El Séptimo Secreto (37 page)

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Authors: Irving Wallace

—Confío en que ésta sea una de las que vendieron. Una galería de esta zona, posiblemente la suya, la vendió a alguien que yo conozco. Yo la compré. Quisiera saber más sobre la procedencia de la pintura. Quisiera saber si usted efectuó la venta.

—Así de improviso no se lo puedo decir. Sin embargo, yo no soy la persona más apropiada para consultar estas cosas. Nuestra encargada, que se ocupa también de la mayor parte de nuestras adquisiciones menores, tal vez pueda decírselo con más seguridad. —Tisher dejó la pintura, hizo bocina con las manos y gritó hacia el altillo—: ¡Fräulein Dagmar! ¿Puede bajar un momento, por favor?

Kirvov esperó con nerviosismo mirando a la escalera. En seguida se hicieron visibles un par de piernas, y luego una mujer alta de aspecto formidable, posiblemente de más de treinta años, con facciones severas, gafas de concha y el cabello negro y corto.

Tisher se volvió hacia ella y dijo:

—Este caballero quiere consultar algo. Tal vez puedas ayudarle. —Miró por encima de Kirvov hacia dos clientes, una pareja joven, que acababa de entrar—. Si me disculpa... —dijo a Kirvov y se marchó a ocuparse del negocio.

—¿Dígame? —estaba diciendo Fräulein Dagmar a Kirvov.

—He venido por esto —dijo Kirvov levantando su cuadro y tendiéndoselo—. ¿Reconoce esta obra?

Lanzó una rápida ojeada al óleo y luego miró a Kirvov.

—Claro que sí —dijo—. Tuve esta pieza en la galería durante casi un año antes de venderla. Es una de aquellas piezas nazis que gustan a unos pocos coleccionistas nostálgicos, al estilo del arte de Hitler, aunque no pude autentificarla definitivamente. Para mí fue un trasto que guardaba en el almacén en espera de que algún coleccionista, y como nadie se lo llevaba, finalmente tuve el capricho de exponerlo. Dos o tres semanas después llegó un comprador, un extranjero, un italiano, creo recordar. Apenas sabía de arte, pero le intrigó que lo pudiera haber pintado el propio Hitler. Y lo compró.

Kirvov sintió una gran excitación.

—Ya sé quién lo compró —dijo—. Lo que quiero saber es quién lo vendió. Es decir, quién se lo vendió. Es decir, quién se lo vendió a usted. —Siguió presionando más—. Usted debe de tener un recibo de la venta.

Fräulein Dagmar se irguió y dijo con menos cordialidad:

—Lo tengo. Pero me temo que no puedo revelar esto a nadie. Los negocios con los clientes que nos venden sus piezas de arte deben mantenerse, necesariamente, como información privada. Lo siento, pero no puedo decírselo a la primera persona que se presente preguntando.

Kirvov, desesperado, buscó su cartera. Revolvió en su interior, y sacó su tarjeta que alargó a la mujer, diciendo:

—Yo no soy una persona cualquiera, Fräulein, como podrá observar.

La mujer miró con desinterés la tarjeta de visita, y luego sacudió repentinamente la cabeza y sus ojos se desorbitaron detrás de sus gruesos cristales.

—¿Usted... es usted el señor Kirvov, director del Ermitage de Leningrado?

—Sí, yo soy.

Fräulein Dagmar se mostró inmediatamente respetuosa, incluso reverencial:

—Perdóneme, lo siento. Es un honor. ¿En qué puedo servirle?

—Diciéndome simplemente cómo consiguió el cuadro, quién se lo vendió. En el Ermitage tenemos una gran colección de las primeras pinturas y dibujos de Hitler. Son curiosidades históricas. Cuando yo compré éste, decidí presentarlo como parte de una exposición que tendrá una gran asistencia. Como director del museo, creí que era mi obligación verificar la procedencia de esta obra. Espero que usted me ayude.

—¡Lo intentaré, desde luego! —dijo Fräulein Dagmar con entusiasmo—. Usted merece nuestra colaboración. Voy a buscar mi copia de la ficha de adquisición.

Se fue corriendo con sus largas piernas y desapareció tras la puerta de un despacho. Kirvov, sonriendo por primera vez en todo el día, envolvió de nuevo, lenta y cariñosamente, su tesoro en su funda de fieltro.

Apenas había terminado, cuando Fräulein Dagmar regresaba apresuradamente con una hoja de papel en la mano.

—La persona que nos lo vendió fue una mujer alemana de más de treinta años, imagino. Se llama Klara Fiebig. Recuerdo que me dijo haber recibido la pintura como regalo de un amigo o pariente. No le gustaba, pero la guardaba por una cuestión sentimental. A su marido tampoco le gustaba, porque era una obra nazi. Finalmente él insistió en que se deshiciera de ella. Así que la señora vino a vernos, aquí a Tisher. Yo no vi que tuviera muchas posibilidades de mercado, pero la examiné en el despacho y me di cuenta de que podría ser un Hitler o una excelente imitación de un Hitler, así que decidí comprarla corno una insólita obra menor. —Tendió a Kirvov la hoja de papel—. Ésta es la dirección que me dio la señora Fiebig, en Knesebeckstrasse. Está en un barrio residencial algo apartado de la Ku'damm, un corto trayecto en taxi desde aquí, pero tampoco está demasiado lejos para ir caminando.

—Se lo agradezco mucho.

—Lo compré por una miseria. —Luego añadió con pesar—: Ojalá lo hubiera vendido más caro. No sabía que era tan valioso. —Como arte, no lo es. Sólo como historia.

Kirvov salió de la galería caminando alegremente, sus piernas volvían a estar ágiles y fuertes.

Kirvov notó que su tensión aumentaba mientras esperaba pacientemente en la puerta del apartamento del tercer piso de los Fiebig, después de llamar al timbre. Llevaba bajo el brazo, más posesivamente que antes, la pintura envuelta, y aún no había decidido qué excusa podría utilizar para conseguir que su entrevistada le dejara entrar.

Sólo cuando oyó pasos detrás de la puerta se le ocurrió la excusa. La puerta se abrió y Kirvov se preparó a todo.

En el umbral había una joven morena, más bien alta, de ojos oscuros y nariz torcida, con un vestido premamá de color rosa claro. Pero como era esbelta y no mostraba signo alguno de embarazo, Kirvov supuso que el vestido era una celebración prematura. Parecía tener poco más de treinta años. Estaba mirando a Kirvov con curiosidad.

—¿La señora Klara Fiebig? —preguntó Kirvov.

—Sí —contestó sin gran confianza.

—Me llamo Nicholas Kirvov. Me han dado su nombre y quisiera conversar con usted un momento.

—¿Sobre qué?

—Sobre una obra de arte —dijo Kirvov.

Klara mostró una expresión de perplejidad:

—¿De arte? No sé nada de arte. No comprendo.

Kirvov sabía que aquél era el momento crítico y que no debía darle tiempo para pensar:

—Déjeme explicarle —dijo, metiendo la mano en el bolsillo interior de su chaqueta para buscar la cartera. Sacó su tarjeta de visita imprimida en relieve, volvió a guardar la cartera y le tendió la tarjeta. Siguió hablando velozmente—. Soy el director del museo de arte del Ermitage, en Leningrado. Es bastante famoso.

—Sí, claro, he oído hablar de él —dijo concentrada aún en la tarjeta.

—He venido a Berlín para entrevistar a algunos coleccionistas de arte alemán.

—Pero yo no soy coleccionista —dijo Klara.

—Ya lo sé. Simplemente quiero su opinión, sus ideas, respecto a algo sobre lo que quiero escribir y exponer. Por favor, ¿puedo hablar un momento con usted? No le robaré mucho tiempo.

Dio un paso decisivo, puso un pie sobre el umbral como esperando a que le invitara a entrar.

Klara Fiebig parecía estar nerviosa:

—No sé. Yo no...

—Gracias por su amabilidad —dijo Kirvov. Y ya dentro del recibidor—. Estaré sólo un minuto.

—Bien, de acuerdo, pero estoy segura de que va a perder el tiempo. —Sus buenos modales se impusieron—. Puede usted sentarse. Pero hoy estoy realmente muy ocupada.

—Un minuto sólo —dijo Kirvov, cuando estaba ya en el salón. Se dio cuenta automáticamente de los grabados de buen gusto que colgaban de las paredes, vio la silla de ruedas en la esquina y luego se sentó en uno de los dos sillones en torno a la mesita de café.

Comenzó a desenvolver su pintura de Hitler, mientras Klara Fiebig se acomodaba en el sofá que había junto a él. Notó que le estaba mirando con recelo.

Cuando hubo descubierto la pintura, la sostuvo en alto para que ella la viera.

—Me han dicho que esta pintura le perteneció —dijo—. Me han dicho que usted la vendió a la galería Tisher.

Miró un momento el óleo, pero sin mostrar ninguna reacción ni signo de reconocimiento, y preguntó:

—¿Qué tiene de importante esta pintura que usted deba saber?

—Es una rareza del Tercer Reich —dijo Kirvov— y por ello me interesa, como director del museo y como coleccionista de arte alemán. Quiero autentificarla. —La miró fijamente—. Tengo que saber dónde la obtuvo.

Klara estrechó los ojos, examinando detenidamente el óleo. Al final dijo negando con la cabeza:

—No, nunca había visto antes esta pintura. Tuve en una ocasión una vieja pintura de una calle de Berlín que a mi marido no le gustaba. Así que finalmente, no recuerdo cuándo, me deshice de la obra.

Kirvov intentó determinar qué había de sincero en sus palabras. Su expresión no daba muestras de reconocimiento. Kirvov ocultó su decepción.

—Señora Fiebig, cuando enseñé el cuadro a la encargada de la galería Tisher, una tal Fräulein Dagmar, ella lo recordó y recordó habérselo comprado a usted. Fue ella quien me dio su nombre y dirección, ¿no refresca eso su memoria?

Pero Klara se mostró inexorable en su negativa.

—Esta señora de la galería se ha confundido completamente. Está equivocada. Yo nunca había visto esto.

Kirvov buscó algo que traicionara su serenidad, pero no encontró nada. Sospechaba que Klara había visto la pintura con anterioridad, e incluso que le había pertenecido, pero no había forma de demostrarlo. Comenzó a envolver lentamente la pintura una vez más.

—Muy bien —dijo—. Debe ser un error.

—Sin duda lo es —dijo Klara levantándose—. Siento que haya perdido el tiempo.

Kirvov se levantó y ella le acompañó a la puerta.

—Le agradezco su ayuda —dijo—. Es una lástima que no pueda saber más cosas sobre este óleo. Hubieran sido útiles.

Mientras abría la puerta, Klara no pudo resistir una última pregunta:

—¿Por qué es tan interesante este óleo suyo?

Kirvov respondió sin reparos mientras avanzaba por el pasillo:

—Oh, simplemente que lo pintó Adolf Hitler en 1952 o más tarde.

—¡Qué absurdo! —replicó ella bruscamente—. Todo el mundo sabe que Hitler murió en 1945.

—Exactamente —dijo Kirvov—. Por eso es tan interesante esta pintura. Buenos días.

Klara estuvo inquieta durante todo el resto de la tarde, mientras esperaba la llegada de su tía Evelyn Hoffmann.

En cuanto vio que el amenazador extranjero, el director ruso, salía del bloque de apartamentos, corrió al dormitorio a despertar a su madre que estaba haciendo la siesta.

Cuando su madre estuvo totalmente despejada y sentada, Klara dijo excusándose:

—Mamá, siento molestarte de este modo, pero tenía que hacerlo. Debo contarte algo.

—¿Qué es, Klara? Pareces asustada.

—Estoy asustada, mamá. ¿Recuerdas el cuadro del edificio oficial que tía Evelyn nos regaló a Franz y a mí, en nuestro primer aniversario de boda? ¿Aquel que Franz odiaba tanto y del que yo me deshice?

—Sí, claro.

—Bueno, pues acaba de estar aquí un hombre, un experto en arte, que dijo que el cuadro lo pintó Adolf Hitler.

—¡Qué absurdo!

—Eso es lo que yo le dije. Y lo que aún es más disparatado, insistió en que Hitler lo pintó siete años después de la guerra...

—Pero ese hombre está loco, ¿quién era?

—Ahora te lo cuento...

Klara le explicó rápidamente la visita de Nicholas Kirvov. Cuando hubo terminado, añadió indecisa:

—Mamá, no sé qué es todo esto. Pero ese tal Kirvov va a escribir sobre el tema. Tengo miedo de que tía Evelyn descubra que vendí su regalo. Yo... querría verla y explicárselo antes de que se entere. La llamaré ahora mismo.

—Klara, sabes que tía Evelyn no tiene teléfono. Pero yo sé cómo ponerme en contacto con ella. Déjame a mí.

—Quiero verla hoy mismo.

—Veremos si puede ser. Ahora, ayúdame a salir de la cama. Luego déjame aquí sola. Yo me ocuparé de todo.

Eso había pasado dos horas antes.

Klara supo por su madre que tía Evelyn estaba informada y que iría pronto. Esperaba a su tía en la salita con expectación, impaciente por hablar de ello, pero asustada por tener que confesarle la venta del cuadro.

Pasaron diez minutos más, y el nerviosismo de Klara iba en aumento cuando sonó el timbre y apareció su tía Evelyn, atractiva y sosegada, y se sentó frente a ella.

—Siento mucho haberte molestado y haberte hecho venir de este modo, tiíta.

—No importa, no hay ningún problema. Lo único que me preocupa es que algo pudiera irte mal. ¿Te encuentras bien? ¿Y tú embarazo?

—Estoy perfectamente, tiíta —dijo Klara—. Pero ha pasado algo raro y pensé que sería mejor decírtelo cuanto antes. He... he de confesarte algo, y solamente espero que no te moleste.

—Klara, querida, nada de lo que tú me digas puede molestarme —dijo Evelyn—. Te quiero mucho. Dime lo que tienes que confesarme.

Klara tragó saliva.

—Es sobre el cuadro.

—¿El cuadro?

—El que nos regalaste a mí y a Franz en nuestro primer aniversario de boda. El del edificio oficial de Berlín que pertenecía a la colección de arte alemán de tu marido. ¿Te acuerdas?

Emily dijo asintiendo:

—Sí, ahora me acuerdo.

—Bueno, pues —Klara volvió a tragar saliva y luego se sonrojó—, tiíta, hace un año lo vendí... lo vendí a una galería.

Evelyn parecía desconcertada.

—¿Lo vendiste?

—Tuve que hacerlo —contestó Klara a la acusación de su tía y continuó hablando apresuradamente—. Te seré sincera. A Franz no le gustó nunca, pero yo lo guardaba porque era un generoso regalo tuyo. Luego, una tarde, hace quizás un año, Franz trajo a algunos de sus amigos, otros profesores, a jugar a las cartas. Enseñó el cuadro a uno de sus amigos, el profesor de arte de su colegio. Este amigo preguntó a Franz qué hacía él con aquel horroroso cuadro en casa. Franz le preguntó a qué se refería. Su amigo dijo que el cuadro era sin duda una representación de algún edificio oficial nazi, y que evidentemente estaba pintado por un artista nazi, y en el estilo predilecto de Hitler, y que incluso podía ser obra del propio Hitler. En todo caso, el amigo de Franz estaba seguro de que era una obra de arte nazi. —Klara tragó saliva—. Bien, ya sabes lo que siente Franz por los nazis. La cuestión es que cuando sus amigos se marcharon, Franz vino a verme y me pidió que me deshiciese de la obra. Yo le dije que no podía hacerlo, porque era un regalo tuyo. «Da lo mismo, sácalo de aquí», insistió él. «Tu tía Evelyn no se enterará. Pero sácalo de aquí.» Así que, aunque no quería, fui a una galería del barrio, lo vendí y me olvidé del cuadro. —Volvió a tragar saliva llena de remordimiento—. Espero que me perdones, tía Evelyn.

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