El séptimo hijo (24 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

Los hijos mayores observaban a su padre, a la espera. Truecacuentos se preguntó qué estarían esperando. Eran demasiado mayores para sentir celos del amor que su padre deparaba a este séptimo hijo. También debían de querer que el pequeño estuviera a salvo de todo daño. Pero para todos era muy importante que la rueda llegara sana y sin roturas para que comenzara a cumplir sus funciones en el molino. Nadie dudaba de que Alvin tenía la facultad de conservarla intacta.

Finalmente, Miller habló:

—Podrás cabalgar junto a nosotros hasta que se ponga el sol. Entonces estaremos serca, y tú y Truecacuentos podréis adelantaros y pasar la noche en una buena cama.

—Por mí no hay problema —dijo Truecacuentos.

Era evidente que esto no satisfacía a Alvin pero el niño no respondió.

Antes del mediodía, el trineo ya estaba en marcha. Dos caballos delante y dos a la zaga, para hacer de freno, iban atados directamente a la piedra, que descansaba sobre las maderas del trineo. Y éste iba sobre siete u ocho rodillos pequeños. El trineo avanzaba y se deslizaba sobre los troncos dispuestos por delante. Y a medida que los rodillos de atrás quedaban libres, uno de los jóvenes lo quitaba por debajo de las cuerdas que iban hacia las bestias y corría hacia el frente para situarlo detrás del par que tiraba. Es decir, que por cada kilómetro que avanzaba la roca, los hombres corrían cinco.

Truecacuentos quiso hacer su parte, pero ni Calma ni Mesura ni David estuvieron dispuestos a permitírselo. Terminó ocupándose de los caballos de retaguardia. Alvin iba montado sobre el lomo de uno de ellos. Miller conducía el par de delante, y cada tanto regresaba a cerciorarse de que no iba demasiado deprisa para los jóvenes.

Y así avanzaron, hora tras hora. Miller propuso que se detuvieran para descansar, pero al parecer no sentían fatiga, y Truecacuentos se asombraba de la resistencia de los rodillos. Ni uno solo partido contra la roca o vencido por el peso de la piedra. Sólo se mellaban ligeramente.

Y cuando el sol se hundía dos dedos por debajo ¿el horizonte, desdibujado entre las nubes encendidas por el ocaso, Truecacuentos reconoció el valle que se abría ante ellos. Habían hecho toda la travesía en una sola tarde.

—Creo que tengo los hermanos más fuertes de todo el mundo —murmuró Alvin.

No me cabe la menor duda, dijo Truecacuentos para sus adentros. Si tú puedes cortar una roca de la montaña sin manos, sólo porque «encuentras» las fracturas precisas en la piedra, no me sorprende que tus hermanos hallen en sí mismos exactamente tantas fuerzas como crees que tienen.

Truecacuentos intentó, como tantas veces antes, dilucidar la naturaleza de los poderes ocultos. Sin duda debía de haber alguna ley natural que rigiera su uso. El viejo Ben siempre solía decirlo. Y sin embargo, aquí estaba este niño, que por mera creencia y deseo podía cortar la roca como mantequilla e infundir fortaleza a sus hermanos. Había una teoría según la cual el poder oculto provenía de la afinidad con cierto elemento natural en especial. ¿Pero cuál podía hacer todo lo que Alvin sabía? ¿La tierra? ¿El aire? ¿El fuego? Sin duda no se trataba de agua, pues Truecacuentos sabía que las historias de Miller eran ciertas. ¿Cómo podía ser que Alvin deseara algo y la tierra misma cediera a su voluntad, mientras que otros podían desear cosas sin lograr que soplara la más mínima brisa?

Cuando llegaron al molino necesitaron encender antorchas para iluminar el recorrido de la rueda a través de las puertas.

— Más vale dejarla puesta esta noche — dijo Miller.

Truecacuentos imaginó los temores que azotaban la mente del hombre. Si dejaba la rueda erecta, seguramente rodaría por la mañana y aplastaría a cierto niño mientras inocentemente cargaba agua hasta la casa. Puesto que la rueda había venido milagrosamente desde la montaña en un solo día, sería tonto dejarla en cualquier sitio que no fuera el adecuado: sobre la base de tierra apisonada y cantos rodados del molino.

Trajeron un par de caballos al interior del recinto y ataron la rueda a las bestias, como habían hecho cuando la hicieron descender sobre el trineo. Y mientras el peso de la rueda iba descargándose sobre la base, los animales harían de contrapeso.

Pero en ese momento la roca descansaba sobre la tierra que había alrededor de la base de cantos rodados. Mesura y Calma estaban pasando unas palancas por debajo del borde exterior para aplicar fuerza y conseguir que cayera sobre el sitio preciso. Mientras trabajaban, la rueda se bamboleó ligeramente. David sostenía los caballos. Sería una tragedia que tiraran demasiado pronto y que impulsaran la piedra en sentido contrario para que el lado tallado cayera sobre el suelo de tierra.

Truecacuentos, a un lado, observaba a Miller dirigir la labor de sus hijos con inútiles advertencias.

— Cuidado allí. Ahora quietos... — Desde que habían traído la roca al interior del molino, Alvin había permanecido a su lado. Uno de los caballos se encabritó. Miller reaccionó de inmediato — . Calma, ayuda a tu hermano con los animales. — El mismo Miller dio un paso hacia ellos.

En ese momento, Truecacuentos advirtió que Alvin no estaba a su lado como creía. Llevaba una escoba y caminaba a paso raudo hacia la rueda de molino.

Tal vez hubiera visto algún canto suelto sobre la base. Tenía que apartarlo, ¿verdad? Los caballos retrocedieron y las cuerdas se aflojaron. Justo cuando Alvin se detenía detrás de la roca, Truecacuentos advirtió que nada podría impedir que el peso cayera sobre él, si, ahora que las cuerdas no estaban tensas, la roca se inclinaba.

Lo más razonable era que no cayese. Pero Truecacuentos ya había aprendido que no había que confiar en lo razonable. Alvin Júnior tenía un enemigo invisible y poderoso, que no perdería una oportunidad como ésa.

Truecacuentos avanzó unos pasos. Cuando llegó a la altura de la piedra, sintió que la tierra cedía bajo sus pies, que se desmoronaba. No mucho, sólo unos centímetros, pero suficiente para que el borde inferior de la rueda se inclinara apenas y provocara un impulso imposible de detener en lo alto de la inmensa rueda. La roca caería sobre el sitio correcto, sobre la base de cantos rodados, y debajo de ella quedaría el pequeño Alvin, triturado como los granos de la molienda.

Con un grito, Truecacuentos tomó a Alvin del brazo y dio un tirón para alejarlo de la roca. Sólo entonces vio Alvin que la piedra caería sobre él. El movimiento de Truecacuentos tuvo fuerza suficiente para hacer que el niño retrocediera unos pasos, pero no bastó. Las piernas del pequeño quedaron bajo la sombra de la roca. Y ésta caía deprisa, muy deprisa. Truecacuentos no pudo reaccionar a tiempo, no pudo hacer otra cosa, más que mirar cómo aplastaba las piernas de Alvin. Sabía que era un daño igual a la muerte, pero más prolongado. Había fracasado.

En ese momento en que observaba la caída asesina de la piedra, vio aparecer una grieta sobre su superficie y, en menos de un instante, la rueda quedó partida en dos mitades perfectas. Cada una caería a un lado de las piernas de Alvin, sin tocarlo.

Apenas vio Truecacuentos el haz de luz por entre ambos fragmentos de la piedra, oyó que Alvin gritaba:

—¡Noo!

Cualquiera habría pensado que el niño gritaba por su muerte inminente bajo el peso de la roca. Pero Truecacuentos estaba sobre el suelo, a su lado, iluminado por la luz mortecina de las antorchas que se filtraba a través de la rajadura. Y para él, el grito fue algo más. Inconsciente del propio peligro, como era propio de los niños, Alvin gritaba porque la piedra se rompía en dos.

Después de todo su trabajo y del esfuerzo de traer la roca a casa, no podía soportar verla destruirse.

Y como no pudo soportarlo, no sucedió. Las mitades de la rueda volvieron a unirse como una aguja se adhiere a un imán, y la roca cayó intacta.

La sombra de la piedra había exagerado su huella sobre el suelo. No aplastó ambas piernas del niño. Su pierna izquierda, en realidad, quedó fuera de la rueda, pero la derecha estaba tendida de tal forma que el borde de la piedra le mordió la pantorrilla unos centímetros en la parte más ancha. Como Alvin estaba apartando las piernas, el impulso dirigió la rueda aún más en la dirección que llevaba. Y la rueda de piedra desgarró la piel y el músculo, hasta el hueso, pero la pierna no quedó aplastada bajo el peso de la roca. Ni siquiera se habría roto, de no ser porque la escoba yacía atravesada debajo de ella. La rueda empujó la pierna de Alvin hacia abajo contra el mango de la escoba, con fuerza suficiente para partir por la mitad ambos huesos de la extremidad inferior. Las puntas rotas de los huesos perforaron la piel y quedaron a ambos lados del mango de la escoba, sujetándolo firmemente como una prensa de tornillo. Pero la pierna no había quedado bajo la piedra, y los huesos se habían partido en un corte limpio, sin que la roca los redujera a polvo.

El aire estaba atravesado por el estruendo de la roca sobre la roca, por los gritos roncos de los hombres azorados por el dolor, y sobre todo por la agonía hiriente de un niño que nunca como entonces había sido tan pequeño y vulnerable.

Cuando todos estuvieron allí, Truecacuentos ya había visto que ambas piernas de Alvin habían quedado libres. Alvin trató de sentarse para observar su herida. Tal vez la visión fuese demasiado para él, o acaso fuera el dolor. Lo cierto es que se desmayó. Entonces, su padre lo alzó. No había sido el más próximo, pero se había acercado más rápido que los hermanos de Alvin.

Truecacuentos trató de tranquilizarlo, pues la pierna no parecía rota, ya que ambos huesos estaban aferrados al mango de la escoba. Miller levantó a su hijo, pero la pierna no cedió y, aun en la inconsciencia, el dolor arrancó un cruel quejido al pequeño. Fue Mesura quien tuvo agallas para tirar de la pierna y liberarla del mango de la escoba.

Antorcha en mano, David iba delante de su padre, alumbrando el camino mientras éste llevaba en sus brazos al niño. Mesura y Calma los habrían seguido, pero Truecacuentos los detuvo.

—Allí ya están las mujeres, David y vuestro padre —les señaló—. Alguien tiene que ocuparse de esto.

—Tiene razón —concedió Calma—. Padre no querrá acercarse por aquí durante un tiempo.

Los jóvenes emplearon palancas para levantar la rueda de forma que Truecacuentos pudiera retirar el mango de la escoba y las cuerdas que seguían atadas a los caballos. Los tres retiraron las herramientas del molino y luego encerraron los animales en el establo y guardaron todos los instrumentos. Sólo entonces regresó Truecacuentos a la casa. Alvin dormía en la cama del anciano.

—Esperó que no se moleste —dijo Ana con ansiedad.

—Pues claro que no —repuso Truecacuentos.

Las demás niñas y Cally estaban recogiendo los platos de la cena. En la habitación que fuera de Truecacuentos, Fe y Miller estaban sentados sobre la cama, mudos y con el rostro del color de la ceniza. Alvin yacía con la pierna entablillada y vendada.

David estaba de pie, cerca de la puerta.

—Ha sido una fractura limpia —murmuró a Truecacuentos—. Pero las heridas... tememos que haya infección. Ha perdido toda la piel de delante de la pantorrilla. No sé si podrá curar así el hueso desnudo...

—¿Volvieron a ponerle la piel en su lugar? —preguntó Truecacuentos.

—Toda la que quedó la prensamos contra el lugar, y Mamá la cosió en su sitio.

—Bien hecho.

Fe levantó el rostro.

—¿Sabe algo de medicina, Truecacuentos?

—Uno aprende, después de años de intentar hacer lo que esté en sus manos para ayudar a quienes saben tan poco como uno...

—¿Cómo puede ser que esto haya ocurrido? —preguntó Miller—. ¿Por qué esta vez, cuando tantas otras nada le sucedió? —Miró de frente a Truecacuentos—.

Había llegado a pensar que el niño tenía un protector...

—Lo tiene...

—Entonces el protector fracasó.

—No —lo corrigió Truecacuentos—. Durante un momento mientras la rueda caía, vi que se partía en dos y que entre ambas mitades quedaba el espacio suficiente para no tocarlo.

—Como la viga... —recordó Fe.

—Yo también creí verlo, Padre —intervino David—. Pero cuando cayó entera, pensé que había visto una esperanza, y no la realidad.

—Pero ahora no hay ninguna grieta... —manifestó Miller.

—Así es —convino Truecacuentos—. Alvin se negó a dejar que se partiera.

—¿Está disiendo que la volvió a unir? ¿Para que cayera sobre él y le aplastara la pierna?

—Estoy diciendo que no pensó siquiera en su pierna. Sólo en la rueda.

—Ay, mi niño. Mi buen niño... —murmuraba su madre, acariciando tiernamente el brazo que se extendía hacia ella instintivamente. Mientras ella movía los dedos del niño, éstos cedían laxos para luego volver a caer.

—¿Es posible? —se preguntó David—. ¿Es posible que la rueda se haya partido y vuelto a unir con tanta rapidez?

—Debe de serlo —concluyó Truecacuentos—, pues así sucedió.

Fe volvió a mover los dedos de su hijo, pero esta vez no cayeron flácidos. Se extendieron aún más, luego se cerraron y finalmente volvieron a extenderse.

—Está despierto —dijo su padre.

—Iré a buscar algo de ron para el niño —indicó David—. Para calmarle el dolor.

Soldado de Dios ha de tener algo en su tienda.

—No —musitó Alvin.

—El niño dice que no —repitió Truecacuentos.

—¿Qué sabe él, en medio de tanto dolor?

—Tanto como pueda, debe mantenerse consciente—explicó Truecacuentos. Se acuclilló al lado de la cama a la derecha de Fe, para estar bien cerca del rostro del pequeño—. Alvin... ¿me oyes?

Alvin gruñó, como diciendo que sí.

—Entonces escúchame. Tu pierna está gravemente herida. Los huesos están rotos, pero han sido puestos en su lugar. Se curarán. Pero la piel ha sido desgarrada, y a pesar de que tu madre la ha cosido, hay posibilidades de que el tejido muera y se gangrene. Y de que eso acabe con tu vida. Cualquier cirujano te cortaría la pierna para salvarte la vida.

Alvin echó atrás la cabeza, intentando gritar. Dejó escapar un gemido:

—¡No, no! ¡No!

—Está empeorando las cosas —dijo Fe con ofuscación.

Truecacuentos miró al padre. Buscaba permiso para poder proseguir.

—No atormente al niño —lo previno Miller.

—Un proverbio dice —sentenció Truecacuentos—: «El manzano nunca pregunta al haya cómo ha de crecer, ni el león al caballo cómo ha de cazar su presa.»

—¿Y eso qué significa? —preguntó Fe.

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