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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (11 page)

La voz de Nuarc sonó en la oscuridad.

—Como ordena tu temida majestad, he acudido con Malus el proscrito, antiguamente de la casa del difunto Lurhan, vaulkhar de Harg Graef.

La voz que respondió no sonaba como nada emitido por una garganta viva; era tan dura e inflexible como el hierro, y las palabras salían tan atronadoras como el viento caliente de una forja.

—Te veo, asesino de parientes —dijo el Rey Brujo. Malekith se movió levemente en la oscuridad, lo que hizo que por las junturas de su armadura encantada se filtrara luz roja al
exterior—
. ¿Pensabas que escaparías a mi cólera, Malus Darkblade? Tu padre estaba a mi servicio por juramento, y sólo podía vivir o morir por orden mía. No puede haber perdón para un crimen semejante.

Se hizo el silencio. Malus parpadeó como un buho al considerar las palabras del Rey Brujo. ¿Era eso alguna clase de prueba? Se encogió de hombros y se preguntó si Malekith podía ver el gesto.

—Como tú desees —replicó.

Se oyó el sonido del acero al raspar contra el acero, y más luz roja delineó los segmentos de la forma del Rey Brujo.

—¿No implorarás misericordia, asesino de parientes? ¿No te postrarás ante mi trono para negociar conmigo y ofrecerme todo lo que posees a cambio de que decida detener mi mano?

La sugerencia desconcertó a Malus.

—¿Debo creer que te dejarás conmover por una exhibición tan patética? ¿Parezco tan necio como para eso? —dijo con tono indignado—. No lo creo. Tú eres el Rey Brujo. ¿Quién soy yo para persuadirte de nada? Si tienes intención de vengarte en mí, pues que así sea.

—En ese caso, arrodíllate y muéstrame tu lealtad.

Malus le dedicó al Rey Brujo una sonrisa amarga. Una parte de su cerebro balbuceaba de terror ante su propia actitud ofensiva, pero a manos de Tz'arkan ya había sufrido humillaciones suficientes para toda una vida.

—Sólo un vasallo se arrodilla —dijo el noble—, pero yo ya no soy un vasallo. Ahora soy un proscrito según tu propio decreto. —Cuadró los hombros, borracho de desafío suicida—. Así pues, creo que prefiero quedarme de pie.

Los ojos encarnados se entrecerraron, y Malus supo que había ido un paso demasiado lejos. Inspiró profundamente, convencido de que sería la última vez que lo haría..., cuando, de repente, una risa femenina, sonora y cruel, tintineó en la oscuridad, junto al trono.

La sala despertó a la vida inundada por la luz verde de las lámparas brujas que había colocadas en trípodes de hierro en torno a la estancia. Una vez más, Malus se quedó momentáneamente desorientado y se olvidó de la actitud desafiante. Con los ojos entornados, atisbo de forma borrosa un alto trono negro que había encima de la plataforma, y sobre aquel asiento de hierro erizado de puntas captó la terrible figura del propio Malekith.

No obstante, fue la risa lo que atrajo la mirada del noble. Una mujer descendía grácilmente de la plataforma, ataviada con ropones negros como correspondía a una bruja o vidente druchii. Era alta y regia, con rasgos que parecían crueles incluso atenuados por la risa. El blanco cabello le caía hasta más abajo de la cintura, adornado con alambre de oro y delicados huesos de falanges. Sus oscuros y brillantes ojos trasmitían un intelecto frío y cruel, y su mirada lo atravesó tan limpiamente como un cuchillo de obsidiana.

—Dime —comenzó con una voz en la que resonaban los mismos tonos fríos que había detectado en las brujas de los infinitos—, ¿esa temeraria valentía la tienes de natural, o procede del demonio que se enrosca en torno a tu corazón?

7. El emisario

El Rey Brujo se inclinó hacia delante en el trono. Un calor visible radiaba de las junturas de su armadura y hacía ondular el aire que lo rodeaba.

—¿Demonio? —siseó Malekith, cuyos ardientes ojos se entrecerraron aún más.

Malus oyó detrás de sí, a pocos pasos de su hombro izquierdo, el susurro del acero al salir de la vaina.

Sintió que unas afiladas garras se le clavaban en el corazón. Podría tratarse de una advertencia del demonio, o de una repentina ola de miedo. En cualquier caso, dedicó unos momentos a recobrar la compostura antes de responder a la pregunta de la vidente.

—Mi temeridad es precisamente la razón por la cual tengo un demonio en el interior, señora Morathi —replicó. Mantenía la mirada clavada al frente, preguntándose con temor qué otra cosa podría desenterrar la vidente del fondo de sus ojos.

Morathi pasó de largo y luego caminó en un lento círculo en torno a él. Malus sintió la gélida mirada que lo recorría, y le recordó la sensación que le había causado el dragón en el patio exterior.

—Tú no eres brujo —declaró ella—, a pesar de tu parentesco y de los rumores de prácticas prohibidas a las que se entregaron tus hermanos.

—Es una maldición, temida señora —se apresuró a decir Malus—. El demonio me atrapó cuando estaba en una expedición por los Desiertos del Caos.

—¿Te atrapó? ¿Con qué propósito? —preguntó con un tono tan ligero como si preguntara qué tiempo hacía. Su fría voz antinatural era dulce, pero, al igual que todos los tonos de voz controlados, era frágil. Malus temía oír lo que había debajo, si llegaba a romperse.

—Él está, a su vez, atrapado, temida señora, dentro de un cristal que se encuentra en el remoto norte. Se me ha dado un año para cumplir con ciertas tareas que me permitirán recobrar la libertad, o mi alma se perderá.

—¿Acaso una de esas tareas implicaba matar a tu padre? —gruñó Nuarc.

Malus se volvió a mirar al señor de la guerra por encima del hombro, agradecido por tener una excusa que le permitiera apartar los ojos del trono.

—No, directamente no —respondió el noble—. Lurhan se interpuso en mi camino.

—¿El demonio te obligó a hacerlo? —preguntó Malekith.

Malus no pudo evitar fruncir el ceño. ¿Adónde iría a parar todo esto?

—¿Obligarme? Ciertamente no, temida majestad. Soy el dueño de mi propio destino. Pero las circunstancias eran... complicadas. —El noble intentó hallar una manera de explicar las cosas, pero renunció con un encogimiento de hombros—. Simplemente, digamos que no fue decisión mía. Hice lo que tenía que hacer.

La dama Morathi apareció al lado izquierdo de Malus, sin dejar de estudiarlo atentamente. Estaban lo bastante cerca como para tocarse, y la fuerza de la presencia de ella era tangible, como una fría navaja que fuera delicadamente arrastrada por su piel. Irradiaba poder de un modo que ni siquiera había percibido en su madre, Eldire. Tenía un rostro joven, con rasgos regios y severos; era atractiva más que clásicamente hermosa, con una cara ancha y un redondeado mentón que era casi cuadrado en lugar de puntiagudo. Sus ojos parecían ventanas que se asomaran al Abismo y absorbieran todo lo que los rodeaba.

—¿Tiene nombre ese demonio? —preguntó, y los labios le temblaban de perversa diversión.

«Sabe más de lo que da a entender —pensó Malus—. Está poniéndome a prueba para ver cuánto sé yo.»

Una vez más, se encogió de hombros con afectación.

—Si lo tiene, no me lo ha dicho —replicó—. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿No me daría eso poder para controlarlo?

—Los demonios tienen muchos nombres —dijo Morathi—, pero sólo uno es el auténtico, y ellos lo ocultan tan bien como pueden. —Avanzó un paso y lo inmovilizó con la mirada—. ¿Qué nombre se da ese demonio a sí mismo cuando habla contigo?

—¿A sí mismo? Pues, ninguno —replicó Malus con acritud—, aunque tiene toda una serie de selectos nombres para mí.

Malus oyó la áspera risa del señor Nuarc. Morathi lo miró lijamente durante un segundo más, mientras una leve sonrisa temblaba en las comisuras de su boca.

—Me cuesta muy poco creer eso —dijo, y se volvió hacia la plataforma—. Explica muchas cosas —le comentó al Rey Brujo mientras subía los escalones para ocupar su sitio junto al trono de hierro.

El noble sacudió la cabeza con consternación.

—Desde mi perspectiva no explica nada, temible majestad. ¿Por qué se me ha traído aquí si no es para responder de mis crímenes?

Un atronador siseo escapó del yelmo astado de Malekith.

—¡Ah!, ya lo creo que responderás por lo que has hecho, Darkblade —dijo el Rey Brujo—. Pero el pago será el que yo decida. —Malekith extendió hacia el techo una mano con la palma vuelta hacia arriba—. Observa.

En lo alto se oyó un rechinar de pesada maquinaria. Malus alzó la mirada y vio una oscura abertura circular en el centro del techo abovedado. Con un potente rechinar de pesados eslabones de hierro, una forma esférica descendió desde la abertura. Primero, la luz bruja permitió ver curvos barrotes de hierro pulimentado que formaban una jaula o cesta lo bastante grande como para contener a un druchii adulto. Al principio, Malus pensó que la jaula sería para él, pero cuando descendió más vio que la luz verdosa se reflejaba en un enorme cristal sin tallar que había dentro de la estructura de hierro. De repente, el noble se dio cuenta de qué era.

—El Ainur Tel —susurró. Malekith asintió lentamente con la cabeza.

—El Ojo del Destino —dijo—. Una de las pocas reliquias de poder que trajimos desde Nagarythe hace milenios, tallada de un trozo de las raíces del mundo en eones pasados.

El grandioso cristal descendió suspendido de cuatro enormes cadenas, y bajó hasta situarse justo delante de los ojos de Malus. Tras el estruendo de los engranajes las cadenas se inmovilizaron, y una pizca de débil luz blanca comenzó a lucir en las profundidades del cristal. La luz empezó a palpitar lentamente, como el latido de un corazón enorme. El resplandor se intensificó con cada palpitación, su fuerza aumentó hasta que el gigantesco cristal brilló como un pálido sol. Malus sintió que la energía lo bañaba con olas que le dejaban los nervios a flor de piel. Apenas logró dominarse para no retroceder ante la legendaria reliquia. Sólo mediante un supremo esfuerzo de voluntad consiguió devolver la firmeza a sus temblorosas extremidades y mirar la luz impávidamente.

La voz de Morathi lo llamó desde la plataforma.

—Mira fijamente el Ojo del Destino, hijo de Lurhan —dijo—. Proyecta tu mirada a cien leguas al norte.

Malus frunció el ceño y miró fijamente el potente resplandor blanco. Al principio no vio nada. Sus ojos se debilitaron y sus párpados se agitaron..., y luego, de repente, la dura luz desapareció, y Malus vio imágenes borrosas que tomaban forma dentro del cristal. Vio una solitaria y ennegrecida atalaya que se alzaba por encima de un inhóspito llano desolado. Los muros de la torre estaban destrozados, y la única puerta había sido hundida y yacía enterrada bajo un montón de retorcidos cuerpos deformes. En el patio de la torre, la luz lunar brillaba sobre los cuerpos de unos guerreros druchii con armadura, y Malus imaginó que habría muchos más en la calcinada carcasa de la ciudadela misma. Centenares de carnosos hombres bestia y salvajes tatuados yacían entre los defensores caídos, derribados por saetas de ballesta o muertos por hachas y espadas. Le resultó evidente que la atalaya había sido tomada, y sus guerreros vencidos en un solo asalto salvaje.

Al cabo de un rato, la visión se volvió borrosa y cambió. Ahora mostraba otra atalaya, ésta situada sobre una montaña rocosa que dominaba un río de corriente rápida. También en ese caso los muros estaban ennegrecidos por el fuego, y las fortificaciones tenían brechas y estaban rotas como si las hubieran desgarrado unas manos monstruosas. Había cuerpos con armaduras tendidos sobre las almenas, y Malus vio un apiñamiento de cadáveres carbonizados en el sitio donde los defensores de la ciudadela habían presentado la última resistencia, al pie de la torre incendiada.

La imagen volvió a cambiar. A Malus se le mostró otra atalaya en ruinas. Su ceño, fruncido a causa de la perplejidad, se contrajo aún más al cambiar a una expresión de genuina alarma. Miró a Morathi con preocupación, y cuando volvió los ojos otra vez hacia el resplandeciente cristal, éste ya mostraba otra fortaleza fronteriza más a la que habían prendido luego. Había sido atacada apenas un par de días antes; aún se alzaban jirones de humo de los fuegos que ardían sin llama dentro de la torre en ruinas. Los ojos de Malus se abrieron más al ver los escombros de la puerta aplastada bajo el peso de un gigante cuyo cuerpo desnudo había sido acribillado por los poderosos lanzadores de virotes de la atalaya.

—¿Qué significado tiene esto? —exclamó Malus.

Las partidas de incursión de salvajes contaminados por el Caos que salían de los Desiertos constituían una amenaza omnipresente, y eran el motivo de que hubiera una línea de atalayas a lo largo de la frontera septentrional. Pero los intrusos hacían lo imposible por evitar las torres, en lugar de emplear sus fuerzas en atacarlas.

—Nunca había oído decir que una atalaya de la frontera hubiese sido tomada, y mucho menos cuatro de ellas —dijo. Un repentino pensamiento hizo que un escalofrío le recorriera la espina dorsal—. ¿Se trata de una invasión?

El Rey Brujo señaló la reliquia.

—Contempla.

Esa vez, cuando la visión se aclaró, Malus vio un cielo inundado de fuego. Una torre oscura se alzaba contra el telón de fondo de un bosque incendiado, y bajo aquel hirviente cielo por el que corrían las llamas vio una horda de monstruosidades aullantes que chocaba como una frenética ola contra las vapuleadas murallas de la atalaya. Sobre las almenas destellaban pun tas de lanzas y brillaban hachas mientras los cercados defensores cortaban cuerdas de escalas y empujaban escalerillas colocadas por enloquecidos hombres bestia y furiosos bárbaros empapados en sangre. Las saetas de ballesta se precipitaban como negra lluvia desde lo alto de la atalaya y causaban estragos entre las fdas enemigas, pero por cada atacante que caía parecía que otros tres corrían a ocupar su lugar.

Unas siluetas enormes avanzaban pesadamente a través de la enfurecida horda: trolls jorobados y deformes, y terribles gigantes que arrastraban garrotes hechos con nudosos troncos de árboles. Mientras Malus observaba, rayos de luz gemelos salieron de lo alto de la atalaya e hirieron de lleno a uno de los gigantes en el musculoso pecho. En un instante, la criatura quedó envuelta en una antinatural llama verde: el terrible líquido fuego de dragón tan elogiado como temido por alquimistas y corsarios druchii. El gigante se tambaleó a causa del intolerable dolor, manoteó torpemente las voraces llamas que le consumían el cuerpo e hizo saltar trocitos de carne crepitante sobre los bárbaros del Caos que se encontraban en torno a sus enormes pies. Malus imaginó las furiosas aclamaciones que, sin duda, se alzaron de las almenas en el momento en que el gigante dio un traspié; con la cara fundiéndosele y la boca abierta en un rugido de mortal dolor, y con un impacto que hizo temblar la tierra, cayó sobre una manada de hombres bestia que corrían hacia la atalaya.

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