El Séptimo Secreto (3 page)

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Authors: Irving Wallace

Su carta estaba escrita en inglés:

Mi querida Emily Ashcroft:

Cuando me enteré por la televisión, y vi confirmada en la prensa diaria, de la noticia de la accidental muerte de su padre, no pude darle crédito. Había hablado con él justamente la tarde anterior. Nunca le había encontrado tan vital, especialmente cuando pude notificarle que disponía del permiso para excavar en el búnker de Hitler.

Estoy terriblemente afligido. Durante varios días no tuve fuerzas suficientes para ponerme a escribir. Pero ahora lo quiero hacer. Deseo transmitirle mi más profundo pésame personal y acompañarla en el sentimiento. A los dos nos queda por lo menos el recuerdo íntimo de un hombre modesto y extraordinario.

Aún no puedo creer ni aceptar las circunstancias en que la muerte sorprendió a su padre. Fue un accidente tan inusual. Aunque continuamente se dan casos de conductores que atropellan y huyen, me atrevería a decir que en este caso concreto fue un accidente estadísticamente casi imposible. Sin embargo, sabemos que en la vida también sucede lo imposible.

Aún me duele más saber que ambos estaban a punto de completar la obra de la que él se sentía más orgulloso. No se me escapa su importante participación, como hija de su padre y como respetada historiadora por propio derecho, en la producción de la biografía de Hitler. Recuerdo con cariño la ocasión en que usted acompañó a su padre a almorzar conmigo en el café Opern de Berlín oriental hace tres años, y la interesante conversación que mantuvimos después sobre la biografía. Sé que para completar el proyecto de Herr Hitler sólo falta redactar la última parte. Desearía fervientemente que, a su debido tiempo, usted concluya la obra de Hitler. El mundo merece conocerla. Su padre merece que se publique como un homenaje a su genio y erudición.

Si mi ayuda puede servirle de algo, por favor, no dude en llamarme. La saluda atentamente,

OTTO BLAUBACH

Emily parpadeó un momento después de leer la carta. La había enternecido y conmovido, en cierto modo la había hecho volver al mundo de los vivos.

Blaubach quería que ella terminara el libro, creía que era preciso darle fin y que ella podía hacerlo. Su petición, su esperanza, la desconcertaron un poco. Desde la repentina muerte de su padre, Emily no había pensado en ningún momento en la biografía, al menos no conscientemente. Sin él no podía imaginarse que la obra existiera.

Sin embargo, Blaubach tenía razón. La obra no había muerto. Emily había sido una de las arterias que le insuflaron vida. Y ella aún estaba allí, plena de vida.

Volvió a doblar lentamente la carta de Blaubach. No podía pensar en eso con detenimiento, ni por supuesto considerarlo en serio, al menos mientras durara su aflicción. Volvería a leerla otro día. Al guardar la carta en su bolso se encontró con el segundo sobre. Lo abrió y extrajo una carta mecanografiada. Estaba escrita en papel del Berliner Morgenpost, el respetado diario de Berlín occidental. Emily buscó la firma. Estaba firmada con el nombre de Peter Nitz, un desconocido.

Querida miss Ashcroft:

Usted no me conoce, sin embargo quisiera tomarme la libertad de mandarle mi pésame por la muerte de su padre.

No tuve la suerte de conocer al doctor Ashcroft. Sin embargo le vi y pude escuchar sus últimas declaraciones públicas pocos minutos antes de su muerte. Soy periodista de un importante diario berlinés, y recibí el encargo de escribir un reportaje sobre la última conferencia de prensa del doctor Ashcroft.

Él, después de resumir delante de los periodistas allí reunidos su obra Herr Hitler, la importante biografía que ambos estaban escribiendo, anunció que había interrumpido la parte final del libro, a la espera de posteriores investigaciones sobre las últimas horas de Adolf Hitler en su búnker. El doctor Ashcroft señaló que, aunque todas las biografías e historias convencionales sobre Adolf Hitler afirmaban inequívocamente que éste se había suicidado junto con Eva Braun en el búnker del Führer en 1945, había llegado a su conocimiento una prueba indicando la posibilidad de que Hitler no hubiera muerto entonces, y hubiese escapado también del búnker. El doctor Ashcroft añadió que, para comprobar esta posibilidad, había conseguido el permiso de excavación en la zona del búnker, en Alemania oriental, con el fin de buscar una determinada prueba. El doctor Ashcroft confiaba en que cualquier persona que tuviese noticia de la empresa que estaba llevando a cabo, y que conociese algún dato más de primera mano sobre las últimas horas de Hitler, se pondría en contacto con él en el hotel Bristol Kempinski durante la próxima semana.

Inmediatamente después de su declaración, el doctor Ashcroft dijo que estaba abierto a cuantas preguntas quisiéramos formularle. Naturalmente teníamos muchas. La mayoría de ellas referentes a la persona que le había proporcionado la nueva prueba, y sobre ésta. El doctor Ashcroft, como es lógico, no dio una respuesta concreta, ni mencionó los nombres de los funcionarios que en Berlín oriental le habían concedido el permiso para excavar en la zona del búnker de Hitler.

Cuando el doctor Ashcroft dio por terminada la rueda de prensa, se marchó del restaurante diciendo que debía regresar al Kempinski para proseguir con sus preparativos. Mientras los demás periodistas se iban, yo recordé que había olvidado preguntar algo al doctor Ashcroft y salí a la calle para alcanzarle. Ahora no recuerdo qué pregunta era —sin duda nada importante— y no le escribo con esta intención, sino porque quiero contarle lo que pasó después de que yo saliera a toda prisa del restaurante para encontrar al doctor Ashcroft.

Bajé apresuradamente la Kurfürstendamm, a pesar de que el bulevar estaba atiborrado de compradores. Creí vislumbrar al doctor Ashcroft cruzando la segunda travesía y luego cuando llegué a esa calle le vi claramente en la esquina de enfrente, a punto de girar por Fasanenstrasse hacia la entrada del Kempinski. Le llamé, grité para atraer su atención, y quizá me oyó. No estoy seguro. Después todo sucedió con demasiada rapidez.

En el momento en que pensé que el doctor Ashcroft me había oído vi un gran camión de carga con parachoques y una gruesa rejilla metálica —la carrocería estaba pintada de azul, creo, y llevaba neumáticos de presión baja— que venía balanceándose por la calle lateral, giraba repentinamente hacia la izquierda y se subía al bordillo como si fuera a destrozar la terraza exterior del Kempinski. Su rejilla frontal cogió a su padre por el costado y le lanzó hacia el aire, arrojándole a la calzada. Era evidente que el doctor Ashcroft estaba malherido, pero hacía esfuerzos para levantarse, cuando de pronto el camión torció bruscamente, se desvió del café y volvió con gran estruendo hacia la calzada y directamente hacia donde yacía su padre. El camión avanzó sobre su extendido cuerpo, rodó totalmente encima suyo, luego aceleró y a gran velocidad se lanzó por la travesía. Cuando alguno de los que habíamos presenciado los hechos quisimos darnos cuenta de lo sucedido, el camión se había perdido de vista.

Yo fui de los primeros en correr hacia el cuerpo de su padre. Todos nosotros éramos conscientes de que le habían matado al golpearle por segunda vez. Antes de que la policía y la ambulancia llegaran, había muerto.

Me resulta muy doloroso contarle esto, pero siento que debo hacerlo por una razón especial.

La muerte del doctor Ashcroft ha pasado por un accidente, e incluso ha aparecido como tal en mi periódico. Pero lo que yo observé con mis propios ojos parecía algo muy distinto a un accidente. Para mí fue como si hubieran atropellado y asesinado al doctor Ashcroft con meditada deliberación.

Cuando el camión subió al bordillo, iba demasiado lento para estar fuera de control. Cuando golpeó a su padre por primera vez, parecía ir dirigido hacia él y entonces aceleró. Cuando giró bruscamente desde la acera a la calle, el conductor tuvo que haberlo visto tirado en el suelo y pudo haber evitado el segundo golpe. En cambio, el conductor fue directamente hacia él, le pasó por encima, y luego se alejó conduciendo incluso más de prisa, con firmeza y absoluto control de su vehículo.

Por supuesto, no puedo jurar que fuera un acto deliberado por parte del conductor. No puedo demostrarlo. Quizá, después de todo, haya sido uno de esos accidentes disparatados que suceden algunas veces. Pero yo debo decirle lo que vi y sentí y lo que sigo creyendo todavía.

No comuniqué mis sospechas a la policía. No hubiera servido de nada. No tengo la más mínima prueba de que esto pudiera haber sido un asesinato. Como periodista, la policía hubiera creído que me estaba inventando alguna historia sensacionalista para mi periódico. Así que he guardado silencio.

Sin embargo, considero necesario informarla de esto, pues cabe la posibilidad de que mi sospecha tenga para usted algún sentido. Me pregunto si el doctor Ashcroft tiene enemigos.

De nuevo, siento mucho haber removido la herida. Si alguna vez viene a Berlín, localíceme en el periódico. Me gustaría tener una charla con usted.

La saluda atentamente.

PETER NITZ

P.D. Escribí el obituario de su padre en el Morgenpost. Le envío un recorte.

Desconcertada, Emily palpó automáticamente el sobre, encontró el recorte de prensa de ocho centímetros que hablaba de su padre y recorrió con la mirada el texto alemán. Después lo puso sobre su regazo junto con la carta, y miró por la ventanilla del coche cómo aparecían los primeros edificios de Oxford.

Las sospechas de aquel hombre la habían enervado completamente.

¡Asesinato!

Era inconcebible. Su padre era el más pacífico y amable de los hombres. Un erudito introvertido. Que ella supiera no tenía ni un solo enemigo en la tierra.

Sin embargo, un periodista profesional había presenciado su muerte y creía que tal vez fuera deliberada.

¿Era posible algo así? ¿Le había escrito un loco? Sin embargo, la carta era directa y sincera, y parecía de una persona correcta.

Su aturdimiento estaba desapareciendo. Emily comenzaba a pensar con claridad.

¿Qué motivo podía haber tenido cualquier persona para matar a su padre? No tenía pertenencias. No tenía herencia alguna, pero en este punto su pensamiento se detuvo. Poseía una sola cosa, una cosa única, algo que otros podían quererle quitar. Harrison Ashcroft poseía la prueba y una palpitante convicción de que Adolf Hitler no había muerto el 30 de abril de 1945.

Tal vez había alguien que no quería que esto se demostrase.

El Daimler se estaba acercando a su casa de Oxford cuando Emily tomó la decisión. Hasta entonces ella había sido la joven colaboradora de su padre, dependía de él, delegaba y dejaba para él las decisiones. Ahora estaba sola, y todas las decisiones, presentes o futuras, le correspondían a ella. Sustituiría a su padre. Se encargaría de su obra. La terminaría con éxito.

Iría a Berlín occidental. Vería al doctor Max Thiel y al profesor Otto Blaubach, y también al periodista Peter Nitz.

Buscaría la verdad. Si Nitz estaba en lo cierto, ella podría ser un blanco muy fácil. Alguien podría tratar de detenerla, como lo habían hecho con su padre.

Incluso intentar asesinarla también a ella. Pero quizás ella poniéndose a tiro lo impediría, y resolvería dos misterios a la vez.

La muerte de Harrison Ashcroft.

La supervivencia de Adolf Hitler.

2

La semana siguiente al funeral era noticia en todo el mundo la muerte de sir Harrison Ashcroft y la decisión de su hija de terminar la épica biografía de Adolf Hitler. No fue una noticia sensacional, pero despertó interés en casi todas partes.

Nicholas Kirvov, el recientemente nombrado director del Ermitage, el gran museo de arte de Leningrado, sentado tras la mesa de su despacho, mordisqueaba un pirozhok caliente y hojeaba las páginas de Pravda cuando encontró la noticia:

Un ejemplo más del gamberrismo propio de las ciudades decadentes provocó un accidente mortal en Berlín occidental. Un camionero ebrio no identificado perdió el control del vehículo y atropelló a un peatón. El eminente especialista británico en Adolf Hitler sir H. Ashcroft de la Universidad de Oxford murió casi instantáneamente cuando paseaba por Kurfürstendamm. El gamberro no pudo ser hallado. Ashcroft estaba a punto de terminar una extensa biografía de Hitler en colaboración con su hija la señorita E. Ashcroft, también historiadora. Reuter informa que la señorita Ashcroft se encargará de concluir el libro.

Nicholas Kirvov acabó de mascar el último pedazo de su pastel de carne y reprimió un bostezo. No le interesaba demasiado la noticia que acababa de leer en la prensa. No tenía ni la más ligera idea de quién era el tal Ashcroft; sólo sabía que había investigado y escrito sobre Hitler. Pero la coincidencia de que precisamente aquel día se mencionara a Hitler en Pravda, despertó el interés de Kirvov y le empujó a leer la noticia entera.

A Kirvov le había fascinado siempre el monstruo fascista que fue Hitler, desde sus primeros días escolares, posteriores a la segunda guerra mundial, hasta el momento actual. Kirvov era especialista en arte, por eso le había intrigado siempre que un individuo tan demente y brutal como el dirigente nazi hubiera sido antes un artista, que hubiese pintado numerosas acuarelas y óleos, y que le gustara la arquitectura y la música. Ese asesino que encharcó el suelo de Rusia con la sangre de millones de personas... ¡un artista! Era una increíble contradicción. Kirvov, interesado en comprender la esquizofrenia de Hitler, comenzó a buscar sus obras de arte.

Se había aficionado a coleccionar dibujos y pinturas de Hitler, del mismo modo que otras personas coleccionan sellos, monedas o libros raros. Kirvov localizó ocho obras de Hitler, que se pudrían almacenadas en los archivos del Ejército Rojo, siguió la pista de tres piezas más en Berlín oriental y de otras cuatro en Viena. Consiguió fotografías de todas ellas para estudiarlas, y cuando seis meses atrás fue nombrado director del Ermitage, obtuvo en préstamo todos los lienzos olvidados. No sabía aún con qué finalidad los había amontonado en los estantes de su oficina privada, situada junto a su despacho. Posiblemente para algún futuro artículo o folleto. Quizás incluso para montar una especie de exposición. Su objetivo no estaba todavía claro. Solamente sabía que había deseado tener las quince obras, y que con avidez de coleccionista deseaba tener aún más.

Por eso aquél era un día especial; por pura casualidad, Nicholas Kirvov iba a tener la oportunidad de echar un vistazo a la pintura de Hitler número dieciséis, una pintura que no había visto nunca. La carta llegó de Copenhague la semana anterior. Estaba escrita en un perfecto inglés y firmada por un tal Giorgio Ricci, que decía ser un italoamericano con residencia en San Francisco.

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