El Séptimo Secreto

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Authors: Irving Wallace

 

El profesor Ashcroft está escribiendo la definitiva biografía de Adolf Hitler y viaja a Alemania para excavar en el búnker donde el dictador se suicidó junto a su esposa Eva Braun en 1945, ya que en ese mismo lugar podría hallar pruebas que demostrarían que en realidad Hitler no murió en esa fecha, sino que sobrevivió. Antes de realizar la excavación da una rueda de prensa anunciando lo que pretende hacer, y al salir alguien lo atropella causándole la muerte. Pocos días después, su hija Emily, que trabajaba con él en la redacción del libro, decide terminarlo por su cuenta, y viaja a Alemania para descubrir aquello por lo que murió su padre.

Irving Wallace

El Séptimo Secreto

ePUB v1.1

Percas
12.04.11

A mi esposa Sylvia Wallace

y a mi amigo Ed Victor

Aunque muchas cosas sean demasiado extrañas para creerlas,

nada lo es tanto como para que no pueda haber sucedido.

THOMAS HARDY

Cuando hemos eliminado lo imposible todo lo que queda,

por improbable que parezca, ha de ser cierto.

Sir ARTHUR CONAN DOYLE

1

Se sentía muy satisfecho al abandonar la conferencia de prensa celebrada en la pequeña sala privada y, atravesando el atestado restaurante del café Kranzler, salió a una Kurfürstendamm bañada de sol.

A primera hora de aquella tarde de finales de julio, el doctor Harrison Ashcroft, desde el año anterior sir Harrison Ashcroft, se detuvo en la ancha acera de la bulliciosa Ku'damm para decidir si interrumpía su programa de trabajo y se tomaba un breve respiro. Sabía que con esta visita a Berlín occidental, la décima en cinco años, había alcanzado el momento culminante de su monumental obra. Estaba a punto de desvelar el gran misterio y de rematar su proyecto con una conclusión brillante que desconcertaría quizás al mundo entero.

Ashcroft, para abordar aquella imponente biografía, había pedido la excedencia de su cátedra de historia moderna, en el Christ Church College de la Universidad de Oxford. En los cuarenta años transcurridos desde el final de Adolf Hitler, la extraordinaria historia del Führer había reclamado, casi a voces, que su autor fuese el propio Ashcroft. Y él se decidió finalmente a escribir la biografía definitiva, Herr Hitler, su catorceavo libro y tal vez el más notable de todos. Pero nada más empezar, se dio cuenta de que a su edad —sesenta y siete años por entonces— no podría encargarse él solo de la investigación y redacción de toda la obra. De modo que le propuso a su hija Emily, quien a sus treinta y cuatro años era una brillante profesora de historia en Oxford, que colaborase con él. Y desde el principio supo que no cabía elección mejor. Emily Ashcroft estaba especialmente cualificada para ayudar a su padre en aquella gigantesca empresa. El doctor Ashcroft, después de la muerte de su esposa en un accidente de alpinismo más de veinte años atrás, había criado a su hija solo. Parecía inevitable, pues, que la pequeña, al crecer en un ambiente de curiosidad erudita, entre miles de libros y constantes viajes, hubiera acabado convertida en una historiadora como él. Emily se especializó también en historia moderna de Francia y Alemania, y hablaba correctamente el idioma de ambos países. También, como a su padre, le fascinaba la segunda guerra mundial, vista con romántica distancia desde el momento actual, y el protagonismo que había tenido en ella el extraño y enigmático Adolf Hitler. Emily había acompañado a su padre a Berlín en dos ocasiones durante las anteriores fases de la investigación. Esta vez, que podría ser su última y más decisiva visita a la principal ciudad de Alemania occidental, el doctor Ashcroft había dejado a Emily en Oxford, organizando las notas para el esfuerzo final.

Éste consistía en resolver el misterio de la muerte de Adolf Hitler y Eva Braun, su mujer por un día, en las profundidades del Führer—bunker subterráneo, junto a la cancillería del antiguo Reich, el 30 de abril de 1945.

Dos meses atrás, el doctor Ashcroft y Emily estaban dispuestos a aceptar la versión autorizada y convencional propuesta por biógrafos e historiadores sobre la desaparición de Hitler, tras haber efectuado ellos mismos una extensa investigación de primera mano, hablando con testigos supervivientes en Berlín occidental y examinando en Berlín oriental los informes médicos y las fotografías proporcionadas por la Unión Soviética a través de su amigo y colega, el profesor Otto Blaubach.

El doctor Ashcroft, después de su anterior visita a Berlín oriental —en donde se había dado mucha publicidad a su biografía definitiva de Hitler—, regresó a Oxford, y cuando estaba a punto de abordar la parte final de la extensa obra recibió de Berlín oriental una inesperada carta, asombrosa e inquietante, que le dio que pensar.

El autor de la carta era un tal doctor Max Thiel, que se identificaba a sí mismo como el último dentista de Hitler. El doctor Thiel había leído algo sobre la importante biografía que Ashcroft preparaba y quería, como el resto de los pocos supervivientes que conocieron personalmente a Hitler, que el libro fuese más exacto que todos los anteriores.

El doctor Thiel lanzaba su bomba al final de la carta.

Todas las versiones sobre la muerte de Hitler y Eva Braun podían estar equivocadas. Hitler y Eva quizá no se suicidaron en su búnker en 1945. Tal vez los dos se habían burlado del mundo. Quizá sobrevivieron. De hecho, el doctor Thiel tenía pruebas para demostrarlo.

Ashcroft, después del primer impacto, comenzó a recobrar su objetividad. Las teorías y las pistas sobre la supervivencia de Hitler y Eva Braun, como le recordó su hija Emily, nunca habían cesado desde la muerte de ambos. Los chiflados abundaban y persistían y el doctor Max Thiel parecía uno más. En opinión de Emily, Thiel seguramente había presentado antes sus hipotéticas pruebas a otros biógrafos, y sin duda éstos creyeron conveniente ignorarle. Emily recomendaba a su padre que también él lo ignorase, que tirara la absurda carta y reanudara el trabajo para concluir finalmente la biografía.

Sin embargo, esa carta incomodaba a Ashcroft, que siempre había sido un perfeccionista. Había trabajado con tanto empeño que no podía pasar por alto el más mínimo desafío a su erudición. Ashcroft, después de releer varias veces la escueta carta del doctor Thiel, se había convencido de su sinceridad. Faltaba saber si este doctor Thiel era realmente la persona que decía ser.

¿Había sido efectivamente el último dentista de Hitler? Al cabo de una semana de investigaciones, Ashcroft obtuvo una desconcertante respuesta. Era cierto: el doctor Thiel había sido el último dentista de Hitler, un especialista berlinés, en concreto un cirujano bucal, que había tratado al Führer varias veces en los últimos seis meses de vida del dictador. Además, el autor de la inquietante carta era el propio doctor Thiel, y seguía vivo, a los ochenta años, en Berlín oriental.

En la carta, el doctor Thiel había escrito su número de teléfono bajo su firma, con grandes rasgos.

El doctor Ashcroft no tenía más remedio que llamar a aquel número.

Contestó al teléfono el propio doctor Thiel, con una voz profunda, firme y serena. Lo que tenía que decir era claro y certero. Sus palabras no parecían seniles. Sí, tenía la prueba que mencionaba en su carta. No, no quería discutir detalles por teléfono. Sin embargo recibiría gustosamente al doctor Ashcroft en su casa de Berlín y le permitiría ver la prueba para que decidiera por sí mismo.

La invitación era irresistible y la curiosidad del doctor Ashcroft aumentaba por momentos.

Ashcroft había llegado a Berlín hacía tres días, se había alojado en el hotel Bristol Kempinski, cuya entrada daba directamente al Kürfurstendamm, y había ido a ver en seguida al doctor Max Thiel. El encuentro había sido amistoso, intrigante y persuasivo, y su corazón de erudito había dado saltos ante la posibilidad de descubrir la verdad.

Ashcroft comprendió rápidamente que para ello era preciso excavar en lo que fue el jardín del búnker del Führer, el jardín donde, según contaban los libros de historia, enterraron los restos de Hitler y Eva Braun en 1945. Había un problema. El búnker del Führer estaba situado dentro de Berlín oriental, cerca del muro que dividía la ciudad, de hecho en una zona que era tierra de nadie, rodeada por una pared de cemento, una valla de alambre y soldados de Berlín oriental. Para conseguir el permiso de entrada y de excavación en la zona de seguridad, Ashcroft necesitaría el visto bueno del gobierno comunista de Berlín oriental, y por consiguiente del gobierno de la Unión Soviética, que desde hacía tiempo consideraba zanjado el tema de la muerte de Hitler. Afortunadamente, Ashcroft tenía en Berlín oriental un amigo bien situado.

Años atrás, poco después de la segunda guerra mundial, Ashcroft había formado parte de un jurado con el profesor Otto Blaubach de Alemania oriental, en un cónclave internacional de historiadores modernos, que se celebró en el Savoy de Londres. Ashcroft y Blaubach descubrieron que tenían muchas cosas en común, entre ellas un interés compartido por la ascensión y caída del Tercer Reich y de Adolf Hitler. Ashcroft había hospedado a Blaubach en su casa de Oxford y, después de varias visitas a Berlín oriental, su amistad se había fortalecido, principalmente a través de la correspondencia. Con el tiempo, la figura del profesor Blaubach había adquirido relevancia en la República Democrática Alemana. En la actualidad era uno de los once viceprimeros ministros del Consejo de Ministros de Alemania oriental.

Si alguien quería desenterrar algo en una zona prohibida y muy vigilada de Berlín oriental, el profesor Blaubach era sin duda la persona indicada para ayudarle. De modo que Ashcroft se puso en contacto con su viejo amigo, quien le recibió efusivamente. En opinión de Blaubach la solicitud era insólita, pero no imposible de satisfacer, y le prometió a Ashcroft que intentaría conseguir la aprobación de sus colegas del Consejo para excavar la zona.

Blaubach le había contestado dos días antes: «Permiso concedido.» Ashcroft podía comenzar su excavación.

Emocionado, Ashcroft había telefoneado a su hija Emily a Oxford para contarle sus progresos. Emily, emocionada también por las noticias de su padre, quería saber más datos sobre la prueba que esgrimía el doctor Thiel para negar la muerte de Hitler en su búnker. Ashcroft se había contenido, pues prefería no entrar en detalles por teléfono. Quería esperar y explicárselo detenidamente cuando regresara de Berlín con lo que podría ser un nuevo final asombroso para su libro.

—Voy a comenzar la excavación pasado mañana. Primero quiero celebrar una conferencia de prensa...

—¿Una qué? —le interrumpió Emily.

—Una conferencia de prensa. Sólo algunos de los mejores periodistas de televisión, radio y prensa de Berlín occidental.

—Pero, ¿puede saberse por qué? No va con tu estilo, papá, hacer públicas las investigaciones antes de tiempo.

—Te diré por qué —contestó Ashcroft pacientemente—. Ahora que vamos a comprobar la teoría del doctor Thiel, después de tantos años, se me ha ocurrido que quizás haya otras personas como él. Otros que conocieron a Hitler, en sus últimos días, y que quizás esto los estimule a presentar nuevas informaciones. Emily, pretendo que nuestro libro sea la última palabra, la verdad absoluta, por eso lo hago.

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