Tengo la impresión de que cada año aumentan el odio y la ira que hacen que los blancos y los negros se enfrenten violentamente. Esta continua escalada de violencia no parece tener otra salida que la guerra civil.

Con toda probabilidad, esta guerra sería «ganada» por los blancos, que están en ventaja numérica y en mayor ventaja aún en cuanto a fuerzas organizadas. Pero esta victoria supondría un enorme coste material, y sospecho que el coste espiritual resultaría fatal.

¿Y por qué? ¿Tan difícil es reconocer que, después de todo, el prójimo somos todos? ¿No podríamos las dos partes —las
dos
partes— aceptar la enseñanza de la Biblia?

O, si les parece que citar la Biblia es demasiado poco comprometido y que repetir las palabras de Jesús es demasiada beatería, digámoslo de otra manera, de una manera práctica:

¿Acaso el privilegio de sentir odio es una sensación tan agradable que por ella merezca la pena pasar por el infierno material y espiritual de una guerra civil entre blancos y negros?

Si verdaderamente la respuesta es «sí», entonces sólo me queda dejarlo por imposible.

NOTA

Hoy en día resulta embarazoso hablar de temas como la hermandad de la humanidad (esta expresión es más torpe, pero menos machista que la de «la hermandad del hombre»).

Después de todo, en los años ochenta hemos descubierto que es posible ganar elecciones denunciando que el adversario está corrompido por «esa palabra que empieza por L» (es decir, «liberalismo», si me perdonan el lenguaje). Ahora ocurre que uno resulta sospechoso y es despreciado si muestra compasión por los pobres, los necesitados, los oprimidos y los miserables.

He intentado forzarme a cambiar. Me he dicho: «Sé un ciudadano sólido. Simpatiza con los ricos y los avaros. Admira a los
yuppies
y a los egoístas. Codéate con los financieros de Wall Street y con los traficantes de influencias de Washington. Estrecha la mano de los que saquean los fondos públicos a escondidas mientras proclaman su patriotismo en voz alta.»

El problema es que no puedo. No sé cómo hacerlo. Sigo siendo un l… El articulo anterior fue publicado en 1972, en el profundo fango de la época de Nixon, y ahora vuelvo a publicarlo.

LO ANTIGUO Y LO DEFINITIVO

Hace unas tres semanas (en el momento de escribir esto) asistí a un seminario en un lugar al norte del Estado de Nueva York, un seminario sobre las comunicaciones y la sociedad. Yo no tenía mucho que hacer, pero estuve allí cuatro días, así que tuve la oportunidad de enterarme de las actividades que se estaban desarrollando
[17]

La primera noche asistí a una conferencia excepcionalmente buena dictada por un caballero extraordinariamente inteligente y encantador, que trabaja en el campo de las cintas de vídeo. Con argumentos atractivos, y en mi opinión irrefutables, afirmó que las cintas de video representaban la tendencia del futuro en el campo de las comunicaciones, o al menos una de las tendencias.

Señaló que los programas comerciales destinados a cubrir los tremendos gastos de las cadenas de televisión y de los terriblemente ávidos anunciantes no tenían más remedio que atraer a audiencias de decenas de millones de espectadores.

Como todos sabemos, los únicos programas que tienen alguna posibilidad de agradar a entre veinticinco y cincuenta millones de personas son los que evitan cuidadosamente la posibilidad de ofender a nadie. Cualquier cosa que pudiera darles un poco de sabor o de variedad ofendería a alguien y se habría perdido la partida.

Así que sólo sobreviven las papillas insípidas, no porque sean especialmente agradables, sino porque tienen buen cuidado de no resultar desagradables para nadie. (Bueno, a algunas personas, como a usted y a mí, por ejemplo nos desagradan, pero cuando los magnates de la Unidad contabilizan el número de ustedes y yoes, y de gente como nosotros, el resultado final les provoca desdeñosas carcajadas.)

Pero las cintas de video, capaces de complacer a los paladares más peculiares, solo venden contenido, y no tienen por que enmascararlo con un barniz falso y costoso o con la presencia de alguna renombrada estrella del espectáculo. Si se lanza una cinta sobre estrategias de ajedrez con símbolos de las piezas de ajedrez moviéndose sobre un tablero, no es necesario añadir nada más para vender un número
x
de copias a un número
x
de fanáticos del ajedrez. Si cada cinta se vende a un precio que cubra los gastos de su edición (más un honrado margen de beneficios) y si el número de ventas está de acuerdo con lo fijado, entonces todo va bien. Es posible que alguna cinta venda menos de lo previsto, pero también es posible que otra venda mucho más de lo que se esperaba.

Para abreviar, el negocio de las cintas de vídeo sería bastante parecido al de las editoriales.

El orador expuso este punto con toda claridad, y lo dijo: «El manuscrito del futuro no será un fajo de papeles torpemente mecanografiados, sino una secuencia de imágenes hábilmente fotografiada», no pude evitar removerme inquieto en mi silla.

Es posible que al moverme llamara la atención sobre mi persona ya que estaba sentado en la primera fila, porque el
orador
añadió acto seguido: «Y los hombres como Isaac Asimov se quedarán anticuados y serán sustituidos por otros»

Como es natural, di un brinco, y todo el mundo se rió alegremente ante la ocurrencia de que yo pudiera quedarme anticuado y fuera reemplazado por otro.

Dos días más tarde el orador que iba a hablar aquella tarde llamó desde Londres para comunicar que le era imposible salir de la ciudad, así que la encantadora dama que dirigía el seminario vino a verme y me pidió dulcemente que lo sustituyera.

Como es natural, dije que no tenía nada preparado, y como es natural ella dijo que todo el mundo sabía que no necesitaba prepararme para dar una conferencia maravillosa, y como es natural, me ablandé ante los cumplidos, y como es natural aquella tarde me levanté y como es natural di una conferencia maravillosa
[18]
. Todo fue muy natural.

Me resulta imposible contarles qué es lo que dije exactamente, porque, como todas mis charlas, fue improvisada; pero, por lo que recuerdo, en esencia era algo así:

Como hacía dos días que un orador nos había hablado de las cintas de vídeo, presentándonos la fascinante y deslumbrante imagen de un futuro en el que las cintas de video y los satélites dominarían el panorama de las comunicaciones, yo me disponía a servirme de mis conocimientos de ciencia-ficción para explorar un futuro aún más lejano y hablaría de cómo podrían fabricarse cintas de video con métodos mejores y más refinados, haciéndolas aún más sofisticadas.

En primer lugar, el orador nos había mostrado que las cintas tenían que ser decodificadas por un aparato bastante caro y voluminoso, que transmitía las imágenes a una pantalla de televisión y el sonido a un altavoz.

Evidentemente, todo el mundo esperaría que este equipo auxiliar fuera haciéndose más pequeño, más ligero y transportable. En el fondo, lo que se esperaría es que acabara por desaparecer y que se integrara a la misma cinta.

En segundo lugar, para que la información contenida en la cinta se transforme en imágenes y sonido es necesario un gasto de energía que redunda en perjuicio del medio ambiente. (Como cualquier gasto de energía; aunque su uso es inevitable, hay que evitar utilizarla más de lo estrictamente necesario.)

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