El séptimo hijo (15 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

Extendió su mano y posó el índice cuidadosamente sobre la huella más clara.

Tuvo que valerse de todas sus fuerzas para dejar el dedo apoyado un instante, de tanto que ardía. El brazo le quedó temblando de dolor hasta el hombro.

—Sed bienvenido en la casa de Dios —dijo una voz.

Truecacuentos, chupándose el dedo quemado, se volvió para mirar de frente al hombre que había hablado. Llevaba el hábito que usaban los predicadores de rito escocés, que en América se llaman presbiterianos.

—¿No os habréis clavado una astilla, verdad? —preguntó el predicador.

Habría sido más fácil decir sí, me he clavado una astilla. Pero Truecacuentos sólo contaba las historias en las que creía.

—Predicador —dijo Truecacuentos—. El diablo ha puesto la mano encima de este altar.

De inmediato, la lúgubre sonrisa del predicador se desvaneció.

—¿Cómo reconocéis la huella del demonio?

—Es un don de Dios —aseguró el Truecacuentos—. Ver.

El predicador lo miró de cerca, sin saber si creerle o no.

—En ese caso también sabréis dónde han posado su mano los ángeles...

—Si han intervenido espíritus celestiales, creo que podría ver sus huellas. Ya he visto señales así con anterioridad.

El predicador se detuvo, como si quisiera hacer una pregunta importante pero temiese la respuesta. Luego se estremeció, el deseo de saber se alejó totalmente de él y habló con mucho desprecio.

—Tonterías. Podréis engañar a la gente simple, pero yo fui educado en Inglaterra y no me embaucaréis con discursos sobre poderes ocultos.

—Ah —exclamó Truecacuentos—. Sois un hombre instruido...

—Y a juzgar por vuestras palabras, también lo sois vos —indicó el predicador—. Diría que del sur de Inglaterra.

—De la Academia de Artes del Lord Protector —repuso Truecacuentos—. Me instruyeron como grabador. Puesto que vos pertenecéis al rito escocés, me temo que habréis visto mi obra en vuestro libro de la escuela dominicana.

—Jamás reparo en esas cosas —señaló el predicador—. Los grabados son un desperdicio de papel que bien podría emplearse en palabras verdaderas.

A menos que ilustren cosas realmente vistas por el artista, como representaciones anatómicas. Pero lo que el artista concibe en su imaginación no resulta a mis ojos mejor que lo que imagino por mí mismo.

Truecacuentos siguió el concepto hasta su raíz.

—¿Y si el artista fuese también un profeta?

El predicador entornó los ojos.

—Han concluido los días de los profetas. A igual que ese salvaje piel roja apóstata, borracho y tuerto, todos los que hoy sostienen ser profetas no son más que charlatanes. Y no dudo que si Dios concediera el don de la profecía a un solo artista siquiera, pronto tendríamos toda una profusión de bocetistas e ilustradores deseando ser tenidos por profetas, especialmente si eso puede hacer que se les pague mejor.

Truecacuentos respondió suavemente, pero sin dejar pasar la acusación velada del predicador.

—Un hombre que predica la palabra de Dios y percibe un sueldo no debiera criticar a otros que buscan ganarse la vida revelando la verdad.

—Yo fui ordenado —se defendió el predicador—. Nadie ordena a los artistas. Ellos se ordenan solos.

Tal como Truecacuentos había esperado. El predicador se había refugiado en la autoridad tan pronto como empezó a temer que sus ideas pudiesen no sostenerse por sí mismas. Cuando la autoridad se erigía como arbitro, era imposible todo debate racional. Truecacuentos retornó al tema inmediato.

—El diablo ha puesto sus manos encima de este altar —aseveró Truecacuentos—. Al tocar ahí, me ha dejado el dedo ardiendo.

—A mí jamás me ha quemado los dedos... —aseguró el predicador.

—Me lo figuro —repuso Truecacuentos—. Vos habéis sido ordenado...

Truecacuentos no hizo esfuerzos por ocultar la sorna en su voz, lo cual encrespó al predicador. A Truecacuentos no le molestaba que la gente se enfadará con él. Al menos significaba que lo estaban escuchando, y que aunque fuera a medias, creían en él.

—Decidme entonces —lo desafió el predicador—, ya que tenéis una vista tan aguda... Decidme si alguna vez ha posado su mano sobre este altar un mensajero de Dios.

Sin duda, para el predicador se trataba de una especie de examen.

Truecacuentos no tenía ni idea de cuál sería la respuesta que el hombre consideraría acertada. Pero no importaba. De todas formas, Truecacuentos habría respondido sinceramente.

—No —dijo.

Fue la respuesta equivocada. El predicador: sonrió con vanidad.

—¿Ah, sí? ¿Podéis asegurar que no?

Truecacuentos pensó por un instante que tal vez el predicador creyese que sus propias manos clericales habían dejado las marcas de la voluntad de Dios.

Pero él no permitiría que lo siguiera creyendo.

—La mayoría de los predicadores no dejan huellas de luz sobre las cosas que tocan. Sólo unos pocos adquieren la santidad suficiente.

Pero no era en sí mismo en quien pensaba el predicador.

—Ya habéis dicho lo que teníais que decir —lo interrumpió el predicador—. Ahora sé que sois un embustero. Fuera de mi iglesia.

—No soy ningún embustero —replicó Truecacuentos—. Puede ser que me equivoque, pero jamás miento.

—Y yo jamás creo en un hombre que dice que nunca miente.

—Un hombre siempre supone en los demás la misma virtud que él mismo cree tener —sentenció Truecacuentos.

El rostro del predicador se encendió de ira. —Fuera de aquí, de lo contrario os echaré por la fuerza.

—Me iré con gusto —repuso Truecacuentos. Se encaminó hacia la puerta con paso enérgico—. Espero no regresar nunca a una iglesia cuyo predicador no se sorprende al saber que Satán ha puesto las manos sobre su altar.

—No me sorprende porque no lo creo. —Me creéis —afirmó Truecacuentos—.

También creéis que un ángel ha tocado este altar. Ésa es la historia que vos creéis cierta. Pero os aseguro que ningún ángel podría tocarlo sin dejar una huella que yo pudiera ver. Y allí yo veo una sola señal.

—¡Mentiroso! Vos mismo sois un enviado del demonio que intenta ejercer su necromancia aquí, en la casa de Dios. Fuera. ¡Atrás! ¡Os conjuro para que os marchéis!

—Creía que los clérigos como vos no practicaban conjuros.

—¡Largo de aquí! —El predicador lo dijo a voz en grito y con las venas del cuello a punto de estallar. Truecacuentos se caló el sombrero nuevamente y partió. Oyó que la puerta se cerraba de un golpe a sus espaldas. Caminó por un prado irregular cubierto de hierba amarillenta hasta dar con la senda que conducía a la casa de la cual le había hablado la mujer. La casa donde habían dicho que sería bien recibido.

Truecacuentos no estaba tan seguro. Nunca hacía más de tres visitas en un mismo lugar. Si al tercer intento no era acogido en ninguna casa, lo mejor era irse a otra parte. Esta vez, su primera posta había sido infrecuentemente aciaga, y la segunda, peor aún.

Pero su inquietud no provenía de la posibilidad de que le fuese mal. Aunque en este último sitio le besaran los pies, Truecacuentos era reacio a permanecer allí. Estaba en un pueblo tan cristiano que su principal poblador no estaba dispuesto a permitir la presencia de poderes ocultos en su casa. Y sin embargo, el mismo altar de la iglesia tenía las huellas del demonio. Lo peor era el engaño. Los poderes ocultos se usaban en las propias narices de Soldado de Dios, y quien lo hacía era la persona que más amaba y en la que más confiaba. Mientras que en la iglesia, el predicador estaba convencido de que el altar había sido consagrado por Dios y no por el diablo. ¿Que podía esperar Truecacuentos de esta región montañosa sino más locura, más engaños? La gente aviesa se mezcla con los de su clase. Truecacuentos lo sabía bien por propia experiencia.

La mujer tenía razón: los arroyos estaban franqueados por puentes. Pero ni siquiera esto era un buen augurio. Levantar puentes sobre los ríos era una necesidad; hacerlo en un arroyo ancho, una gentileza para con los viajeros.

Pero, ¿para qué habrían levantado puentes tan elaborados sobre vados tan poco profundos que hasta un anciano como Truecacuentos podía saltar sin mojarse un pie? Eran puentes sólidos, que terminaban bien en tierra firme, y ambos tenían techos de factura cuidadosa. La gente paga dinero por alojarse en hosterías menos firmes y secas que estos puentes, pensó Truecacuentos.

Sin duda, esto significaba que la gente que vivía al otro lado de la senda era al menos tan extraña como los que hasta ahora había conocido. Sería mejor que diera la vuelta. La prudencia le exigía regresar.

Pero la prudencia no era precisamente el punto fuerte de Truecacuentos. Eso le había dicho el viejo Ben, años atrás.

—Un buen día entrarás en la misma boca del infierno, Bill, sólo para descubrir si el diablo tiene caries en los dientes.

Los puentes debían tener alguna razón, y Truecacuentos pensó que la historia podía valer la pena, una vez recogida en su libro.

Después de todo, era menos de un kilómetro. Cuando parecía que el sendero estaba a punto de perderse en la espesura impenetrable, giró abruptamente hacia el norte y desembocó en el rincón más bonito que Truecacuentos recordaba haber visitado. Ni siquiera había visto un sitio así en los plácidos poblados de Nueva Orange y Pensilvania. La casa era grande y hermosa, con troncos torneados para demostrar que su intención era que perdurase. Y había graneros, corrales, gallineros y cobertizos, lo cual hacía del paraje casi una aldea en sí mismo. A media milla se elevaba una columna de humo, lo que le indicaba que sus suposiciones eran acertadas. Había otra vivienda cerca, sobre el mismo sendero, muy probablemente la de algún familiar. Hijos casados, casi seguro, que cultivaban la tierra con el resto de la familia para provecho de todos. Eso era buena cosa, estimó Truecacuentos. Si los hermanos sabían crecer en armonía y tenerse afecto -suficiente para arar los campos del otro, era" buena cosa.

Truecacuentos se encaminó resueltamente hacia la casa. Era mejor anunciarse de una buena vez en lugar de andarse merodeando y exponerse a que lo tomaran a uno por ladrón. Pero en esa ocasión, en cuanto pensó en dirigirse a la casa se sintió extraviado de inmediato, incapaz de recordar su propósito.

Era un embrujo tan poderoso que sólo advirtió su influencia cuando ya estaba a mitad de la colina, avanzando en dirección a un edificio de piedra que se alzaba junto al vado. Se detuvo bruscamente, despavorido. Nadie tenía poder suficiente para hacerle dar media vuelta sin que pudiera advertir lo que sucedía. Era un sitio tan extraño como los otros dos y no quería tener nada que ver con él.

Pero cuando trató de regresar por el mismo camino que había seguido volvió a sucederle la misma cosa. Se encontró yendo por la colina hacia la construcción de piedra.

Nuevamente hizo un alto, y esta vez murmuró:

—Quienquiera que seas, sea cual fuere tu deseo, iré por mi propia voluntad o no iré.

Y de inmediato una brisa lo empujó por detrás hacia el edificio. Pero sabía que si quería podría volver atrás. Contra la brisa, sí, pero podía hacerlo.

Aquello lo serenó considerablemente. El embrujo que estaba actuando sobre él no pretendía esclavizarlo. Y eso, como bien sabía, era una de las señales de un buen hechizo. No las cadenas ocultas de un torturador.

El camino giraba un tanto hacia la izquierda, a lo largo del arroyo. Ya podía darse cuenta de que la construcción era un molino, puesto que tenía un saetín y cerca del flujo del agua se veía el marco de una inmensa rueda. Pero en el saetín no caía agua ese día, y supo por qué al acercarse más y mirar a través de la gigantesca puerta, más propia de un granero. No era que lo hubieran clausurado durante el invierno. Nunca lo habían usado como molino. Los engranajes estaban en su sitio, pero faltaba la inmensa piedra redonda de molino. Toda la estructura de palancas y cantos rodados aguardaba intacta.

Y debía aguardar desde hacía largo tiempo. La construcción al menos databa de unos cinco años atrás, a juzgar por las enredaderas y el musgo que cubrían las paredes. Habría llevado no poca labor construir semejante molino, y sin embargo lo usaban como depósito de heno.

Al otro lado de la gran puerta, una carreta se mecía a un lado y a otro mientras dos niños forcejeaban sobre el cargamento de heno. Era una riña amistosa. Obviamente, se trataba de dos hermanos, uno de unos doce años, y el otro acaso de nueve, y la única razón por la cual el menor no era lanzado fuera de la carreta era porque el mayor no podía contener la risa. Desde luego, no reparó en Truecacuentos.

Tampoco advirtieron al hombre que estaba de pie en el borde del altillo, horquilla en mano, mirándolos. Al principio Truecacuentos pensó que era una mirada de orgullo, propia de un padre. Pero luego se fijó en la forma en que tomaba la horquilla. Era como una jabalina, lista para ser lanzada. Durante un fugaz instante, Truecacuentos vio lo que sucedería: la horquilla arrojada, hundiéndose en la carne de uno de los niños, para matarlo sin duda, si no de inmediato, al cabo de poco tiempo, de gangrena o bien desangrado. Lo que Truecacuentos vio fue un asesinato.

—¡No!—gritó.

Corrió desde la puerta hacia la carreta, mirando al hombre que estaba en lo alto.

El hombre hundió la horquilla en el heno, a su lado, y lanzó el forraje por los aires a la carreta. Los niños casi quedaron sepultados bajo el heno.

—Os traje aquí para que trabajarais, cachorros, no para que os enzarzarais de ese modo. —El hombre sonreía y bromeaba. Hizo un guiño a Truecacuentos.

Como si un segundo atrás la muerte no hubiera asomado a sus ojos.

—¿Cómo anda, joven amigo? —preguntó el hombre.

—No tan joven —repuso Truecacuentos. Se quitó el sombrero para dejar ver su cabeza rala.

Los niños asomaron por entre la paja.

—¿Por qué nos gritaba, señor? —preguntó el menor.

—Tuve miedo de que alguien saliera lastimado —respondió.

—Ah, pero si siempre estamos peleando así —dijo el mayor—. Venga esa mano, amigo. Me llamo Alvin, como Papá. —La sonrisa del pequeño era contagiosa. Había sido un día de mucho susto y muchas sombras y Truecacuentos no halló otra opción que devolver la sonrisa y tomar la mano que se le ofrecía. Alvin Júnior daba la mano como un adulto. Era un joven muy fuerte. Truecacuentos lo comentó.

—Ah, le ha dado la mano de mantequilla. Cuando se pone a apretar fuerte le gusta estrujar la mano del otro como si fuera una fresa.

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