El séptimo hijo (12 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

—Digamos que si llega el momento en que sea propicia la constitución de un gobierno, estaré dispuesto a servir —respondió el hombre—. Y en dos años, tres años, cuando lleguen más pobladores y haya quienes comiencen a fabricar otras cosas, como ladrillos, vajilla y herrajes, cajas y toneles, cerveza y queso y forraje, pues bien, ¿adonde cree usted que irán a vender o comprar? A la tienda que les dio crédito cuando sus esposas desesperaban por conseguir una tela con que hacerse un vestido de bonitos colores, o cuando necesitaban una olla de hierro o una estufa con que hacer frente al invierno.

Filadelfia Thrower prefirió no mencionar que él era más escéptico respecto a la gratitud o lealtad de la gente para con Soldado de Dios Weaver. Además, pensó Thrower, bien puedo equivocarme. ¿No dijo el Salvador que debíamos arrojar nuestro pan a las aguas? Y aun cuando Soldado de Dios no lograra todos su sueños, habría hecho una buena obra y contribuido a que esta tierra fuese accesible para la civilización.

La comida estaba lista. Eleanor sirvió el guisado.

Cuando colocó ante él un delicado plato blanco, el reverendo Thrower no pudo evitar una sonrisa.

—Debe estar muy orgullosa de su esposo, y de todo lo que está haciendo.

En lugar de sonreír con pudor, como Thrower esperaba, Eleanor casi se echó a reír abiertamente. Soldado de Dios no fue tan delicado. Lanzó una risotada sin disimulo.

—Reverendo Thrower, no se confunda —repuso—. Cuando yo tengo los brazos hundidos en parafina, Eleanor los tiene enterrados en jabón. Cuando escribo cartas para los pobladores y las hago embarcar, Eleanor está haciendo mapas y apuntando nombres para nuestro catastro. No hay nada que yo haga sin que ella esté a mi lado, y no hay nada que ella haga sin que yo esté acompañándola. Salvo tal vez su jardín de hierbas, al cual se dedica más que yo. Y la lectura de la Biblia, que me preocupa a mí más que a ella.

—Vaya, me alegro de que sea una compañera apropiada para su esposo —comentó el reverendo Thrower.

—Ambos somos compañeros, el uno del otro dijo Soldado de Dios—. Y no lo olvide.

Lo dijo con una sonrisa y Thrower le devolvió el gesto, pero el ministro se sintió algo decepcionado: su mujer lo dominaba de tal modo que tenía que admitir a boca de jarro que no estaba al frente e su propia tienda en su propia casa... Pero, ¿qué odia esperarse, si Eleanor había sido criada en esa extraña familia de los Miller? No podía esperarse que la hija mayor de Alvin y Fe Miller agachara la cabeza ante su esposo como Dios manda.

Con todo, en su vida había probado un venado tan delicioso.

—No está nada fuerte —dijo—. Nunca pensé que la carne de ciervo salvaje pudiera saber así...

—Le quita la grasa —explicó Soldado de Dios— y agrega algo de pollo.

—Ahora que lo menciona —dijo Thrower—, creo reconocerlo en el guisado.

—Y aprovechamos la grasa de venado para hacer jabón —continuó Soldado de Dios—. Jamás desperdiciamos nada, si le encontramos alguna utilidad.

—Tal como ordena el Señor —comentó Thrower. Y se lanzó a comer. Iba por su segundo plato de guisado y su tercera hogaza de pan cuando hizo un comentario que quería ser una jocosa alabanza. Señora Weaver, su comida es tan deliciosa que un poco más y empiezo a creer en brujerías.

Como mucho, Thrower esperaba una risilla. En cambio, Eleanor clavó la vista en la mesa, avergonzada, como si la hubiera acusado de adulterio. Y Soldado de Dios se irguió tieso en su silla.

—Le agradecería que no mencionara ese tema en esta casa —dijo.

El reverendo Thrower trató de disculparse.

—No hablaba en serio —dijo—. Entre cristianos racionales, esta clase de cosas es objeto de chanzas, ¿no es verdad? No es más que una tonta superstición, y...

Eleanor se puso en pie y se marchó de la habitación.

—¿Qué he dicho ahora? —preguntó Thrower.

Soldado de Dios suspiró.

—Ay, usted no podía saberlo —comentó—. Es una pelea que se remonta a antes de que nos casáramos, cuando llegué a estas tierras. La conocí cuando vino con sus hermanos para ayudarme a construir mi primera choza... lo que hoy es el cobertizo donde hacemos el jabón. Comenzó a desparramar menta verde por el suelo y a pronunciar cierta clase de rima, y yo le grité que cerrara la boca y que se largara de mi casa. Cité la Biblia, donde dice: «No tolerarás a una bruja con vida.» No puedo decirle la media hora que pasamos después...

—¿La llamó bruja y se casó con usted?

—Verá, entre medias tuvimos algunas conversaciones...

—No seguirá creyendo en esas cosas, ¿verdad?

Soldado de Dios frunció las cejas.

—No es cuestión de creer, reverendo, sino de hacer. No lo hace más. No aquí, ni en ningún otro sitio. Y cuando usted casi la acusó de eso, bueno, se ofendió. Porque me lo prometió, sabe usted...

—Pero una vez que me disculpé, ¿por qué se...?

—Pues bien, ahí lo tiene. Usted tendrá su forma de pensar, pero no puede decirle que esos conjuros, hierbas y encantamientos no tengan poder, pues ella misma ha visto cosas que incluso para usted serían inexplicables.

—Sin duda, un hombre como usted, versado en las escrituras y conocedor del mundo, podrá convencer a su esposa de que abandone las supersticiones de su infancia.

Soldado de Dios posó su mano suavemente sobre la muñeca del reverendo Thrower.

—Reverendo, debo decirle algo que jamás pensé debería decir a un hombre adulto. Un buen cristiano se niega a permitir que en su vida intervengan esas cosas porque la única forma correcta de que en la vida de uno surjan poderes ocultos es por medio de la oración y la gracia de Nuestro Señor Jesucristo.

Pero no porque tales cosas no den resultado.

—Pero no dan resultado —insistió Thrower—. Los poderes del cielo son reales, y también lo son las visiones y apariciones de los ángeles, al igual que todos los milagros de los cuales dan fe las escrituras. Pero los poderes del cielo nada tienen que ver con que las parejitas se enamoren, ni con curarse de garrotillo, ni con hacer que las gallinas pongan huevos, ni con todas esas tonterías que hace la gente ignorante con sus llamados poderes ocultos. No hay nada que hagan esos conjuros, o dones, o como quiera que se llamen, que no pueda ser explicado por medio de la sencilla investigación científica.

Soldado de Dios permaneció en silencio un buen rato. El silencio incomodó un tanto a Thrower, y no obstante no halló qué decir. No se le había ocurrido pensar que Soldado de Dios pudiese llegar a creer en tales cosas. Era una perspectiva sorprendente. Una cosa era inhibirse de la brujería por tratarse de una insensatez y otra muy distinta creer en ella y abstenerse por ser algo incorrecto. A Thrower se le ocurrió que la última posición era tanto más enaltecedora: para el reverendo, desdeñar la brujería era cuestión de sentido común, mientras que para Soldado de Dios y Eleanor era algo así como un sacrificio.

Antes de que pudiera dar forma a sus pensamientos, Soldado de Dios se reclinó en su silla y cambió enteramente de tema.

—Tengo entendido que su iglesia casi está terminada...

El reverendo Thrower aceptó seguir por terreno más seguro.

—Ayer se terminó el techo y hoy pudieron fijar todas las tablas sobre las paredes. Mañana ya podrá resistir las lluvias, cuando pongamos celosías en las ventanas. Cuando estén las puertas y los vidrios, será sólida como un tambor.

—He hecho que traigan el vidrio en bote —dijo Soldado de Dios. Luego guiñó un ojo—. Resolví el problema de embarcar en Lago Erie.

—¿Cómo lo hizo? Los franceses están hundiendo uno de cada tres botes, hasta los que vienen de Irrakwa.

—Muy sencillo. Encargué el vidrio a Montreal...

— ¿Vidrio francés en las ventanas de una iglesia inglesa?

—De una iglesia americana... —corrigió Soldado de Dios—. Y Montreal también es una ciudad americana. De todas formas, los franceses quizás estén tratando de deshacerse de nosotros, pero hasta que lo consigan somos mercado para sus productos manufacturados, así que el gobernador, el marqués de La Fayette, no pone reparos a que su pueblo obtenga algún provecho de nuestras compras en tanto estemos aquí. Lo embarcarán de un momento a otro por el lago Michigan y luego lo harán viajar por lanchón, por el St. Joseph y el Tippy-Canoe.

—¿Lo harán antes de que venga el mal tiempo?

—Supongo que sí —-comentó Soldado de Dios—. De otro modo, no se les pagará...

—Es usted un hombre sorprendente —dijo Thrower—. Pero me extraña que guarde tan poca lealtad al Protectorado Británico.

—Pues bien, verá... Así es, en efecto. Usted creció bajo el Protectorado y sigue pensando como un inglés.

—Soy escocés, señor...

—Como británico, en cualquier caso. En su país, todo aquel que practica las artes ocultas, aunque sólo se sepa por rumores, es exiliado sin más, e incluso sin que primero se molesten en juzgarlo, ¿no es así?

—Tratamos de ser justos... pero las cortes eclesiásticas son rápidas y no hay apelación.

—Pues bien, piense en esto: si todo aquel que tenía el más mínimo don para las artes ocultas fue embarcado rumbo a las colonias americanas, ¿cómo podría haber visto el menor asomo de hechicería cuando era pequeño?

—No puedo haber visto algo que no existe... —En Gran Bretaña tal vez no exista. Pero es la maldición de los buenos cristianos de América, que estamos hasta la coronilla de teas, hidrománticos, conjuradores y dotados, y un niño no llega al metro de altura aquí sin toparse con alguien que lanza una maldición o sin cruzarse con los hechizos de algún bromista que le hacen decir lo primero que le viene a la cabeza y ofende a todo el mundo a diez kilómetros a la redonda.

—¡Las maldiciones de un bromista! Vea, hermano Soldado de Dios, convendrá usted conmigo en que una buena botella de vino produce el mismo efecto.

—... No en un niño de doce años que jamás ha tomado una gota de alcohol en toda su vida.

Era evidente que Soldado de Dios hablaba por propia experiencia, pero eso no cambiaba las cosas. —Siempre hay otra explicación. —Hay un sinfín de razones con que explicar lo que sucede —dijo Soldado de Dios—. Pero le diré esto. Puede usted predicar contra conjuros y seguirá teniendo una congregación. Pero si sigue diciendo que los conjuros no sirven de nada, bien... supongo que casi todos se preguntarán por qué han de recorrer semejante camino para acudir a una iglesia a escuchar la prédica de un tonto de remate.

—Debo decir la verdad tal como la veo —se defendió Thrower.

—Usted puede ver que un hombre es deshonesto en sus negocios, pero no por eso dirá su nombre desde el pulpito, ¿verdad? No, señor, pero sí dará un sermón sobre la honestidad y esperará que surta su efecto.

—Usted sugiere que adopte un enfoque distinto...

—Está usted construyendo una hermosa iglesia, reverendo Thrower, y no sería ni la mitad de bella si no fuese porque la alimenta su sueño de cómo debe llegar a ser. Pero los pobladores de esta región consideran que la iglesia es de ellos. Ellos cortaron la madera, ellos la construyeron y se encuentra erigida sobre tierras comunales. Y sería toda una lástima que su obstinación acabase por cansarlos y obligarlos a ofrecer el pulpito a otro predicador...

El reverendo Thrower contempló los restos de la cena durante un buen rato.

Pensó en la iglesia, no en la estructura de madera sin pintar que hoy era, sino en el edificio terminado, con los bancos en su sitio, el pulpito en lo alto y el recinto inundado por la clara luz del sol que penetraba por las ventanas prolijamente vidriadas. No es sólo el lugar, se dijo, sino lo que puedo lograr desde aquí. Estaría cumpliendo mal mis deberes de cristiano si permitiera que este sitio cayera bajo control de necios supersticiosos como Alvin Miller y, aparentemente, toda su familia. Si mi misión es destruir el mal y la superstición, debo habitar entre ignorantes y supersticiosos. Con el tiempo sembraré en ellos el conocimiento de la verdad. Y si no logro convencer a los padres, con más tiempo aún podré convertir a sus hijos. Mi ministerio es el trabajo de toda una vida. ¿Por qué entonces arriesgarlo con tal de decir la verdad unos pocos instantes?

—Es usted un hombre sabio, hermano Soldado de Dios.

—También usted, reverendo Thrower. A la larga, aun cuando podamos disentir aquí y allá, creo que ambos deseamos lo mismo. Queremos que todo este país sea civilizado y cristiano. Y a ninguno de los dos nos molestaría que la iglesia de Vigor se convirtiera en la ciudad de Vigor, y que la ciudad de Vigor pasara a ser la capital de todo el territorio de Wobbish. Hasta se habla en Filadelfia de invitar a Hio a unirse en calidad de estado, y sin duda no tardarán en hacer el mismo ofrecimiento a los Apalaches. ¿Por qué no Wobbish, algún día? ¿Por qué no un país que se extienda de mar a mar, de blancos y pieles rojas, donde cada uno de nosotros sea libre de votar el gobierno que desea para que haga las leyes que todos aceptaríamos obedecer de buen grado?

Era un bello sueño. Y Thrower podía verse en él. El hombre que tuviese el pulpito de la iglesia más grande, de la ciudad más grande del territorio sería el conductor espiritual de todo un pueblo. Durante unos minutos creyó en su sueño con tal intensidad que cuando gentilmente dio las gracias a Soldado de Dios por la comida y se marchó de la casa tuvo que contener la respiración al ver que el poblado de Vigor sólo consistía en la gran tienda de Weaver y sus dependencias, unas fincas cercadas con unas pocas cabezas de ganado paciendo en ellas y el armazón de blanca madera de una gran iglesia nueva.

Pero aun así, la iglesia era real. Casi estaba terminada, las paredes estaban allí y el techo estaba concluido. Thrower era un hombre racional. Debía ver algo sólido ante sus ojos para creer en su sueño, pero esa iglesia ya era suficientemente sólida, y entre él y Soldado de Dios bastaba para que el resto del sueño se tornase realidad. Atraer gente a este lugar, hacer de él el centro del territorio... Esta iglesia podía servir de local para las reuniones municipales, y no sólo para los sermones locales. ¿Y durante la semana?

Estaría malgastando su educación si no abriera una escuela para los niños de la región. Les enseñaría a leer, a escribir, a calcular y, sobre todo, a pensar, a expulsar de sus mentes toda superstición y a no dejar en ellas más que el puro conocimiento y la fe en el Señor.

Y tan ensimismado iba por estos pensamientos que ni siquiera advirtió que no se dirigía a la granja de Peter McCoy, río abajo, donde lo aguardaba su lecho en la vieja cabaña de troncos. Estaba desandando el trayecto que lo llevaría a la iglesia. Sólo cuando encendió un par de velas comprendió que en realidad pensaba pasar la noche allí. Aquellas paredes desnudas de madera eran su hogar, más que ningún otro sitio del mundo. El olor a savia le exaltaba los sentidos, le daba deseos de entonar salmos que nunca antes había escuchado... Se sentó allí murmurando, recorriendo las páginas del Viejo Testamento sin notar siquiera que había palabras sobre el papel.

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