—¿De qué habla Papá? —preguntó Alvin.
Truecacuentos tomó el libro en sus manos y lo cerró.
—Encuentra la forma de curar esa pierna —le dijo. Hay muchas más almas que tú que necesitan que esté bien fuerte. No es por tu propio bien, ¿recuerdas?
Se inclinó y besó al niño en la frente. Alvin extendió sus brazos y lo aferró con todas sus fuerzas, y se colgó de él con tal desesperación que Truecacuentos no pudo incorporarse sin levantar al niño consigo. Al cabo de un tiempo, tuvo que separar los brazos del pequeño de su cuello. En su mejilla sintió la humedad de las lágrimas de Alvin. pero no se limpió el rostro. Dejó que la brisa las secara mientras avanzaba lentamente por el sendero yermo y helado, a izquierda y derecha del cual se extendían campos de nieve medio derretida.
Se detuvo un instante sobre el segundo puente cubierto. El tiempo preciso para preguntarse si alguna vez volvería a este lugar, o si los vería nuevamente. O si podría incluir en su libro la frase de Alvin Júnior. Si fuera profeta lo sabría. Pero no tenía la más mínima idea.
Echó a andar, y sus pies se encaminaron hacia la montaña.
El Visitante se sentó cómodamente sobre el altar, reclinándose informalmente sobre su brazo derecho. Su cuerpo adquirió una garbosa expresión. El reverendo Thrower había visto una pose así de desenvuelta en un libertino de Camelot, un lujurioso que claramente despreciaba todo aquello que representaban las iglesias puritanas de Inglaterra y Escocia. Thrower se sintió bastante incómodo al ver que el Visitante adoptaba una pose tan irreverente.
—¿Por qué? —preguntó el Visitante—. El hecho de que tú sólo puedas controlar tus pasiones carnales sentándote erguido en una silla, con las rodillas juntas y las manos delicadamente dispuestas sobre el regazo, con los dedos firmemente entrelazados, no significa que yo deba hacer lo mismo.
Thrower se sintió incómodo.
—No es justo castigarme por mis pensamientos.
—Lo es, cuando tus pensamientos pretenden juzgarme por mis acciones. Ten cuidado con la arrogancia, amigo mío. No te creas tan recto como para poder juzgar los actos de los ángeles...
Era la primera vez que el Visitante se llamaba a sí mismo ángel.
—No me he llamado nada —dijo el Visitante—. Debes aprender a controlar tus pensamientos, Thrower. Extraes conclusiones con demasiada facilidad.
—¿Qué motiva tu aparición?
—Tiene que ver con el que ha hecho este altar —comenzó el Visitante. Palmeó una de las cruces que Alvin Júnior había grabado a fuego sobre la madera.
—He hecho cuanto he podido, pero el niño es ingobernable. Duda de todo y contesta a todas las cuestiones de teología como si tuviera que satisfacer las mismas pruebas de lógica y consistencia que prevalecen en el mundo de la ciencia.
—En otras palabras, espera que tus doctrinas tengan sentido.
—No está dispuesto a aceptar la idea de que algunas cosas son misterios, sólo comprensibles a la mente de Dios. La ambigüedad lo vuelve insolente y la paradoja provoca una franca rebelión.
—Es un niño molesto...
—De lo peor que he visto —manifestó Thrower.
Los ojos del Visitante relampaguearon. Thrower sintió una punzada en el corazón.
—Lo he intentado —dijo Thrower—. He intentado convertirlo para que sirviera al Señor. Pero la influencia de su padre...
—Es propio del débil culpar de sus fracasos a la fortaleza de los demás.
—¡Aún no he fracasado! —atajó Thrower—. Me dijiste que tenía tiempo hasta que el niño tuviera catorce años...
—No. Te dije que yo tenía tiempo hasta que él tuviera catorce años. Tú sólo lo tendrás mientras él viva aquí.
—No he sabido que los Miller se mudaran. Acaban de poner en su sitio una rueda de molino y comenzaran la molienda en primavera. No se marcharían sin...
El Visitante se puso de pié.
—Permíteme presentarte un caso, reverendo Thrower. Puramente hipotético. Supongamos que estuvieras en una habitación con el peor enemigo de todos los que tengo. Supongamos que él estuviera enfermo y que yaciera indefenso en cama. Si se recuperara, sería puesto fuera de tu alcance, y de ese modo podría destruir todo lo que tú y yo amamos en este mundo. Pero si muriera, nuestra gran causa estaría a salvo. Ahora supón que alguien pusiera un cuchillo en tu mano y te suplicara que efectuaras una delicada operación de cirugía sobre el niño. Y supón que tu pulso fallara, siquiera una pizca, y tu cuchillo cortara una arteria importante. Y supón que si tan sólo te demoraras unos instantes, perdería sangre con tanta prisa que moriría en cuestión de minutos. En ese caso, reverendo Thrower, ¿cuál sería tu misión?
Thrower no podía creerlo. Toda su vida se había preparado para enseñar, persuadir, exhortar, exponer. Jamás para llevar a cabo un acto sanguinario del calibre del que le sugería el Visitante.
—No estoy hecho para estas cosas —aseguró.
—¿Estás hecho para el reino de Dios? — preguntó el Visitante.
—Pero el Señor ha dicho «No matarás».
—¿Ah, sí? ¿Eso es lo que dijo a Josué cuando lo envió a la tierra prometida? ¿Es eso lo que dijo a Saúl cuando lo envió contra los amalecitas?
Thrower pensó en esos oscuros pasajes del Viejo Testamento, y tembló de miedo, sólo de pensar en intervenir en semejantes actos.
Pero el Visitante no cedió.
—El sacerdote Samuel ordenó al rey Saúl que matara a todos los amalecitas, hombres o mujeres, y a todos los niños. Pero Saúl no tuvo agallas para eso.
Salvó al rey de los amalecitas y lo trajo con vida. Y por ese crimen de desobediencia, ¿qué hizo el Señor?
—Escogió a David para que reinara en su lugar.
El Visitante se acercó a Thrower, horadándolo con el fuego de su mirada.
—Y entonces Samuel, el gran sacerdote, el dulce siervo de Dios, ¿qué hizo?
—Llamó a Agag, rey de los amalecitas, e hizo que lo trajeran ante él.
Pero el Visitante no pensaba ceder.
—¿Y qué más hizo Samuel?
—Lo mató —murmuró Thrower.
—¿Qué dicen las escrituras que hizo? —rugió el Visitante. Las paredes de la iglesia temblaron y el vidrio de las ventanas se estremeció.
Thrower lloró de miedo, pero pronunció las palabras que le exigía el Visitante:
—Samuel cortó en pedazos a Agag... en presencia del Señor.
Ahora el único sonido en toda la iglesia era la propia respiración entrecortada de Thrower, que trataba de controlar sus sollozos histéricos. El Visitante le sonreía con ojos desbordantes de amor y perdón. Y luego desapareció.
Thrower se postró de rodillas ante el altar y oró. Oh, Padre, moriría por Ti, pero no me pidas que mate. Aparta este cáliz de mis labios. Soy demasiado débil, soy indigno, no deposites este peso sobre mis hombros.
Sus lágrimas cayeron sobre el altar. Escuchó un siseo y se alejó de él de un salto, sorprendido. Sus lágrimas corrieron por la superficie del altar como agua sobre una plancha al rojo, hasta que finalmente se evaporaron.
«El Señor me ha repudiado —pensó—. Juré servirlo como me lo pidiese, y ahora que me encomienda algo difícil, que me ordena ser tan fuerte como los grandes profetas de la antigüedad, me descubro siendo una vasija rota en manos del Señor. No puedo contener el destino que Él ha querido verter en mí.»
La puerta de la iglesia se abrió. Una ráfaga de viento helado se deslizó presurosa sobre el suelo y al llegar al cuerpo del reverendo lo hizo estremecer.
Levantó la vista, temiendo que fuese un ángel enviado para depararle su castigo.
Pero no era ningún ángel. Sólo Soldado de Dios Weaver.
—No quería interrumpir su plegaria... —se disculpó Soldado.
—Pase —dijo Thrower—. Cierre la puerta. ¿Qué puedo hacer por usted?
—No se trata de mí.
—Venga. Siéntese aquí. Cuénteme.
Thrower esperaba que acaso la llegada de Soldado de Dios en ese preciso momento fuese una señal de Dios. Un miembro de la congregación que llegase a ayudarlo justo después de orar... seguramente el Señor le hacía saber que, después de todo, lo había aceptado. ,
—Se trata del hermano de mi mujer —comenzó Soldado de Dios—. El niño, Alvin Júnior.
Thrower sintió que un escalofrío de temor lo atravesaba hasta los huesos.
—Lo conozco. ¿Qué sucede con él?
—Sabe que se aplastó una pierna...
—Algo oí decir.
—¿Por casualidad no fue a visitarlo para verlo antes de que curase?
—He llegado a pensar que no soy bien recibido en esa casa.
—Bueno, permítame que le cuente. Fue un feo accidente. Se le desprendió una zona muy grande de piel. Se le fracturaron los huesos. Pero dos días más tarde estaba totalmente curado. Ni siquiera podía verse la cicatriz. Tres días más tarde ya caminaba...
—No debe haber sido tan malo como usted lo cuenta.
—Se lo estoy diciendo: se le rompió la pierna, y la herida fue grave. Toda la familia creyó que el niño moriría. Me pidieron que comprara clavos para hacer un ataúd. Y estaban tan afligidos que yo creía que también habría que enterrar al padre y a la madre.
—Entonces no puede estar tan sano como usted dice...
—Bueno, no está totalmente curado, y por eso he venido a verlo a usted. Sé que no cree en estas cosas, pero le digo que de algún modo tienen que haber embrujado al niño para que sanara. Elly dice que el mismo niño fue quien se embrujó. Estuvo caminando algunos días, sin andar con muletas siquiera.
Pero el dolor nunca se le fue. Ahora dice que en el hueso hay un sitio enfermo. También tiene fiebre.
—Todo tiene una explicación perfectamente natural —dijo Thrower.
—Bueno, sea como fuere, tal como yo lo veo, el niño ha invitado al demonio con sus brujerías y ahora el demonio lo está devorando por dentro en vida. Y como usted es un ministro ordenado de Dios, pensé que tal vez pudiera expulsar de él a ese diablo en nombre de Nuestro Señor Jesucristo.
Las supersticiones y las brujerías eran una insensatez, desde luego, pero ahora que Soldado traía la posibilidad de que un diablo habitara dentro del niño, aquello le parecía razonable y coherente con lo que le había dicho el Visitante. Tal vez el Señor quisiera que exorcizara al pequeño, que expulsara al diablo que había en él, y no que lo matara. Era una oportunidad de redimirse de la falta de voluntad demostrada minutos atrás.
—Iré —dijo—, Buscó una pesada capa y la extendió sobre sus hombros.
—Más vale que se lo advierta: nadie me pidió que fuera a buscarlo...
—Estoy preparado para hacer frente a la ira de los infieles. Lo que me preocupa es la víctima del diablo, y no esa familia necia y supersticiosa.
Alvin yacía en cama, ardiendo de fiebre. A plena luz del día, mantenían cerradas las celosías para que la luz no le hiriera en los ojos. Pero de noche las hacía abrir para que entrara algo de aire fresco, que respiraba con alivio.
Durante los pocos días que había podido caminar había visto la nieve que cubría el valle. Trataba de imaginarse enterrado bajo ese manto de blancura.
Sería un reposo para el fuego abrasador que consumía su cuerpo.
No podía ver cosas tan diminutas en su interior. Lo que hacía con los huesos, con los haces de músculos y capas de piel era más difícil que hallar las grietas de la cantera de piedra. Pero podía sentir las rutas que surcaban el laberinto de su cuerpo, hallar las grandes heridas, ayudarlas a que se cerraran.
Pero casi todo lo que sucedía era demasiado pequeño y rápido para que pudiera comprenderlo. Veía el resultado, pero no podía ver las piezas, no podía descubrir cómo sucedía.
Así ocurría con ese punto malo que tenía en el hueso. Era una zona diminuta que se estaba pudriendo, debilitando. Podía sentir la diferencia entre el lugar malo y el hueso sano, podía descubrir los límites de la enfermedad. Pero no era capaz de ver lo que sucedía en realidad. No sabía repararlo. Iba a morir.
No estaba solo en la habitación. Lo sabía. Siempre había alguien sentado junto a él. Abría los ojos y veía a Mamá, o a Papá, o a alguna de las niñas. A veces era alguno de sus hermanos, aunque ello significara dejar a su esposa y sus quehaceres. Para Alvin era un alivio, pero también una carga. Pensaba que debía apresurarse a morir para que todos pudieran retornar a sus vidas habituales.
Esa tarde era Mesura quien lo acompañaba. Alvin le dijo qué tal cuando entró, pero no había mucho de qué hablar. ¿Qué tal? Bien, gracias, me estoy muriendo, ¿y tú? Era un poco difícil mantener una conversación.
Mesura le contaba cómo él y los mellizos habían tratado de cortar una piedra de moler. Escogieron una piedra más blanda que la otra con que Alvin solía trabajar, pero así y todo les llevó un trabajo de mil demonios.
—Por último, tuvimos que desistir —confesó—. Tendrá que esperar hasta que puedas subir a la montaña y cortar una piedra para nosotros...
Alvin no respondió, y después de eso nadie dijo una palabra.
Alvin permaneció allí tendido, sudando, sintiendo cómo crecía la descomposición de su hueso en forma lenta pero inexorable. Su hermano le tomaba la mano, sentado cerca de su lecho.
Mesura comenzó a silbar.
El sonido sorprendió a Alvin. Estaba tan inmerso dentro de sí que le pareció que provenía de una gran distancia y que debía viajar mucho para descubrir de dónde surgía esa música.
—Mesura... —gritó, pero su voz apenas fue un susurro.
El silbido cesó.
—Lo siento —se disculpó Mesura—. ¿Te molesta?
—No —dijo Alvin.
Mesura volvió a silbar. Era una melodía extraña, que Alvin no recordaba haber oído antes. En realidad, no parecía ninguna melodía. Nunca se repetía, cada vez seguía con notas distintas, como si Mesura la estuviera inventando sobre la marcha. Y mientras Alvin yacía y escuchaba, la melodía se le antojó como una especie de mapa que serpenteaba por entre la espesura. Comenzó a seguirla. No es que viera nada, como podría hacer con un mapa de verdad.
Pero sí le mostraba siempre el centro de las cosas, y todo lo que pensaba, lo pensaba como si estuviera de pie en ese lugar. Casi podía ver todo lo que había pensado antes, mientras trataba de descubrir alguna forma de enmendar ese sitio descompuesto en su hueso, sólo que ahora lo hacía desde una gran distancia, tal vez desde lo alto de una montaña o un claro, desde donde podía ver mejor.
Esta vez pensó en algo que nunca antes se le había ocurrido. Cuando la pierna se quebró y la piel se le cayó, todos veían lo mal que estaba, pero nadie podía ayudarlo, estaba solo. Tuvo que arreglarlo todo desde dentro.