El Séptimo Secreto (49 page)

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Authors: Irving Wallace

Kirvov preguntó vacilante:

—Usted... ¿es usted Franz, el marido de Klara Fiebig?

El hombre de aspecto joven les miró moviendo arriba y abajo la cabeza, lentamente y en silencio.

—¿Dónde está Klara? —preguntó Kirvov—. Tenemos que hablar con ella.

Franz Fiebig siguió mirándolos fijamente, en realidad miraba a través suyo, y volvieron a formarse lágrimas en sus ojos.

—Han llegado tarde —dijo, y se dio media vuelta.

Foster avanzó unos pasos, entró en la sala de estar detrás de Fiebig, y los demás le siguieron.

Fiebig estaba de pie, desconsoladamente, en medio de la habitación, de espaldas a ellos y se arrastró luego, casi sin rumbo, hacia la esquina dejándose caer en una butaca. Estaba sollozando de nuevo, e intentaba encontrar un pañuelo. Foster sacó el suyo, se acercó lentamente a él y le tendió el pañuelo.

—¿Demasiado tarde? —preguntó Foster.

—Está muerta —dijo Fiebig, moviendo la cabeza de un lado a otro con incredulidad—. Vine a casa del colegio para almorzar con Klara. La encontré muerta en nuestro dormitorio. Se ha suicidado.

—¿Se ha suicidado? ¿Por qué? ¿Sabe por qué?

Fiebig no contestó.

Foster se agachó sobre una rodilla, cerca de la butaca de Fiebig.

—Tal vez yo sepa por qué, Franz. Creo que todos sabemos por qué. —Se detuvo—. Su madre vino a verla. Su madre... Eva Braun.

A través de sus gruesos cristales, Fiebig enfocó a Foster y se enjugó las mejillas.

—Sí —murmuró—, su madre... Eva Braun. Eso es lo que pasó.

—¿Cómo lo descubrió, Franz?

—Por la nota. Klara dejó una nota sobre la cómoda.

—¿La tiene?

—La rompí. La arrojé al wáter cuando vino el doctor.

—¿Puede... puede recordar lo que Klara le escribió?

Fiebig dejó caer la barbilla sobre el pecho y se quedó mirando a la alfombra. Fiebig hablaba con voz monótona y callada.

—Evelyn... Eva... Eva Braun vino aquí apresuradamente. Dijo a Klara la verdad. Que ella era la madre de Klara. Y su padre... —No tuvo fuerzas para pronunciar el nombre—. Se enteró de quién era su padre. Liesl lo confirmó todo. Eva y Liesl le dijeron que se iban, que tenían que irse, y Eva insistió en que Klara las acompañara. Pobre Klara, mi querida Klara.

—¿Qué más escribió?

—Eva y Liesl querían que fuera con ellas, pero luego tuvieron miedo de que su histeria pudiera delatarlas. Dijeron que antes tenía que recobrarse. Cuando lo hiciera, tenía que encontrarse con ellas en algún lugar. Klara no dijo dónde. Si no se reunía con ellas, le dijeron, debía desaparecer, porque le resultaría imposible vivir aquí. No podía quedarse bajo ningún concepto. Klara escribió: «Eva dijo que mi padre lo habría exigido así. Nunca habría permitido que me convirtiera en un espectáculo. Nunca debían encontrarme nuestros enemigos.» Luego... luego Klara escribió que Eva y Liesl se marcharon y que ella se quedó sola, y no tenía ningún sitio donde ir, pero sabía que tenía que marcharse de algún modo. «Lo siento, lo siento tanto, Franz», escribió, «pero ellas tienen razón. Algún día alguien lo descubrirá. Yo no puedo hacerte daño o marcar a nuestro hijo para siempre. Así que me marcho. Te amaré siempre.» —Comenzó a sacudir la cabeza—. Oh, no, no, no tenía que haberme dejado. Yo la amaba tanto. No me hubiera importado. Ella no tenía la culpa. Ella fue una víctima. La habría amado hasta la eternidad.

Se cubrió el rostro y comenzó a sollozar.

Foster consiguió ponerse de pie, agitado y profundamente conmovido dijo:

—El doctor..., ¿está el doctor ahí dentro, Franz?

Fiebig indicó con un gesto las otras habitaciones.

Foster atravesó penosamente el comedor hacia el vestíbulo y encontró el primer dormitorio. Al entrar, le asaltó un olor de almendra amarga, un olor delator.

El doctor, un corpulento alemán de cabellos grisáceos, con un pañuelo en la nariz, estaba sentado junto a la cama de matrimonio, con un bloc sobre la rodilla, escribiendo su informe. En la cama había una figura cubierta desde la cabeza a los pies con una sábana.

—Doctor... —dijo Foster.

El anciano médico levantó la cabeza.

—...Soy un amigo de los Fiebig, y creo que Franz necesita alguna ayuda. Está en muy mal estado.

El doctor asintió.

—Pero, ¿qué culpa tiene él? ¿Qué otra cosa puede hacer? No se preocupe, le daré algo y le vigilaré. —Su mirada se desvió hacia el cuerpo cubierto—. Ha sido demasiado fuerte, demasiado, una tragedia terrible.

—Se ha matado, ¿verdad?

—Sí, no hay duda.

—¿Cómo?

—Con una cápsula de cianuro. No puedo imaginar de dónde la ha sacado.

Foster sí podía.

Salió de la habitación y volvió con los demás. Hizo una señal a Emily, Tovah y Kirvov.

Todos le siguieron al exterior del apartamento.

A la mañana siguiente el día estaba despejado y apacible, y el sol bañaba la ciudad con su calor. Emily y Foster, con los brazos enlazados, estaban en el tejado del edificio de oficinas Europa Center dando una última mirada a la bella e inquietante ciudad de Berlín. Cerca del Muro, aún se elevaba hacia el cielo un rastro de humo, pero más allá de la Budapester Strasse podían distinguir la extensión verde brillante del jardín zoológico y, junto a él, el Tiergarten, con vislumbres del palacio Bellevue y del Reichstag, y más lejos el serpenteo azulado del río Spree.

Berlín era una ciudad magnífica, pensó Foster, una ciudad bellísima visitada por infinitos horrores. El día anterior, se había evitado otra pesadilla, pero él sospechaba que las pesadillas de Berlín nunca cesarían. El peligro y la desgracia formaban parte del carácter de la ciudad.

—Al menos ahora —dijo Foster—, tienes el auténtico final de la historia de Hitler. Puedes contar al mundo la verdad.

—¿La verdad? —dijo Emily pensativamente—. Dudo que se conozca alguna vez. Yo soy una historiadora. Debo tener pruebas de todo lo que escribo. ¿Qué prueba tengo ahora? ¿Puedo demostrar que tú y yo hablamos con Eva Braun? ¿Puedo demostrar que no era una impostora?

—Pero el búnker oculto —dijo Foster—. ¿Qué pasa con el búnker oculto?

Emily negó con la cabeza tristemente.

—Para el mundo entero no hay búnker que valga, nunca hubo tal búnker, sólo un inmenso agujero en el suelo donde es poco probable que alguien haya podido vivir. Los cuerpos, todas las pruebas, están triturados, incinerados, desaparecidos. Sólo hay una persona en la tierra que puede demostrar el auténtico final. Era nuestra única prueba de la verdad, y ahora se ha ido. —Emily se quedó pensativa. Asió la mano de Foster—. Nunca la encontraremos, ¿verdad que no, Rex?

—En algún lugar está, desde luego —dijo Foster negando con la cabeza—. Pero nadie la encontrará.

Emily miró una vez más en silencio la ciudad que se extendía bajo ellos, y luego más allá de sus fronteras.

—La Viuda Alegre —dijo Emily—, así es como la llamaban sus familiares y amigos cuando Hitler apareció en su vida. La Viuda Alegre, porque estaba casi siempre sola. —Emily continuó con la mirada fija en la distancia—. Bueno, aún está sola, con su misterio, y quizá lo esté hasta el final.

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