El séptimo hijo (25 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

—Significa que no me incumbe tratar de enseñarle a él a usar poderes que apenas comienzo a comprender. Pero ya que no sabe cómo hacerlo por sí solo, debo intentarlo, ¿verdad?

Miller lo pensó un momento.

—Adelante, Truecacuentos. Es mejor que sepa lo mal que está, ya sea que pueda curarse o no.

Truecacuentos tomó suavemente la mano del niño entre las suyas.

—Alvin, ¿quieres conservar tu pierna, verdad? Entonces tienes que pensar en tu pierna tal como pensaste en la roca. Tienes que pensar que la piel de tu pierna vuelve a crecer y se adhiere al hueso como debiera. Tienes que pensar en ello. Dispones de tiempo de sobra, aquí en la cama. No pienses en el dolor. Piensa en la pierna como debe ser. Otra vez entera y fuerte.

Alvin yacía con los ojos cerrados contra el dolor.

—¿Lo estás haciendo, Alvin? ¿Puedes intentarlo?

—No —repuso Alvin.

—Debes luchar contra el dolor, para poder emplear tu don y hacer lo correcto.

—Jamás lo haré —dijo el niño.

—¿Por qué no? —exclamó Fe.

—El Hombre Refulgente... —respondió Alvin—. Se lo prometí.

Truecacuentos recordó la promesa que Alvin había hecho al Hombre Refulgente, y su corazón se abatió con pesar.

—¿Qué es el Hombre Refulgente? —quiso saber Miller.

—Es... una aparición que tuvo el niño —explicó Truecacuentos.

—¿Cómo es que no nos hemos enterado de ello? —preguntó Miller.

—Fue la noche en que se partió la viga —agregó Truecacuentos—. Alvin prometió al Hombre Refulgente que jamás utilizaría sus poderes para su propio beneficio.

—Pero Alvin —dijo Fe—. Esto no es para que te enriquezcas ni nada... Es para salvar tu vida.

El niño se limitó a fruncir el ceño de dolor y a sacudir la cabeza.

—¿Me dejarían con él? —pidió Truecacuentos— Sólo unos minutos, para poder hablar con Alvin.

Antes de que Truecacuentos pudiera terminar la frase, Miller ya estaba llevándose a su mujer de la habitación.

—Alvin —comenzó—. Debes escucharme. Con suma atención. Sabes que no te mentiría. Una promesa es algo importantísimo, y nunca aconsejaría a un hombre que rompiera su palabra, aun para salvar su propia vida. De modo que no te pediré que te valgas de tu poder en tu propio beneficio. ¿Me has oído?

Alvin asintió.

—Pero piensa. Piensa en el Deshacedor que recorre el mundo. Nadie lo ve mientras realiza su labor, mientras destruye y desmigaja las cosas. Nadie, salvo un niño solitario. ¿Quién es ese niño, Alvin?

Los labios de Alvin formaron la palabra, si bien de ellos no salió ningún sonido. Yo.

—Y a ese niño le ha sido dado un poder que ni siquiera puede comenzar a comprender. El poder de construir allí donde el enemigo destruye. Y más que eso, Alvin. El deseo de construir... Un niño que, haciendo, responde a cada imagen que percibe del Deshacedor. Ahora dime, Alvin. ¿Los que ayudan al Deshacedor son amigos o enemigos de la humanidad?

Enemigos, dijeron los labios de Alvin.

—De modo que si ayudas al Deshacedor a destruir a su enemigo más peligroso tú también eres un enemigo de la humanidad, ¿verdad?

La angustia hizo hablar al pequeño.

—Lo estás retorciendo todo...

—Lo estoy poniendo claro —repuso Truecacuentos—. Tu juramento fue no usar nunca el poder en tu propio beneficio. Pero si mueres, sólo el Deshacedor se beneficia, y si vives, si esa pierna se cura, es para el bien de toda la humanidad. No, Alvin, es para beneficio del mundo entero y de todo lo que existe en él.

Alvin gimió. Más le dolía la mente que el cuerpo.

—Pero tu juramento fue claro, ¿no es así? Jamás en tu propio beneficio. ¿Por qué no satisfacer un juramento con otro, Alvin? Haz otro juramento: que consagrarás toda tu vida, tu vida, a construir contra el Deshacedor. Si cumples con ese juramento, y lo harás, pues eres un niño que tiene palabra, si mantienes ese juramento, salvar tu vida es una acción en beneficio de los demás, y no en tu provecho personal.

Truecacuentos aguardó, aguardó, hasta que por fin Alvin asintió ligeramente.

—Alvin Júnior: ¿juras que dedicarás toda tu vida a derrotar al Deshacedor, a hacer que las cosas sean íntegras, buenas y correctas?

—Sí—murmuró el niño.

—Entonces te digo, en los términos de tu propia promesa, que debes curarte a ti mismo.

Alvin aferró el brazo de Truecacuentos.

—¿Cómo? —musitó.

—Eso no lo sé, niño —repuso Truecacuentos -—. Tendrás que hallar en ti mismo la forma de emplear tu propio poder. Sólo puedo decirte que debes intentarlo, pues si no el enemigo logrará la victoria y tendré que terminar tu relato diciendo que tu cuerpo fue arrojado bajo tierra.

Para sorpresa de Truecacuentos, Alvin sonrió. Entonces el anciano comprendió la chanza. Su relato terminaría con la tumba hiciera lo que hiciere ese día.

—De acuerdo, niño —dijo Truecacuentos—. Pero me gustaría escribir unas páginas más sobre ti antes de dar fin al Libro de Alvin...

—Lo intentaré —prometió Alvin.

Si lo intentaba, sin duda lo lograría. El protector de Alvin no lo había hecho llegar hasta allí sólo para dejarlo morir. Truecacuentos estaba seguro de que Alvin tenía poder suficiente para curarse a sí mismo, si conseguía descubrir cómo. Su propio cuerpo era mucho más complicado que la roca. Pero si pensaba sobrevivir, debía aprender los senderos de su propia carne y reparar las fisuras de sus huesos.

Fuera, en la sala grande, prepararon una cama para Truecacuentos. Se ofreció a dormir sobre el suelo, al lado del lecho de Alvin, pero Miller sacudió la cabeza y respondió:

—Ése es mi lugar.

Pero a Truecacuentos le fue difícil conciliar el sueño. En mitad de la noche finalmente se dio por vencido, encendió una antorcha con un fósforo, se envolvió en su abrigo y salió afuera.

El viento soplaba cruelmente. Se avecinaba una tormenta, y a juzgar por el olor del aire, habría nieve. Los animales no hallaban sosiego en el corral. A Truecacuentos se le ocurrió que esa noche tal vez no estuviera solo a la intemperie. Podía haber pieles rojas en las sombras, o incluso merodeando por entre las dependencias de la granja, observándolo. Se estremeció y luego ahuyentó su propio temor. Era una noche muy fría. Aun los cree-eks o choc-taws más sanguinarios y enemigos del hombre blanco, que acechaban desde el sur, eran demasiado listos para salir con semejante tormenta en puertas.

La nieve no tardaría en caer. La primera de la temporada. Pero no sería una simple nevisca; Truecacuentos podía sentir que nevaría todo el día siguiente.

Detrás de la tormenta, el aire sería todavía más frío, ese aire helado que vuelve la nieve seca y esponjosa, que la hace apilarse cada vez más, hora tras hora. Si Alvin no los hubiese apresurado durante el regreso, y si no hubieran cargado la rueda de molino en una sola jornada, habrían tenido que arrastrar el trineo bajo la nevada. Y el trayecto habría sido resbaladizo...

Podría haber sucedido algo peor aún.

Truecacuentos se encontró en el molino, contemplando la rueda. Se veía tan sólida Era difícil imaginar que alguien pudiese moverla. Sus dedos acariciaron los cortes sobre la superficie por los cuales se recogería la harina cuando la gran rueda de madera arrastrada por las aguas hiciera girar el eje y la piedra de moler diera vueltas y vueltas alrededor de esta laja, con la firmeza con que la Tierra gira alrededor del Sol año tras año, convirtiendo el tiempo en polvo, así como el molino convierte los granos en harina...

Echó un vistazo al suelo, al sitio donde la tierra había cedido apenas bajo la rueda de molino, hasta hacerla caer sobre el niño. Bajo la luz de la antorcha brilló el fondo de la depresión. Truecacuentos se agachó y hundió el dedo en un centímetro de agua. Debía de haberse juntado allí, empapando el suelo, hasta ablandarlo. No tanto como para ser una humedad visible. Sólo para ceder bajo un gran peso.

Ay, Deshacedor, pensó Truecacuentos, muéstrate ante mí y construiré un edificio tal que quedarás allí cautivo para siempre. Pero por mucho que lo intentó, no pudo hacer que sus ojos vieran temblar el aire como podía hacer el séptimo hijo varón de Alvin Miller. Finalmente, Truecacuentos levantó su antorcha y abandonó el molino. Ya caían los primeros copos. El viento casi había muerto. La nieve se precipitaba más y más rápido, bailando una danza bajo la luz de su antorcha. Cuando llegó a la casa, el suelo ya estaba gris de nieve y el bosque era invisible en la distancia. Se refugió en el interior, se tendió en el suelo sin quitarse las botas siquiera y cayó dormido.

Capítulo 12
EL LIBRO

Noche y día mantenían tres troncos en el fogón, y casi se veía arder las piedras de las paredes y el aire de su habitación se mantenía siempre seco.

Alvin yacía inmóvil en su lecho. Su pierna derecha, pesada de tantas férulas y vendajes, lo hundía en la cama como si fuera un ancla que dejaba flotar el resto del cuerpo, a la deriva, rodando, meciéndose. Se sentía mareado y algo asqueado.

Pero casi no notaba el peso de la pierna, ni la sensación de mareo. El dolor era su enemigo. Le lanzaba puñaladas y pinchazos que le impedían abocar la mente a la tarea que le había encomendado Truecacuentos: curarse.

Pero el dolor también era su amigo. Construía un muro a su alrededor, de modo que apenas advertía que estaba en una casa, en una habitación, en un lecho.

El mundo exterior podía arder y reducirse a cenizas, que él no lo notaría. Lo que ahora exploraba era su mundo interior.

Truecacuentos no tenía idea de lo que se decía No era cuestión de formarse imágenes en la mente Su pierna no se compondría con sólo simular que estaba curada. Pero aun así, Truecacuentos estaba en el camino correcto.

Si Alvin podía descubrir senderos dentro de la roca, si podía detectar los sitios fuertes y débiles y enseñarles dónde romperse y dónde resistir, ¿por qué no habría de hacer lo mismo con su piel y sus huesos?

Pero había un problema: piel y huesos se confundían en una masa informe.

La roca era siempre más o menos igual en todos lados, pero la piel cambiaba en cada capa y no era fácil imaginarse adonde iba cada cosa. Allí estaba, tendido, con los ojos cerrados, escrutando por primera vez su propia carne.

Al principio trató de seguir el dolor, pero eso no lo condujo a ninguna parte: sólo a donde todo se confundía aplastado y sajado, y no lograba distinguir lo de arriba de lo de abajo. Al cabo de un largo tiempo intentó una táctica distinta. Escuchó los latidos de su corazón. Al principio, el dolor siguió obstruyendo su labor, pero no tardó en concentrarse en el sonido. Si en el mundo exterior había ruidos, él no lo sabía, el dolor le impedía notarlo. Y el ritmo de los latidos de su corazón dejaba afuera el dolor, o al menos casi era así.

Siguió la senda de su propia sangre, la corriente inmensa y poderosa, y las más pequeñas. A veces se perdía. A veces irrumpía una punzada de dolor procedente de su pierna que exigía ser escuchada.

Pero, paso a paso, halló la ruta hasta la piel sana y el hueso entero de la otra pierna. Allí la sangre no era ni la mitad de impetuosa, pero lo condujo adonde deseaba ir. Descubrió todas las capas, como si la pierna fuera una cebolla.

Aprendió el orden en que se disponían, vio cómo se unían los músculos, cómo se bifurcaban las pequeñas venas, cómo la piel e extendía tensa y firme.

Sólo entonces se encaminó hacia la pierna enferma. El retal de piel que Mamá le había cosido estaba casi muerto y comenzaba a pudrirse. Alvin supo lo que necesitaría para que cada parte pudiera sobrevivir. Encontró los extremos de las arterias alrededor de la herida y comenzó a inducirlos a que crecieran, así como hacía que las grietas viajaran a través de la piedra. Comparada con eso, la roca era asunto sencillo. Había que hacer una fisura, dejarla correr, y eso era todo. Con la carne viva era demasiado lento para su impaciencia, y no tardó en dejar de lado toda otra cosa que no fuera la arteria principal.

Comenzó a ver que se valía de fragmentos y pedazos de aquí y de allá para poder construir. Mucho de lo que sucedía era tan rápido, diminuto y complejo que excedía la capacidad de comprensión de Alvin. Pero pudo hacer que su cuerpo liberara lo que necesitaba la arteria para crecer. Podía enviarlo donde hacía falta, y al cabo de un rato logró enlazar la arteria con el tejido descompuesto. Le llevó su trabajo, pero finalmente dio con el extremo de una arteria cercenada y unió ambas partes para que la sangre fluyera al parche cosido.

Demasiado pronto, demasiado deprisa. Sintió calor en la pierna: la sangre se abalanzaba sobre la carne muerta, se derramaba por una docena de sitios. No podía contener tanta sangre como le enviaba Más despacio, con calma...

Siguió nuevamente el curso de la sangre y, esta vez, en lugar de dejarla manar a chorros, lo hizo gota a gota, y nuevamente se dedicó a ligar venas y arterias, tratando de que se parecieran al máximo a lo que había visto en la otra pierna.

Finalmente lo logró, más o menos. Ya podía contener el flujo normal de la sangre. Muchas partes del parche de piel revivieron a medida que la sangre comenzó a recorrerlo. Otras permanecieron inertes. Alvin siguió yendo y viniendo con la sangre, apartando las partes putrefactas y deshaciéndolas en fragmentos tan pequeños que casi no pudo reconocerlos. Pero sí reconocía las partes sanas, las ponía en funcionamiento y las hacía actuar. Por donde Alvin exploraba, la carne
crecía.

Hasta que su mente se cansó de tanto pensar y trabajar y cayó dormido, muy a su pesar.

—No quiero despertarlo.

—No hay forma de cambiarle el vendaje sin tocarlo, Fe.

—Pues así sea. Ay, ten cuidado, Alvin. No, déjame a mí...

—He hecho esto antes...

—En terneros, Alvin, no en niños...

Al sintió que algo hacía presión sobre su pierna. Algo tironeaba allí de la piel.

El dolor no era tan intenso como el día anterior. Pero era tal su cansancio que ni siquiera podía abrir los ojos. O hacer el menor ruido que permitiera saber a los otros que estaba despierto y que podía escucharlos.

—Santo cielo, Fe, debe de haber sangrado muchísimo durante la noche...

—Mamá, Mary dice que tengo que...

—-¡A callar y a volar de aquí, Cally! ¿No ves que tu madre está preocupada con...?

—No hase falta gritarle al pequeño, Alvin. Sólo tiene siete años.

—Siete años son suficientes para que mantenga cerrada la boca y deje en paz a los mayores cuando tienen cosas que... oh, mira eso...

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