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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El señor del carnaval (48 page)

Fabel aceptó que un coche patrulla lo llevara hasta el hotel.

—¿Me puede dejar al final de Hohestrasse? —le pidió al conductor—. Me gustaría comprar algunas cosas…

Si bien había algunas tiendas abiertas, el espíritu de carnaval se había apoderado de la ciudad entera y Fabel comprendió por qué llamaban a ese período los «días de locura». Abandonó rápidamente la esperanza de encontrar un recuerdo para Gabi, su hija.

En aquel momento le sonó el móvil.

—Tengo una información de uno de los agentes —dijo Scholz—. Al parecer, María Klee dejó un segundo hotel el sábado 4. En el resto de hoteles no saben nada. Parece haber desaparecido de circulación totalmente desde entonces. ¿Estás seguro de que no ha vuelto a Hamburgo?

—Espera un segundo… —Un grupo ruidoso de artistas callejeros pasó junto a Fabel y éste los esquivó—. No, es imposible. Tengo a Anna Wolff, una de mi equipo, comprobando con regularidad si María reaparece… Un segundo. —Los artistas se reunieron alrededor de Fabel, uno de ellos haciendo malabarismos con tres pelotas doradas—. ¿Les importa? Trato de mantener una conversación.

Advirtió que iban todos vestidos de negro con el mismo tipo de máscara: no la típica máscara de carnaval, sino más bien la veneciana, de cara entera, dorada, ni masculina ni femenina y sin expresión alguna. El malabarista se encogió de hombros de manera teatral y se apartó.

—Lo que te decía —dijo Fabel— es que si María volviera a aparecer por Hamburgo me enteraría. Estoy muy preocupado, Benni.

—Tranquilo… Estoy encima del tema.

Fabel cerró el móvil y el grupo de artistas volvió a rodearlo. El malabarista se le acercó un poco más e inclinó su máscara dorada a un lado y a otro, como si examinara a Fabel.

—Lárguese… No tengo ningún interés. —Fabel estaba ahora claramente molesto.

—¿Quiere ver un buen truco? —le preguntó el malabarista. A Fabel le pareció detectar un acento en su voz. De pronto, sintió que los otros lo sujetaban por los antebrazos y lo empujaban contra la pared—. Sé un truco muy bueno… —El tipo seguía moviendo la máscara de un lado al otro, como un mimo—. Sé cómo hacer desaparecer a una perra policía chiflada de Hamburgo.

Fabel trató de liberarse, pero los otros, riéndose jovialmente, lo sujetaban con fuerza. Sintió que una punta de cuchillo le presionaba en un costado, debajo de las costillas. Miró más allá de los malabaristas enmascarados, a los transeúntes que circulaban por Hohestrasse. No serviría de nada pedir ayuda; moriría antes de que oyeran su grito. «Siempre mueres solo», pensó.

Los malabaristas hicieron un baile de bufón delante de él, y Fabel no supo si era para disimular ante los transeúntes o si lo hacían para él.

—Puedo hacer desaparecer a quien yo quiera —dijo el malabarista a través de su máscara dorada—. A cualquiera. Te podría hacer desaparecer a ti ahora mismo.

—¿Qué quieres, Vitrenko?

—¿Por qué crees que soy Vitrenko? Somos muchos.

—Porque eres un maldito egomaníaco y es así como te excitas —dijo Fabel—. Porque siempre tienes que hacer una gran comedia de todo, como hiciste matando a toda aquella gente en Hamburgo; como cuando te quisiste asegurar de que presen ciaba cómo matabas a tu propio padre.

El malabarista acercó de nuevo su máscara a la cara de Fabel.

—Pues entonces sabrás que tu puta amiga sufrirá antes de morir. La tengo. Y quiero el dossier. Envía una copia, completa e intacta, o recibirás a María Klee trocito a trocito.

—No puedo obtener una copia del dossier. Tienen que firmar una autorización antes de que nadie pueda ni siquiera leerlo.

—Eres un hombre de recursos, Fabel. Y ya no vas a trabajar más en la policía…

¿Qué más te da? Si no consigues entregarme una copia completa del dossier, te haré llegar a María Klee en paquetes de un kilo. Y utilizaré todos mis conocimientos para asegurarme de que sigue viva durante todo el trabajo de carnicería.

—¿Cuándo? —preguntó Fabel.

—Mantengamos el tono festivo.
Rosenmontag
. Durante las procesiones. Espera en la esquina de Komödienstrasse con Tunisstrasse y alguien te lo recogerá. Alguien con una máscara como ésta.

—Sólo te lo daré a ti.

—Ni siquiera sabes qué aspecto tengo ahora. Detrás de estas máscaras podría estar cualquiera.

—Sabré si eres tú, como lo he sabido hoy. Si no es a ti no pienso entregar el dossier.

La risa del malabarista quedó amortiguada tras la máscara.

—¿Cómo quieres que caiga en una trampa tan evidente?

—Eres lo bastante perverso como para tomártelo como un reto. No habrá ninguna trampa. Entrégame a María y los dos nos mantendremos ajenos a los asuntos del otro para siempre.

—No me decepciones, Herr Fabel. Si quieres, puedo hacer que te manden un trozo de Frau Klee al hotel para demostrarte que la tengo. Y para subrayar mis intenciones…

—Ya me creo que la tienes. No le hagas daño y haré lo que me pides.

—Bien. Pero te advierto que si hay cualquier sospecha de presencia policial, Frau Klee será troceada viva. Y no es ninguna metáfora. ¿Lo has entendido?

Fabel asintió con la cabeza. Entonces lo empujaron violentamente y se estrelló contra el suelo. Un par de transeúntes lo ayudaron a levantarse justo cuando los últimos hombres enmascarados desaparecían entre la muchedumbre.

3

Al oír el fuerte mecanismo de barras metálicas de la puerta del almacén refrigerado, el corazón de María se aceleró. Todo dependía de si era La Nariz o Sarapenko quien le llevaba la comida. Tampoco se le podía llamar comida: la habían mantenido con una ingesta mínima de calorías para debilitar su mente y su capacidad de resistencia.

Aquella dieta casi de hambruna se combinaba con el apagado y encendido irregular de la luz, pensado para desorientarla. La puerta se abrió. Ella no se volvió para ver cuál de ellos era. La decisión de actuar o no, de matar o no, tendría que esperar hasta el último momento. Ya conocía la rutina: dejarían la bandeja fuera, en el suelo; quien fuera que llevara la comida se apartaría de la puerta y barrería la habitación con un arma automática, con la que luego apuntaría a María.

Permaneció de rodillas, sujetándose el hueco del estómago, respirando con dificultad.

—Estoy muy mareada… —dijo, sin levantar todavía la vista. Era la única manera de hacerlo: sabía que Vitrenko les habría dado órdenes estrictas de mantenerla viva hasta que la finalidad que le tenían asignada hubiera sido satisfecha. Oyó el ruido de las botas que se le acercaban—. Tengo medicamentos en el abrigo… Por favor, ayúdame.

No quería que se cerrara la puerta para que su guardián se pusiera en contacto con Vitrenko y recibiera instrucciones. Presentaba un problema y una solución al mismo tiempo. Contaba con que sus cosas todavía seguirían allí. En el abrigo tenía las tabletas que el doctor Minks le había prescrito para superar la ansiedad. Las botas no se movieron: fingir mareo era una maniobra demasiado obvia. María ya había predicho la desconfianza y se tapó la boca con una mano, como si estuviera a punto de vomitar. Sin que la vieran, se introdujo un dedo en la boca hasta la garganta, que detonó la reacción. Tenía poca cosa en el estómago, restos del escaso rancho que le habían dado hacía incontables horas, pero por el suelo quedaron esparcidos los suficientes como para sugerir que estaba seriamente enferma. María se dejó caer al suelo sobre un costado, con los ojos cerrados. Volvió a oír los pasos que se le acercaban y una bota le golpeó las costillas. Estaba tan distanciada de sí misma que ni siquiera se inmutó por el golpe. Una pausa, calculando el riesgo: en realidad, ¿qué amenaza representaba María, aunque estuviera consciente? Luego el sonido de un arma que volvía a guardarse en su funda. Sintió los dedos que le palpaban el cuello en busca de pulso.

Fue entonces cuando abrió los ojos. De par en par. Miró directamente a la cara de Olga Sarapenko. María vio la alarma en los ojos de Sarapenko cuando ésta advirtió que miraba a alguien que había dejado de ser humano.

4

La habitación de hotel de Fabel tenía la típica litografía abstracta de colores vivos colgada en la pared. Se sentó en el borde de la cama y se la quedó mirando como si ésta fuera capaz de transmitirle la sabiduría o la fuerza para saber lo que tenía que hacer a continuación. Le dolía la cabeza. Lo que más atónito le dejaba era la pura arrogancia de Vitrenko, acosando a un veterano agente de policía en plena calle y exigiéndole que traicionara todo en lo que creía.

Mientras Fabel miraba la pintura, pensó en
La ronda de noche
que colgaba en el salón de su madre; en cómo había olvidado lo que había visto en aquel cuadro cuando era pequeño. La protección de los demás.

Fabel sabía lo que debía hacer pero le aterraba hacerlo. Iba contra todos sus instintos. Cogió el teléfono y marcó el número.

—Hola Ullrich, soy Fabel. Sobre el dossier Vitrenko…

5

María supo, durante todas aquellas largas horas de frío y aislamiento, que necesitaba un arma afilada y cortante para hacer una agresión efectiva. Primero planeó afilar la cuchara, pero ésta le fue arrebatada a la vez que, durante un tiempo, todas sus esperanzas. Luego se dio cuenta de que, por supuesto, ya tenía un arma afilada y cortante. Sólo que utilizarla la había llevado a un estado que iba más allá del humano.

Las paredes blanco grisáceas estaban ahora salpicadas de sangre arterial.

Sarapenko trataba ahora de llegar a María, intentando desesperadamente tocar a otro ser humano mientras moría. Los chorros que brotaban de su cuello se fueron debilitando hasta que su mano tendida cayó sobre el suelo mugriento. Agitada, María se levantó como pudo y se limpió la sangre de la boca y del rostro con el dorso de la manga. Sacó el arma automática de la funda del cuerpo de Sarapenko, evitando mirar aquella cara despojada de su belleza. La cara que había destrozado. Pero no sentía horror. Volvía a sentirse como sí no fuera real; como si se contemplara a sí misma desde fuera. Se tambaleó hasta la parte principal de aquel espacio, balanceando el arma automática de Sarapenko furiosamente hacia todos lados. No había nadie, ni rastro de la Nariz. María vio el rincón donde todavía estaban los monitores de vigilancia, ahora como ojos oscuros y opacos. Arrancó cajones de sus guías, abrió ar marios hasta que encontró tres cargas más para la automática más las dos pistolas que le habían quitado. Había una papelera en un rincón que vació frenéticamente en el suelo. Encontró un panecillo a medio comer, sucio de café desechado, con un trozo de carne todavía dentro. Se lo metió en la boca y se lo tragó casi sin masticar, sintiendo cómo su sabor reseco se mezclaba con los restos de la sangre de Sarapenko que todavía tenía en la boca.

De pronto, al fondo de la estancia apareció La Nariz por la puerta principal, cargado con una caja grande. Al ver a María soltó la caja de inmediato y hurgó dentro de su cazadora de piel. María anduvo deliberadamente sin prisa hacia él. Oyó varios disparos y sintió el arma de Sarapenko agitándose en sus puños apretados. La Nariz cayó de rodillas, herido en el pecho y en el costado izquierdo. Sacó la mano de la cazadora y María le disparó un par de balas más antes de que el arma le cayera ruidosamente al suelo. María se la apartó de una patada. El hombre levantó la vista hacia ella, respirando entrecortadamente. María sabía que estaba muy malherido y que no sobreviviría si no lo llevaban rápidamente a un hospital, y supuso que él también lo sabía. El tipo trató de levantarse pero María lo volvió a empujar al suelo con la bota.

—¿Dónde se supone que tendrá lugar el intercambio? —le preguntó.

—¿Qué intercambio? —dijo él, entre dificultosos jadeos.

María bajó su cañón y volvió a disparar. El tipo gritó al ver cómo se le destrozaba la rodilla y los vaqueros se le teñían de rojo oscuro, empapados de sangre.

—Se supone que me van a intercambiar por algo —dijo María, manteniendo la calma—. Apuesto que por el dossier Vitrenko. ¿Dónde está planeado el encuentro y con quién?

—Vete a la mierda.

—No —dijo María, cansada—, a la mierda te vas tú. —Se inclinó un poco hacia delante y apuntó el arma a su frente.

—Cerca de la catedral —dijo La Nariz—. En la esquina de Komödienstrasse y Tunisstrasse. Con Fabel.

—¿Jan Fabel?

—Se supone que debe entregar una copia del dossier a cambio de ti.

—¿Cuándo?


Rosenmontag
. Cuando pase la procesión.

—Gracias —dijo María—. Si no recibes ayuda te morirás. ¿Tienes un móvil?

—En el bolsillo.

María le apoyó el cañón del arma mientras con la otra mano le hurgaba en la cazadora de piel, le cogía el móvil y se lo guardaba en su bolsillo. Luego, haciendo acopio de toda la fuerza que le quedaba e ignorando sus gritos de agonía, lo arrastró por el cuello de la cazadora hasta el almacén refrigerado. Lo dejó tirado junto al cadáver de Olga Sarapenko y lo abandonó allí.

—Como te he dicho… —María miró al ucraniano con frialdad, mientras cerraba la puerta del refrigerador industrial—, vete a la mierda.

6

Fabel esperaba en la esquina de Komódienstrasse y Tunisstrasse, con las torres de la catedral de Colonia levantándose detrás de él, y miraba cómo pasaba una carroza tras otra; masas de caos organizado. Label miró hacia Tunisstrasse y reconoció la carroza de la Policía de Colonia de Scholz que se acercaba. Se quedó mirando la procesión sin verla. En su cabeza repasaba todas las posibilidades que tenía delante. Hasta se preguntó si moriría allí; si María ya estaba muerta y Vítrenko acabaría con él tan pronto como pusiera las manos sobre el dossier. Label agarró con fuerza la bolsa de plástico que llevaba.

—No tiene nada que ver con las rosas, ¿sabes? —le había contado Scholz—. Lo
deRosenmontag
viene del antiguo dialecto bajoalemán
Rasen
… que significa delirar o dar rienda suelta a la locura.

Ahora Label estaba en la esquina de una calle de Colonia en
Rosenmontag
y contemplaba cómo los habitantes de la ciudad ponían el mundo boca abajo. Un enorme modelo en papel maché del presidente estadounidense George Bush con el culo al aire, recibiendo una zurra por parte de un árabe enfadado, pasó por delante de él. La siguiente carroza llevaba a la canciller alemana, Angela Merkel, caracterizada de doncella del Rin. En otra había figuras de un grupo de personalidades de la televisión alemana, llenándose los bolsillos de dinero. Todo el mundo se reía, gritaba y trataba de coger los caramelos que lanzaban los participantes disfrazados de cada carroza.

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