El séptimo hijo (13 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

Sólo oyó los pasos cuando resonaron sobre el suelo de madera. Entonces levantó la vista y allí, para su sorpresa, vio a la señora Fe llevando una linterna, seguida de los mellizos de dieciocho años, Moderación y Previsión.

Entre ambos cargaban una pesada caja de madera. Tardó un momento en comprender que la caja era un altar de madera. Que en realidad era un hermoso altar, de maderos tan bien armados, como los dejaría un maestro carpintero, y bellamente lustrado. Y grabadas a fuego, sobre las tablas que rodeaban la cubierta del altar, había dos hileras de cruces.

—¿Dónde quiere que lo pongamos? —preguntó Previsión.

—Papá dijo que lo trajéramos esta noche, cuando las paredes y el techo ya estuvieran terminados...

—¿Papá? —preguntó Thrower.

—Lo hizo especialmente para usté —dijo Previsión—. Y el pequeño Al grabó las cruces a fuego, al ver que ya no le permitían venir hasta aquí.

Thrower ya estaba junto a ellos, y veía que era un altar amorosamente construido. Era lo último que habría esperado de Alvin Miller. Y las cruces, perfectamente trazadas, no parecían obra de un niño de seis años.

—Aquí —dijo, señalando el sitio donde había imaginado su altar. Era lo único que había en el recinto, además del techo y las paredes, y como estaba lustrado, la madera era más oscura que la de la construcción. Era perfecto, e hizo asomar lágrimas a los ojos del reverendo Thrower—. Dígales que es hermoso.

Fe y sus hijos sonrieron a más no poder. —Ya ve que no es su enemigo... —repuso Fe, y Thrower no pudo sino estar de acuerdo.

—Tampoco yo soy su enemigo —advirtió. Y no agregó: «Me lo he de ganar con paciencia y amor, pero ganaré, y este altar es señal clara de que en su corazón secretamente desea que lo libere de la oscuridad de la ignorancia.»

No se quedaron más tiempo. Sin demora atravesaron la noche, de regreso a su hogar.

Thrower encendió el candelabro y lo posó sobre el suelo cerca del altar, pero no sobre éste, pues semejante cosa habría sido propia de un papista. Se puso de rodillas y pronunció una oración de gracias. La iglesia estaba casi terminada y ya había en ella un espléndido altar, construido por el hombre que más temía, y en él, cruces grabadas por ese extraño niño que tanto simbolizaba la superstición compulsiva de esa gente ignorante.

—Se te ve lleno de orgullo —indicó una voz a sus espaldas.

Se volvió, casi sonriendo, ya que siempre le alegraba la llegada del Visitante.

Pero el Visitante no sonreía. —Lleno de orgullo...

—Perdonadme —solicitó Thrower—. Ya me he arrepentido de ello. Pero no puedo menos que regocijarme por la gran labor que ha comenzado aquí.

El Visitante tocó suavemente el altar, recorriendo las cruces con sus dedos.

—Él hizo esto, ¿verdad?

—Alvin Miller.

—¿Y el niño?

—Las cruces. Tenía tanto miedo de que fueran sirvientes del demonio...

El Visitante lo miró con aspereza.

—Y porque han construido un altar tú crees que no lo son.

Un escalofrío de terror lo recorrió de pies a cabeza. Thrower murmuro:

—No pensé que el demonio pudiera usar la señal de la cruz...

—Eres tan supersticioso como el resto —dijo el Visitante con frialdad—. Los papistas se persignan constantemente. ¿Acaso crees que es algún conjuro contra el demonio?

—Entonces, ¿cómo puedo estar seguro de nada? —se preguntó Thrower—. Si el diablo puede construir un altar y hacer la señal de la cruz...

—No, no, Thrower, mi querido hijo, no son diablos, ninguno de los dos. Sabrás reconocer al diablo cuando estés ante él. Allí donde los hombres llevan cabello sobre la cabeza, el diablo luce los cuernos de un toro. Donde los hombres tienen pies, el diablo tiene las pezuñas hendidas de una cabra. Allí donde los hombres tienen manos, el demonio muestra las grandes zarpas de un oso. Y ten esto por seguro: cuando venga, no construirá altares para ti. —El Visitante posó ambas manos sobre el altar—. Éste es mi altar ahora —dijo—. No importa quién lo haya hecho, puedo emplearlo para mi propósito.

Thrower lloró de alivio.

—Ahora está consagrado, vos habéis hecho de él algo santo. —Y extendió una mano para tocar el altar.

—¡Detente! —susurró el Visitante. Aunque su voz casi era inaudible, tenía el poder de estremecer los muros—. Primero debes escucharme —ordenó.

—Siempre os escucho —dijo Thrower—. Aunque no alcanzo a comprender cómo es que habéis elegido un gusano tan indigno como yo.

—Hasta un gusano puede ser grande cuando es tocado por el dedo de Dios —replicó el Visitante—. No, no me interpretes mal. No soy Dios. No me veneres.

Pero Thrower no pudo contenerse y lloró con devoción, de rodillas ante aquel ángel sabio y poderoso. Sí, ante aquel ángel. Thrower no tenía dudas de eso, aunque el Visitante no tenía alas y lucía un traje de los que a nadie extrañaría encontrar en el Parlamento.

—El hombre que construyó este altar está confundido, pero en su alma hay muerte, y si se le provoca lo suficiente, ésta aparecerá. Y el niño que hizo las cruces... es tan notable como supones. Pero aún no se ha consagrado al bien ni al mal. Ambos caminos yacen delante de él, y está abierto a una y otra influencia. ¿Me comprendes?

—¿Es ésa mi labor? —preguntó Thrower—. ¿Debo olvidar todo lo otro y dedicarme a guiar a esta criatura por el camino recto?

—Si muestras demasiado celo, sus padres te rechazarán. Debes llevar a cabo tu ministerio tal como lo habías planeado. Pero interiormente lo orientarás todo hacia este niño notable, con el afán de ganarlo para mi causa. Puesto que si no ha llegado a servirme a los catorce años, lo destruiré.

La mera imagen de Alvin Júnior herido o muerto resultó intolerable para Thrower. Le causó tal sensación de pérdida que no creyó que un padre o una madre pudieran sentirse peor que él.

—Haré cuanto esté en manos de un hombre débil para salvar a este niño —exclamó, y su voz fue casi un grito de angustia.

El Visitante asintió, lo obsequió con aquella espléndida y amorosa sonrisa y extendió su mano hacia Thrower.

—Confío en ti —dijo con dulzura. Sus palabras fueron como un bálsamo fresco sobre una herida ardiente—. Sé que lo harás bien. Y en lo que respecta al diablo, no debes sentir temor de él.

Thrower tomó la mano que se le ofrecía para cubrirla de besos, pero en lugar de tocar la carne, sus manos se cerraron sobre el aire. El Visitante había desaparecido.

Capítulo 9
TRUECACUENTOS

En otra época, recordaba Truecacuentos, podía trepar a un árbol por estos lares y pasear la vista sobre kilómetros y kilómetros de bosque ininterrumpido. En una época, los robles vivían cien años o más y sus troncos, cada vez más gruesos, formaban montañas de madera. En esa época, las hojas crecían tan frondosas sobre la tierra que había sitios desnudos a fuerza de no recibir la luz del sol.

Ahora, ese mundo de eterno crepúsculo se desvanecía. Todavía quedaban tramos de bosque primitivo donde los pieles rojas merodeaban silenciosos como ciervos y donde Truecacuentos se sentía como en la catedral del Dios más y mejor venerado. Pero esos sitios eran ya tan infrecuentes que, en su último año de viaje errante, Truecacuentos no había andado un solo día en que pudiese trepar a un árbol y ver la techumbre imperturbada del bosque.

Entre el Hio y el Wobbish, todo el territorio estaba siendo poblado, en forma dispersa pero pareja, e incluso en ese momento, encaramado sobre un sauce en la cresta de un morón, Truecacuentos veía más de treinta chimeneas que arrojaban columnas de humo al aire frío del otoño. Y, en todas direcciones,; se habían despejado grandes retazos del bosque, donde la tierra se veía arada, sembrada, atendida, cosechada... Allí donde otrora los inmensos árboles ocultaban la tierra del ojo del cielo, hoy el suelo lleno de rastrojos se exponía desnudo, a la espera de que el invierno cubriera su desvergüenza.

Truecacuentos recordó su visión de Noé borracho. La había grabado para una edición del Génesis para escuelas dominicales de rito escocés. Noé, desnudo, con la boca abierta y un jarro medio vacío pendiente de sus dedos cerrados; no lejos, Cam, riendo con desdén; y Jafet y Sem, caminando; hacia su padre para echar sobre él un manto con que cubrirlo de modo que no viesen lo que su padre había expuesto en su embriaguez.

Con excitación eléctrica, Truecacuentos comprendió que en esa visión profética estaba el germen de ese preciso instante: él, Truecacuentos, encaramado sobre un árbol, observaba con estupor la tierra desnuda, aguardando el púdico manto del invierno. Era una profecía hecha realidad. Algo que cabía desear mas no esperar durante la existencia de uno.

Pero tal vez la historia de Noé borracho no fuese la imagen de ese momento en absoluto. ¿Por qué no a la inversa? ¿Y si la tierra pelada fuese una imagen de Noé borracho?

Al llegar al suelo, Truecacuentos estaba de mal humor. Pensaba y pensaba, trata de abrir su mente para ver visiones, para ser un buen profeta. Pero cada vez que creía tener algo firme y seguro se le escurría y cambiaba. Un pensamiento se convertía en muchos, y toda la trama se deshacía, tan incierta como antes.

Al pie del árbol abrió su petate. Tomó el libro de cuentos que había iniciado para el viejo Ben allá por el 85. Con cuidado desató la parte sellada, cerró los ojos y pasó las páginas.

Abrió los ojos y vio que sus dedos descansaban sobre los Proverbios del Infierno. Desde luego, así tenía que ser en un momento semejante. Sus dedos tocaban dos proverbios, ambos escritos de su puño y letra. Uno no significaba nada, pero el otro parecía apropiado: «El tonto no ve el mismo árbol que el sabio.»

Pero cuanto más trataba de desentrañar el significado de ese proverbio en ese momento, menos relación hallaba, salvo que hacía mención de los árboles. Conque prefirió dedicarse al primer proverbio: «El necio que persiste en su necedad acaba por ser sabio.»

Ah. Después de todo, eso iba para él. Era la voz de la profecía registrada cuando vivía en Filadelfia, antes aun de que iniciara su travesía, una noche en que el Libro de los Proverbios cobró vida para él y vio como en letras de fuego las palabras que deberían haber sido incluidas. Esa noche había permanecido en vela hasta que la luz del amanecer acabó con las llamaradas de la página.

Cuando el viejo Ben subió las escaleras estruendosamente en busca de su desayuno, se detuvo a olisquear el aire.

—Humo —dijo—. ¿No habrás estado tratando de incendiar la casa, verdad, Bill?

—No, señor —respondió Truecacuentos—. Pero ví en una visión lo que Dios quiso que dijera el Libro de los Proverbios, y lo anoté todo.

—Las visiones te obsesionan —aseguró el viejo Ben—. La única visión verdadera no es la que proviene de Dios, sino de lo más recóndito de la mente humana. Escríbelo como proverbio, si eso deseas. Es demasiado agnóstico para que yo lo emplee en el Almanaque del Pobre Richard. —Mire; dijo Truecacuentos. El viejo Ben miró, y vio morir las últimas llamas. —Que me aspen, es el truco más ingenioso que he visto hacer con letras. Y dijiste que no eras brujo...

—No lo soy. Ha sido un obsequio divino. —¿Divino o diabólico? Cuando te rodee la luz, Bill, ¿cómo sabrás si es la gloria de Dios o las llamas del infierno?

—No lo sé —repuso Truecacuentos, cada vez más confundido. Era joven, entonces. No llegaba a los treinta años, y era fácil que se sintiera confundido en presencia del gran hombre.

—O tal vez tú mismo te hiciste el obsequio, ya que deseas la verdad con tal ardor... —El viejo Ben inclinó la cabeza para examinar las páginas de los Proverbios a través de la porción inferior de sus lentes bifocales—. Las letras han sido quemadas. Qué curioso, ¿verdad?, que me llamen mago a mí, que no lo soy, y que tú que lo eres te niegues a admitirlo.

—Soy un profeta... aspiro a serlo. —Si alguna de tus profecías se torna realidad, Bill Blake, te creeré, pero no antes de que eso ocurra.

En los años siguientes, Truecacuentos había ansiado el cumplimiento de una sola profecía siquiera. Pero cada vez que creía estar ante ese cumplimiento escuchaba la voz del viejo Ben en su mente, ofreciendo otra explicación válida, burlándose de él por creer que pudiera haber alguna otra relación entre la profecía y la realidad.

—No es verdadera—solía decir el viejo Ben—. Útil, sí. Eso ya es algo. Tu mente ha establecido una relación útil. Pero verdadera ya es otro cantar. Verdadera sería si tu relación existiera independientemente de que tú te percatases de ella, si existiera ya fuese que la descubrieses o no. Y debo decir que en toda mi vida no he hallado tal relación. A veces sospecho que no puede haberla.

Que todos los lazos, conexiones, vínculos y semejanzas son criaturas de nuestro pensamiento y carecen de sustancia.

—Entonces, ¿por qué la tierra no se disuelve bajo nuestros pies? —preguntaba Truecacuentos. —Porque hemos conseguido convencerla de que no deje pasar nuestros cuerpos. Tal vez fue sir Isaac Newton. Era un tipo tan persuasivo...

Los seres humanos acaso duden de él, pero la tierra le cree, y por eso resiste.

—El viejo Ben se echaba a reír. Para él todo era motivo de broma. Ni siquiera podía llegar a tomar en serio su propio escepticismo.

Ahora, sentado al pie del árbol, con los ojos cerrados, Truecacuentos volvió a establecer relaciones: el relato de Noé con el viejo Ben. El viejo Ben era Cam, quien veía la verdad desnuda, vergonzosa y sin dobleces, y se reía de ella, mientras los hijos leales de la Iglesia y la Universidad regresaban a cubrirla para que la tonta verdad no pudiese ser vista. Así, el mundo seguía pensando que la verdad era firme y orgullosa, sin haberla visto realmente siquiera un instante fugaz.

Esta relación es verdadera, pensó Truecacuentos. Ése es el significado de la historia. El cumplimiento de la profecía. La verdad es ridícula cuando se la ve, y si alguien quiere venerarla jamás debe permitirse verla.

En ese momento de revelación, Truecacuentos se puso en pie de un salto.

Debía encontrar a alguien de inmediato. Alguien a quien contar su gran descubrimiento mientras todavía creyese en él. Como decía su propio proverbio:

«La cisterna contiene, la fuente desborda.» Si no contaba su cuento, éste se volvería hediondo y putrefacto, se consumiría en su interior, mientras que al explicarlo haría que permaneciera fresco y virtuoso.

¿Hacia dónde? El camino del bosque, a tres pasos de él, conducía hacia una gran iglesia blanca con un campanario alto como un roble. La había visto desde la copa del árbol, a un kilómetro de distancia. Era el edificio más elevado que Truecacuentos veía desde la última vez que había estado en Filadelfia. Un recinto de semejantes dimensiones donde la gente pudiera reunirse significaba que los pobladores de esta región creían tener lugar de sobra para los recién llegados. Buena señal para un narrador de cuentos itinerante, ya que él vivía de la confianza ajena, de la fe de quien lo acogiera y lo alimentara cuando no tenía nada con qué pagar salvo su libro, sus recuerdos, dos brazos fuertes y un par de piernas firmes que lo habían aguantado durante diez mil kilómetros y aún servirían al menos para cinco mil más.

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