El Séptimo Secreto (29 page)

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Authors: Irving Wallace

—¿De verdad?

Schmidt emitió un potente bufido de desaprobación.

—Supongo que están durmiendo juntos sin estar casados. Pero, ¿qué otra cosa puede esperarse de mujeres inglesas sino una moral relajada?

Una pequeña mueca irónica cruzó el rostro de Evelyn Hoffmann, quien dijo:

—No sólo las mujeres inglesas, Wolfgang.

—¿Qué? —musitó Schmidt sin comprender.

—Yo estuve con el Feldherr durante casi diecisiete años antes de casarnos. No estábamos casados cuando empezamos a dormir juntos en Viena.

Schmidt se sonrojó turbado. Intentó defenderse enérgicamente de aquella pequeña reprimenda:

—Effie, por el amor de Dios, ¿cómo puede haber punto de comparación? Tú y el Feldherr erais una pareja especial. Como si el Señor te hubiese escogido para dar consuelo y socorro a un noble dirigente, el más grande de la historia de Alemania.

Evelyn respondió con solemne asentimiento.

—Eso pensé yo siempre, desde el mismo momento en que le conocí. —Raramente hablaba del pasado en lugares públicos, pero ahora su mente vagaba hacia aquellos tiempos—. Qué bien recuerdo la primera vez que le vi. Yo había empezado a trabajar para aquel gordo, Heinrich Hoffmann, en su tienda de fotografía de Munich. En realidad era mi cuarta semana de trabajo. Yo no sabía que mi jefe era miembro del Partido Nacional Socialista, y que muchos de los clientes que le visitaban eran sus camaradas de partido. Yo estaba subida a una escalera intentando coger un fichero de un estante bastante alto, cuando entró a la tienda este amigo de Heinrich, una persona indefinida, pensé, excepto por sus ojos que brillaban y su divertido bigote. Vestía un impermeable ligero y llevaba un enorme sombrero de fieltro. Se sentó frente a la escalera y le pillé mirándome las piernas. Esa misma mañana me había acortado el vestido. Cuando bajé de la escalera Heinrich nos presentó: «Herr tal-y-cual», dijo, «le presento a nuestra pequeña y bonita Fräulein Eva». Por supuesto, poco después supe el auténtico nombre de Herr tal-y-cual. Luego nos encontramos en muchas ocasiones. Siempre se mostró muy caballeroso, se inclinaba con mucha cortesía, me besaba la mano y me piropeaba. —Evelyn emitió un corto suspiro—. Ahí es donde empezó, en la tienda de fotografía.

—Qué romántico, una historia de lo más romántico —dijo Schmidt, aunque ella sabía que ya la había oído otras veces.

Evelyn sorbía su té y miraba por encima de su taza, con los ojos fijos en el jefe Schmidt.

—Wolfgang, ¿te acuerdas cuando tú y yo nos conocimos?

—¿No fue en 1940?

—No, en 1941 en el Berghof, cuando el Feldherr y yo compartíamos la misma cama —dijo riendo—. Una mañana su ayuda de cámara irrumpió en nuestra habitación a causa de alguna emergencia, y nos encontró el uno en brazos del otro, en la cama, juntos. Fue la única vez que alguien supo con seguridad que teníamos relaciones amorosas.

—De todos modos —objetó Schmidt intentando arreglar su desliz— vosotros os casasteis.

—Fue el momento más feliz de mi vida —reconoció Evelyn—. Pero tú y yo nos conocimos cuatro años antes. Recuerdo el día que empezaste a trabajar en el Berghof como un severo y joven soldado de las SS destinado a hacerme de niñera.

—Era para protegerte cuando paseabas sola por los bosques, Effie. El Feldherr no te hubiera permitido ir a ninguna parte sin protección.

—Mi gran fortuna fue encontrar un amigo tan bueno y leal como tú, Wolfgang. No puedo imaginarme qué haría hoy sin alguien como tú.

—Juré protegerte eternamente, Effie.

El rostro de Evelyn se ensombreció.

—Y ahora esta Ashcroft de Inglaterra está hurgando en nuestro pasado.

Schmidt no podía negarlo, pero prometió de nuevo:

—Te protegeré de ella como te prometí. —Schmidt pensó lo que iba a decir después—. Ahora no será tan fácil como creí al principio. Ahora, como te he dicho, no está sola ni siquiera un minuto. Ese Foster está junto a ella en todo momento. He descubierto que también hay otros de su misma pandilla. Un ruso de Leningrado, Nicholas Kirvov, y también una mujer israelí, Tovah Levine, una judía alemana que dice ser periodista. Todos y cualquiera de ellos la defenderán si es necesario. Debo ser sincero, Effie, este grupo está amenazando todo lo que nosotros cuidamos y consideramos sagrado. Han formado una especie de celoso equipo de investigadores aficionados. Sabemos, por supuesto, el objetivo de la Ashcroft. Rex Foster es un arquitecto de Los Ángeles que pretende reconstruir la arquitectura del Tercer Reich para un libro ilustrado. Nicholas Kirvov ha obtenido, no sé cómo, una pintura antigua del Feldherr y está intentando verificar su autenticidad. Tovah Levine se dedica a tratar de descubrir un «doble de Hitler». Por sí mismos, cada uno por separado, parecen inofensivos. Pero cuando se unieron todos detrás de la Ashcroft, la más peligrosa de todos, para participar en su búsqueda, se convirtieron en algo más temible.

—¿No saben nada sobre el principal legado que nos dejó el Feldherr?

—Tranquilízate, Effie, porque no tienen ni idea. Sigue siendo nuestro secreto.

El rostro de Evelyn reflejó fugazmente alguna preocupación interior.

—A veces desearía que no lo fuese. Que no fuese todo secreto, quiero decir.

—Effie, ¿de qué estás hablando?

—De mis críticos, los estúpidos historiadores que siempre me han calificado de frívola y tonta. —Le dolían aún algunas de las cosas que se habían escrito sobre ella—. Especialmente ese juez de Nuremberg que escribió el libro sobre nosotros en 1950. Cuando escribió sobre mí dijo que yo «carecía totalmente de intereses políticos y económicos» y que dedicaba todo mi tiempo a «vestirme, pasearme y retozar».

—Arschloch! —soltó Schmidt. Obscenidad que puede traducirse por «cabrón»—. Perdona mi grosería —dijo Schmidt rápidamente—. Es la única expresión que me ha pasado por la cabeza. Si ese idiota y los demás supiesen con qué frecuencia te confiaba el Feldherr sus pensamientos políticos y te pedía tu opinión. Si hubiesen sabido que discutió contigo el Anschluss austríaco antes de emprenderlo, y que en 1938 quiso que le acompañaras al encuentro político con Mussolini en Italia.

—Y que su última voluntad fue confiarme a mí lo que ahora estamos realizando.

—Seguirá siendo un absoluto secreto para el grupo de Ashcroft —prometió Schmidt una vez más—. Mientras yo siga enterado de lo que están tramando, no me preocupan y tú no debes preocuparte.

—¿Cómo sabes lo que están tramando? —preguntó Evelyn de repente—. ¿Cómo sabes ya tantas cosas sobre ellos?

Schmidt contestó con una sonrisa de orgullo:

—Después del atentado de la Ashcroft, Foster vino a verme como jefe de la policía para informarme del incidente. Yo le garanticé absoluta protección para Emily Ashcroft. Le dije que ordenaría al hotel que apostaran guardias en el Kempinski para vigilar todas las entradas al segundo piso.

—¿Eso hiciste?

—Inmediatamente. Como jefe, era lo único que debía hacer.

—Claro.

—También conseguí otra cosa —añadió Schmidt—. Con la excusa de enviar a uno de nuestros técnicos del departamento para comprobar la seguridad en el interior de la suite de la señorita Ashcroft, en ventanas y demás, intervine todos sus teléfonos.

—¿De veras hiciste eso, Wolfgang? —dijo Evelyn con admiración.

—Desde el primer momento en que la Ashcroft y Foster salieron. Los dispositivos de escucha son seguros y están colocados discretamente. Nunca los detectarán. Ya han empezado a dar resultados.

—Schmidt hundió una mano en el bolsillo derecho de su chaqueta y sacó un envoltorio amarillo que alargó a Evelyn—. Aquí tienes grabadas las llamadas telefónicas de Emily Ashcroft el primer día, las que recibió e hizo. Puedes ponerlas cuando llegues a casa. No oirás demasiadas cosas interesantes, al menos dé momento. Ella es un poco reservada y mide sus palabras. Pero antes o después conseguiremos algo. —Schmidt echó una ojeada a su reloj—. Ahora mismo, por ejemplo, la Ashcroft y Foster han llevado al ruso Kirvov a visitar lo que había sido el viejo Ministerio del Aire de Hermann Göring.

Evelyn frunció el ceño y preguntó:

—¿Para qué? No puedo imaginarme para qué.

—Ni yo tampoco... todavía —dijo Schmidt lleno de confianza—. Pero cree en mí, te garantizo que esto lo sabremos pronto. Lo sabremos todo. Si nos acecha algún peligro, estaré preparado para evitarlo. Effie, te lo vuelvo a repetir, no debes tener miedo.

Evelyn se recostó en la silla y respiró con alivio.

—Wolfgang, yo no tengo miedo. Al menos mientras te tenga a ti. —Metió la cinta grabada en su costoso bolso de cocodrilo—. Yo, mi marido y yo, ambos te agradecemos lo que estás haciendo por proteger el futuro de Alemania.

Irwin Plamp, al volante de su sedán Mercedes, cruzó el punto de control Charlie, penetró en Berlín oriental y los condujo sin rodeos a su destino.

Aparcó cerca de Leipziger Strasse, a una manzana del edificio oficial rectangular de piedra gris, y sus pasajeros descendieron por parejas del vehículo y comenzaron a caminar calle abajo. Aunque era la primera hora de la tarde por la calle había poco tránsito de coches y peatones.

Bajo el resplandor de aquel caluroso día, el edificio que todos ellos buscaban era la única nota de aspecto lúgubre y tenebroso.

Nicholas Kirvov, con el óleo de Hitler en su mano, fue el primero en cruzar Leipziger Strasse y examinar el edificio de cerca. Su mirada fue ascendiendo desde las columnas de la planta baja a los cuatro pisos que se elevaban encima.

Foster llegó detrás seguido de Emily y Tovah.

—El antiguo Reichsluftfahrtministerium —dijo Foster—. El Ministerio del Aire de Göring de 1945, el único edificio del Tercer Reich que sobrevivió a los bombardeos aéreos masivos de los aliados.

—Actualmente es la Haus der Ministerien —dijo Emily—. La Cámara de Ministros de Berlín oriental.

Kirvov permanecía en silencio mientras su mirada iba del propio edificio al representado en el óleo de Hitler. Durante al menos un minuto estuvo comparando los dos, y finalmente se volvió hacia los demás.

–Ambos son exactamente iguales —anunció—. El edificio que tenemos delante nuestro y el que Hitler representó en este cuadro.

—Ahora ya lo has visto por ti mismo —dijo Foster— y cuando cuelgues el óleo en la exposición del Ermitage podrás afirmarlo con seguridad a todos los visitantes del museo.

—Hay que tener en cuenta, claro —recordó Emily a Kirvov—, que el treinta y cinco por ciento del ministerio original quedó dañado en los bombardeos aéreos, o sea que más de un tercio del edificio ha sido reparado y reconstruido. —Metió la mano en el bolso—. Quizá te gustaría ver una imagen mejor de la entrada. Tengo una fotografía hecha en 1935, que acabo de recibir de Oxford, y este primer plano muestra cómo era el ministerio antes de que fuera dañado y restaurado.

Encontró la fotografía del edificio y se la dio a Kirvov.

El ruso volvió a quedar en silencio mientras contemplaba la fotografía de 1935 y la entrada actual al edificio, luego miró el edificio real y finalmente su óleo de Hitler.

Emily al ver a Kirvov se dirigió distraídamente a Tovah que estaba a su lado y dijo:

—Me pregunto qué querrá decir esa extraña expresión de Nicholas Kirvov.

La expresión del ruso era realmente extraña.

De repente levantó la vista hacia los demás y exclamó:

—¡Qué raro! ¡Desde luego es muy raro!

Kirvov les hizo señas para que se acercaran y los tres se agruparon en torno suyo.

—Mirad esto —dijo Kirvov, señalando la parte frontal de la fachada del edificio—. ¿Veis el mural de azulejos situado en la parte frontal de la entrada del ministerio, casi oculto en las sombras detrás de las doce columnas? Ahora mirad aquí. —Sostuvo en alto su cuadro de Hitler y señaló el mismo punto de la pintura—. Aquí vemos el mural de cerámica otra vez, apenas se ve debido a las sombras, pero aún es visible. ¿De acuerdo?, ahora... —Bajó el cuadro, apoyándolo contra su pierna, y sostuvo en alto la fotografía anterior del ministerio, tomada en 1935—, fijaos bien en la fotografía del ministerio tal como era antes de ser bombardeado y reconstruido. ¿Qué le falta? En esta fotografía no se ve el mural de cerámica. No había ningún mural de cerámica cuando el ministerio fue construido por primera vez. La cerámica sólo aparece en el edificio después de ser reparado. ¡Y está también en la pintura que hizo Hitler!

—Déjame ver la foto —dijo Foster, quitándosela a Kirvov y examinándola—. Tienes razón. No me había dado cuenta.

—¡Eso significa que Hitler no pintó el edificio original! —exclamó Emily—. ¡Lo pintó después de ser reparado!

—¿Pero cuándo lo repararon? —preguntó Kirvov intrigado. Emily no podía contener su excitación y dijo:

—Ya sé cómo averiguarlo. Vamos a buscar un teléfono. Volvió rápidamente hasta el Mercedes.

—Herr Plamp —dijo al conductor que los esperaba—. Necesito un teléfono público en seguida. ¿Hay alguno por aquí cerca?

El conductor lo pensó un momento y respondió:

—Hay varios teléfonos en el café Am Palast.

—Entonces lléveme allí —ordenó Emily.

Cuando todos hubieron subido al coche, Plamp arrancó el Mercedes y maniobró por las calles de Berlín oriental hasta la amplia avenida de Unter den Linden. Al poco rato se detuvo detrás del hotel Palast.

—Aquí es. El café Am Palast está a la vuelta de la esquina. Ya lo verán. Hay teléfonos públicos en el vestíbulo de la entrada.

Los cuatro bajaron del coche, giraron la esquina y entraron en el café.

Emily señaló hacia el comedor y dijo:

—Coged una mesa. Estaré con vosotros en seguida. Voy a telefonear al profesor Blaubach.

Emily vio con el rabillo del ojo cómo los llevaban hasta una mesa vacía mientras ella rebuscaba en su bolso la diminuta agenda que había improvisado con los números de teléfono locales. La encontró, la abrió por la B y allí estaba el número de teléfono del profesor Otto Blaubach.

Rezó en silencio por que estuviera en su despacho. En menos de un minuto Blaubach estaba al aparato.

—No tengo noticias sobre tu permiso de excavación —dijo inmediatamente—. Pero espero saber algo esta tarde, a última hora.

—Bien, bien. Estaré en el Kempinski esperando su llamada. —Se detuvo—. No lo he telefoneado por eso. Es por otra cuestión. Se lo explicaré todo cuando le vea la próxima vez. Lo que necesito ahora mismo es cierta información sobre uno de los edificios oficiales.

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