El Séptimo Secreto (21 page)

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Authors: Irving Wallace

Vogel volvió a extender el plano sobre su mano. Sacudió la cabeza y dijo:

—Lo intentaré. Sígame —comenzó a avanzar lentamente por el lado derecho del montículo de tierra, describiendo lo que había habido más abajo—. Había unas dieciocho habitaciones estrechas en el nivel inferior, la mayoría de ellas pintadas de gris, con un pasillo de doce metros de longitud y unos dos metros de ancho que dividía las habitaciones. En el pasillo había recubrimientos de madera y unas pequeñas pinturas italianas colgadas de las paredes, elegidas por el propio Hitler. Así que mientras caminamos por el lado derecho de este montículo, usted intente imaginar lo que vería más abajo.

Ernst Vogel siguió diciendo, mientras caminaba lentamente con Emily detrás suyo, pisándole los talones:

—Aquí, la sala de calderas. Al lado, el despacho de Martin Bormann, detrás la centralita telefónica. A continuación el despacho de Josef Goebbels, y detrás un cubículo para el oficial de guardia. Luego el dormitorio de Goebbels y detrás el minúsculo quirófano y el dormitorio de los médicos personales de Hitler. Ahora viene la parte más importante, el lateral izquierdo del pasillo. Se lo enseñaré.

Vogel volvió sobre sus pasos por el montículo y midió la distancia hacia la izquierda. Emily le alcanzó, y juntos comenzaron a andar de nuevo hacia adelante.

—Ahora estamos encima de los cuartos de baño generales, los tres lavabos y la perrera —dijo Vogel—. Después, el vestidor de Eva Braun, el dormitorio y un baño que compartía con Hitler. — Unas cuantas zancadas más y Vogel se detuvo—. En el extremo inferior estaba también la estancia privada de Hitler con cuatro habitaciones. Por aquí, su cuarto de estar donde murieron él y Eva y luego una antesala, o sala de espera, entre aquélla y el pasillo. Junto al cuarto de estar de Hitler estaba su dormitorio privado. A su lado una pequeña sala de mapas, y al otro extremo del pasillo su sala de conferencias en donde se reunía con sus generales para dirigir la última defensa de Berlín.

—¿Qué había en el cuarto de estar de Hitler? —preguntó Emily.

—Vogel reflexionó un momento, luego enumeró rápidamente los objetos del mobiliario:

—Era una sala estrecha, con un sofá o dos, un escritorio con una fotografía enmarcada de su madre y más arriba, en un marco circular dorado, la pintura de Federico el Grande, obra de Anton Graff. Había también tres valiosas sillas procedentes de la Cancillería. Las paredes estaban recubiertas de madera y el suelo alfombrado, pero pese a todo seguía siendo una habitación fría, según me contaron.

—Muy bien, Herr Vogel —dijo Emily—, usted ha afirmado que cuando Eva y Hitler se suicidaron, cargaron con los cadáveres por el pasillo y los subieron hasta el jardín. ¿Quiere usted indicar el hueco de la escalera exterior?

—Puedo intentarlo —le contestó Vogel. Caminó hacia la parte delantera del montículo y giró—. Aquí, al otro lado de la sala de conferencias, había cuatro tramos de escalones de cemento que conducían desde el fondo del búnker a una salida de emergencia especial en la parte superior. Había que atravesar una especie de fortín rectangular exterior, o vestíbulo, que conducía al jardín de la Cancillería. Luego llevaron a Hitler hasta la puerta; venga que se lo enseñaré...

Vogel descendió cautelosamente el montículo de tierra hasta una franja de terreno lleno de hierbas. Esperó a que Emily se acercara, consultó su plano una vez más y retrocedió con cuidado unos cuantos pasos.

—La salida de emergencia estaba cerrada hasta este punto —dijo—. Casi exactamente entre la salida y una torre de vigía redonda. Aproximadamente a un metro de donde está usted había un pequeño foso, en realidad una trinchera poco profunda. Y allí es donde metieron los cadáveres y los enterraron.

—¿Y dónde volvieron a enterrar los cuerpos?

—Gire un poco hacia su derecha y ahora cuente tres metros.

—¿Allí? —preguntó Emily señalando hacia delante.

—Sí, allí estaba el cráter con los cuerpos.

—Gracias, Herr Vogel. —Emily notó que el profesor Otto Blaubach estaba de pie a su lado. Topó con su mirada—. ¿Lo ha oído todo? ¿Sabría decirme si es bastante exacto?

—A mi entender, lo que dice su amigo es totalmente exacto —dijo Blaubach—. Al parecer su memoria no ha disminuido.

—Para mí fue una experiencia inolvidable —respondió Vogel.

—Y un momento feliz para el resto del mundo —añadió Blaubach secamente. Se llevó a Emily a un lado y le dijo—: ¿Así que ya sabes dónde quieres excavar?

Emily asintió con seguridad y contestó:

—En tres puntos exactos. En el enclave de la fosa y del cráter de esta parte del jardín. En cuanto al búnker del Führer, no necesito descubrirlo del todo, desde luego. Sólo una parte del montículo. Quiero entrar en la estancia de Hitler.

Blaubach parecía satisfecho.

—Limitando la excavación del montículo aumentan las posibilidades de conseguir el permiso del consejo. ¿Cuánto tiempo necesitarás?

—He avisado a un equipo de trabajadores con experiencia. Creo que tres días bastarán.

—Teniendo en cuenta el tiempo que necesitarás para investigar, creo que sería más realista poner cinco o seis días. Solicitaré al consejo que os permitan excavar, a ti y a tu equipo, durante una semana, ¿qué te parece?

—Le estoy muy agradecida, profesor Blaubach.

—Si obtienes el permiso, acepta un pequeño consejo.

—Dígame.

—Mantén secreto el objetivo de tu excavación, en secreto absoluto. Creo que es lo mejor, para tus resultados y tu seguridad.

Werner Demke, un joven con granos en la cara, periodista del BZ, el periódico sensacionalista de Axel Springer, llegó como cada día, a última hora de la tarde, a la plataforma de observación de Postdamer Platz, donde solía detenerse brevemente de regreso a su oficina. Una de sus tareas era hacer una lista de las celebridades extranjeras que visitaban Berlín cada semana. Sus fuentes de información más productivas eran generalmente el departamento de policía y media docena de los mejores hoteles. La plataforma de observación del Muro no lo era tanto, pero de vez en cuando llevaban a algún político o artista de cine para que, subido a la plataforma, echara un vistazo desde el Muro sobre la tierra de nadie de Berlín oriental. Demke, como buen periodista novato, creía que no debía pasar por alto ninguna posibilidad de conseguir un artículo o reportaje.

Aparcó su Volkswagen, se acercó dando zancadas a la tienda de souvenirs y asomando la cabeza por el quicio de la puerta preguntó a la propietaria:

—¿Ha pasado algún pez gordo por aquí esta tarde?

–Ninguno, Herr Demke. Lo siento. Sólo un pequeño grupo de turistas británicos. Probablemente ahora estén subidos a la plataforma.

—No puede decirse que sea apasionante. Muchas gracias.

Demke se alejó de la tienda y se encaminó desanimado hacia su coche. Había sido un día estéril. Ascher, el jefe de redacción, no iba a estar contento.

Oyó un fuerte grito de alegría y miró por encima del hombro a la plataforma. Dos mujeres gordas de mediana edad, junto a la barandilla de la plataforma, dirigían sus prismáticos hacia la zona de seguridad de Alemania oriental. Una de las mujeres volvió a gritar con gran excitación. Luego Demke vio al tercer miembro del grupo, un hombre viejo, que se precipitaba hacia la barandilla donde estaban ellas, enfocaba su cámara fotográfica sobre algo situado en la zona fronteriza y comenzaba a disparar.

Werner Demke se preguntó qué habría llamado la atención de los turistas, y obedeciendo a un presentimiento, se alejó del coche hacia los escalones de la plataforma.

Cuando Demke llegó al pie de la escalera de madera, los tres turistas de la plataforma habían terminado y bajaban alegremente los escalones. Hablaban en inglés y Demke estaba seguro de que eran los turistas británicos de que le había hablado la propietaria de la tienda.

Demke se apartó a un lado mientras los tres acababan de bajar y luego se acercó para escuchar lo que decían.

—¿Estás segura de que era Emily Ashcroft? —preguntaba el viejo—. Gasté un carrete entero con ella y aquellos dos hombres, desde que llegaron hasta que se subieron al jeep.

La mujer más corpulenta dijo:

—James, la he reconocido igual que puedo reconocerte a ti. Era la chica de la tele, de la BBC, estoy segura.

—Bien —dijo el viejo, dando palmaditas a su cámara—, al menos hemos conseguido en este viaje algún famoso. Bueno, más o menos famoso.

Werner Demke escuchaba e intentaba recordar el nombre de Emily Ashcroft. Le sonaba a algo, pero no sabía exactamente a qué y de repente le vino a la memoria. Claro, Ashcroft padre, que murió a causa de un atropello furtivo en la Ku'damm varios días atrás, y su hija que había ido a terminar la biografía de Hitler.

Demke vislumbró por un momento la posibilidad de un artículo. Se acercó al trío británico y los interrumpió educadamente:

—Perdonen. Por casualidad les he oído decir que sucedía algo allí abajo, en la zona de seguridad de Alemania oriental. Siento curiosidad por saber lo que me he perdido.

La mujer más gorda dijo con orgullo:

—Se ha perdido usted a una de nuestras famosas de la televisión británica. Allí abajo estaba, con otros dos hombres, en medio de todas esas torres de control y guardias comunistas.

—¡Qué raro! —dijo Demke—. Hace años que no se permite entrar allí a nadie más que a soldados.

El viejo se había abierto paso con los codos, y dando de nuevo palmaditas a su cámara dijo:

—Le diré lo que estaban haciendo ella y su amigo. Los vi alrededor de ese montón de tierra donde, según cuenta todo el mundo, se ocultaron Hitler y su señora antes de matarse. La Ashcroft y uno de los hombres iban caminando sobre ese montón y hablando sin parar. Luego bajaron y empezaron a examinar un lateral...

—El jardín de la Cancillería —murmuró Demke en voz baja.

—Sea lo que sea estuvieron allí hablando y luego llegó otro hombre. Después de un rato, todos se encaminaron hacia un jeep y se marcharon. —El viejo blandió su cámara—. Lo tengo todo filmado. Un bonito recuerdo.

El cerebro de Werner Demke se puso a toda marcha.

—¿Tomó fotos de los tres?

—Un carrete entero.

Demke tragó saliva y preguntó:

—¿Qué le parecería vender ese carrete?

—¡Venderlo! —exclamó sorprendido el viejo.

–Sí, me gustaría comprarle el carrete.

El viejo negó enérgicamente con la cabeza:

—Las fotos que saco de nuestro viaje son para mi álbum y no quiero perderlas.

—No las perderá —dijo apresuradamente Demke—. Se quedará con una copia de cada una. Se lo aseguro. Yo también quiero una copia de cada. —No sabía exactamente cuánto llevaba en la cartera. Quizá cien marcos. Era una apuesta arriesgada. Podía ser que Ascher los rechazara de plano, pero a lo mejor le impresionaban—. Le daré cien marcos por los negativos y las copias.

El viejo seguía negando con la cabeza:

—No, no.

La mujer gorda se abrió paso y se puso delante del viejo, sin duda su marido.

—Espera un momento, James, tú tranquilo. —Y encarándose a Demke preguntó—: ¿Qué es todo esto? ¿Quién es usted?

—Soy reportero de un periódico alemán —dijo Demke—. Quizás ustedes han presenciado algo que puede servirme como reportaje. Que yo recuerde, hace mucho, mucho tiempo que no se permite entrar a nadie en la zona de seguridad de Alemania oriental para inspeccionar los restos del búnker de Hitler. El que la señorita Ashcroft estuviera allí da cierto valor de curiosidad a las fotografías. Tal vez esté equivocado. Quizá mi jefe no quiera utilizar ninguna de las fotografías. Sin embargo pagaré todo el dinero que llevo encima para que al menos las vea. Usted se gana cien marcos y además se queda con un juego de copias.

La mujer gorda estaba considerando la propuesta.

—¿Cuánto son cien marcos? —le preguntó su marido.

Ella se lo susurró al oído. Los ojos del viejo parpadearon repetidamente:

—¿Sólo por este carrete? —preguntó.

La mujer gorda le arrebató la cámara diciendo:

—De acuerdo, joven, tenga el carrete. Antes enséñeme el dinero y deme un recibo.

A última hora de la mañana siguiente, Evelyn Hoffmann estaba en el lugar de su cita habitual, la mesa privada situada en la parte trasera del Mampes Gute Stube, y había pedido ya Bratwurst y cerveza para el jefe Wolfgang Schmidt y gemischter Salat y té para ella.

Este encuentro era insólito. Durante años se habían estado viendo una vez por semana, para disfrutar de su compañía, hablar de los viejos tiempos, intercambiar cotilleos. La rutina era invariable. Sin embargo, a primera hora de aquella mañana había recibido un mensaje de Schmidt convocándola una hora antes del mediodía, a pesar de que ya se habían visto hacía sólo varios días.

¡Qué extraño!

Mientras se dirigía hacia Ku'damm en autobús, iba pensando en cuál podría ser el motivo de ese inesperado encuentro. No se le ocurría nada de carácter urgente. Sin embargo, por lo inesperado del hecho, el mensaje le dio cierta sensación de urgencia. Y casi una hora antes estaba ya en el centro de la ciudad. Tenía tres posibilidades: ir al restaurante y esperar, mirar escaparates o bien dejarse caer por casa de Liesl y Klara mientras pasaba el rato.

Había torcido por Knesebeckstrasse y se encaminaba al apartamento de los Fiebig a visitar a sus parientes. Al entrar se dio cuenta de su extraño descuido. Debido a su confusión había olvidado llevarle a Klara algún pequeño regalo. Pero resultó que Klara no estaba en casa, Liesl estaba sola y eso fue un alivio para ella. Era difícil hablar de los viejos tiempos delante de Klara, y era imposible cuando Franz estaba presente. Franz era un joven radical que detestaba el pasado moderno de Alemania, la Alemania que había sido la gloria de Evelyn. Ella y Liesl aprendieron en seguida a no hablar nunca de aquellos viejos tiempos en presencia de Franz, y ni siquiera de Klara.

—¡Qué sorpresa! —había exclamado Liesl—. ¿Qué te trae hoy por aquí?

Evelyn despidió con un gesto a la asistenta de los Fiebig, hizo rodar la silla de ruedas de Liesl hasta el cuarto de estar mientras le contaba lo del mensaje de Schmidt. Estaba impaciente por hablar con Liesl, pero apenas había empezado cuando oyó el ruido de una llave en la cerradura de la puerta principal.

—Klara fue a visitar al ginecólogo esta mañana —explicó Liesl. Klara entró animadísima por la puerta principal, pero se mostró también sorprendida ante la presencia de Evelyn.

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