El Séptimo Secreto (36 page)

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Authors: Irving Wallace

El viejo Oberstadt dio unos golpecitos con su bastón en el otro extremo del sofá.

—Siéntese, joven, siéntese. —Mientras Foster se sentaba Oberstadt siguió hablando—: ¿Es usted amigo de la señora inglesa para quien trabaja mi hijo?

—Sí.

—¿Sabe usted en qué locura se ha metido? Quiere excavar en el búnker enterrado y encontrar a Adolf.

—Sí, lo sé, y tal vez no sea una locura, señor.

El viejo sacó un pañuelo, escupió en él e ignoró la respuesta de Foster mientras seguía hablando.

—Anoche mi hijo me trajo el plano original del búnker del Führer. Estudié el plano y le di mi consejo. —Sus burlones ojos se clavaron en Foster—. ¿Está usted familiarizado con el último búnker de aquella rata?

—Eso creo.

—Claro. Es usted el arquitecto americano que pierde el tiempo con un libro ilustrado sobre los edificios y búnkers del Tercer Reich. Bien, veamos lo que sabe. —Levantó un plano enrollado que tenía junto a él, quitó la goma elástica y mostró el plano del búnker del Führer a Foster—. Dígame lo que haría para llegar a la estancia de Hitler sin eternizarse en ello.

Foster se inclinó para examinar el plano, aunque tenía la sensación de sabérselo de memoria. Después de algunos momentos dijo:

—Primero, tengamos en cuenta que este búnker fue construido de cemento reforzado. Tenía que proteger a sus ocupantes de los proyectiles de artillería y de las bombas. Así, pues, por mucho que hicieran los soviéticos, lo nivelaran, o incluso volaran algunas partes, sospecho que el nivel inferior del búnker sigue en gran medida intacto. Considerando esto, creo que la manera más fácil y más rápida de llegar sería comenzar excavando el lugar donde existió la salida de emergencia superior. Esta debería conducir a cuatro tramos de escalones de cemento que bajaban al pasillo de la planta. Supongo que esos escalones siguen todavía allí. Si están, tal vez no haga falta más de unos cuantos días de excavar y apuntalar para llegar abajo, a las habitaciones de Hitler. —Levantó la cabeza—. Así es como procedería yo, señor.

La mirada de Leo Oberstadt se detuvo en Foster con un brillo de aprobación.

—Es usted un muchacho listo —dijo—. Exactamente es lo que aconsejé a mi hijo anoche, aunque él tenía ya la misma idea. Así es cómo va a llevar adelante la excavación. Si algo funciona, será esto. —Levantó el plano del búnker del Führer y lo volvió a enrollar—. Bueno, bueno, joven. Ahora podemos hablar. Mi hijo me ha dicho esta mañana que usted quería conocer a un antiguo trabajador esclavo.

—Sí, señor. Tengo unas cuantas preguntas que necesitan respuesta.

—Quizás haya dado con la persona adecuada —dijo Leo Oberstadt—. No quedamos muchos con vida. Somos un pequeño grupo. Yo soy uno de los pocos veteranos supervivientes, responsable de la construcción de casi todas las ratoneras de Hitler. ¿Quiere saber cómo me convertí en un trabajador esclavo bajo el eficiente Tercer Reich?

En un tono áspero y severo, Leo Oberstadt fue contando su historia.

Foster escuchaba, fascinado, como la recreación que hacía Oberstadt de su pasado cobraba vida en el presente.

El padre de Leo Oberstadt era parte judío y parte luterano, y su madre era judía. Él tenía poco más de veinte años y era ingeniero civil y socio en la modesta empresa constructora de la familia cuando estalló la segunda guerra mundial. La conquista de Europa de Hitler estaba ya muy avanzada cuando se descubrieron los orígenes religiosos de los padres de Leo. Su madre, su padre y él fueron detenidos y arrojados a un campo de concentración. Al cabo de un mes enviaron a sus padres a las cámaras de gas de Auschwitz.

—No los volví a ver nunca más. Yo era también un candidato a la exterminación en Auschwitz, y ya me habían ordenado entrar en la cámara mortuoria, cuando un oficial nazi, un médico de las SS, se fijó en los músculos de mis hombros, pecho y bíceps, y me arrancó de la fila. Acababa de llegar una orden de parte de Albert Speer. Hitler quería jóvenes robustos de los KZ Haftlinge (prisioneros de los campos de concentración): judíos, polacos, checos, ucranianos, gitanos... que sirvieran como trabajadores forzados para poder construir una serie de búnkers subterráneos por toda Alemania.

Leo Oberstadt se deslomó como trabajador forzado en dos búnkers subterráneos de las afueras de Berlín, haciendo un trabajo agotador, sudoroso, inhumano, con cientos de prisioneros más, hasta que se enteraron de que en realidad era un ingeniero civil con experiencia en el negocio de su padre. Entonces le ascendieron a capataz de la construcción, y le obligaron a seguir las órdenes de los guardias nazis y transmitirlas a sus compañeros prisioneros.

Cuando su última obra hubo terminado, quizás unos dos meses antes del final de la guerra, se llevaron a todos los trabajadores esclavos, compañeros de Leo, para liquidarlos. Solamente permitieron seguir con vida a Leo, como capataz, los últimos dos meses para que supervisara la construcción de las habitaciones, oficinas e instalaciones técnicas del último búnker.

El trabajo auténtico lo realizaron jóvenes y fanáticos miembros de las Juventudes Hitlerianas. En ningún momento anterior al comienzo de las obras, ni durante los dos meses de encarcelamiento en el búnker ya parcialmente terminado, tuvo Leo la más remota idea sobre el lugar de Alemania donde estaba situado. Al comenzar las obras, le habían llevado hasta allí con los ojos vendados, y mientras duraron aquellos dos meses cada noche le sacaban del búnker también con los ojos tapados.

Una mañana le vendaron los ojos de nuevo y varios soldados de las SS le arrojaron a la parte trasera de un camión del ejército. Desde él podía oír el tronar incesante de la artillería a su alrededor. Le condujeron a alguna parte y pensó que le iban a ejecutar, pero llevaba los ojos tapados y las muñecas atadas, y estaba indefenso.

Después de un lento recorrido, que según sus cálculos duró unos veinte minutos, Leo oyó a uno de los guardias gritar: «¡Sacadlo aquí mismo! ¡Acabemos de una vez antes de que nos tiendan una emboscada!»

Le levantaron violentamente, y sintió que le empujaban y le arrastraban hasta tirarle del camión a la calzada. Cuando aterrizó en la calle, aturdido por el golpe, la venda de sus ojos se soltó. Pudo ver entonces al camión alemán que comenzaba a maniobrar mientras tres de los soldados de las SS, desde la parte trasera, apuntaban sus rifles hacia él.

Leo se echó al suelo de cara, frenéticamente, tratando de evitar la ejecución. Pero cuando dispararon un proyectil le alcanzó en la parte baja de la espalda. Se enderezó y estaba a punto de perder la conciencia, cuando vio delante suyo una compañía soviética de soldados del Ejército Rojo y tres tanques saliendo de un antiguo bosque que estaba sembrado de cascotes y lleno de tocones, y comenzaron a disparar por encima suyo al camión alemán que huía. Creyó oír estallar el camión, y luego se sumió en tinieblas.

—Me desperté en un hospital de campaña ruso —recordó dolorosamente Leo Oberstadt—. La cirugía me salvó, aunque mi pierna izquierda quedó prácticamente inutilizada. Cuando finalmente se enteraron de mi historial, me dejaron en libertad. Restablecí la vieja empresa constructora de mi padre. Me casé. Tuve un hijo. Trabajé mucho. Mi negocio prosperó durante la reconstrucción de Berlín. Hace unos cinco años perdí el uso de mi otra pierna y me tuve que retirar. —Se quedó callado, agarró la pinta de cerveza que le habían servido. Bebió, se lamió los labios, y dijo—: Ahora, señor Foster, ¿qué puedo hacer por usted?

—Se lo diré exactamente —dijo Foster. Habló una vez más de su libro de arquitectura y de las siete piezas que faltaban, todas correspondientes a cuarteles generales subterráneos situados en búnkers de Alemania occidental. Le habló de los seis planos que había encontrado gracias a Zeidler, cada uno con su ubicación identificada, y del séptimo búnker que había recuperado de la prisión de Spandau—. He localizado seis búnkers. Éste es el séptimo y lo que quiero saber se refiere a él, el único que construyó Zeidler para Hitler y que carece de identificación. Es el más grande, con diferencia, y Zeidler pensó que un obrero que hubiera trabajado en él podría reconocerlo por sus dimensiones.

—Déjeme verlo —pidió el viejo Oberstadt.

Foster sacó del bolsillo de su chaqueta el plano doblado del séptimo búnker, lo abrió y lo tendió por encima del sofá a su anfitrión. Leo Oberstadt sorbió su cerveza y examinó el plano.

—Tiene razón —dijo con voz áspera—. Uno grande, muy grande. Y... muy familiar.

—¿Lo reconoce? —preguntó Foster ansiosamente.

El viejo Oberstadt asintió.

—Lo que tenemos delante es el último búnker donde trabajé antes de que me sacaran para matarme. —Devolvió el plano—. Sí, sí, estoy seguro de que es éste.

—Pero ¿dónde se construyó?

Leo Oberstadt miró a Foster con sorpresa y repitió la pregunta:

—¿Dónde se construyó? Pues ya se lo dije. En Berlín, por supuesto.

—¿Cómo puede estar seguro? Estuvo bajo tierra la mayor parte del tiempo, y luego le vendaron los ojos.

El viejo negó lentamente con la cabeza:

—No, no todo el tiempo, y no estuve siempre con los ojos vendados. Le he dicho que me sacaron del búnker con los ojos tapados para matarme. Me llevaron durante lo que parecieron ser veinte minutos de recorrido, pero que en línea recta pudieron haber sido sólo diez minutos porque tuvieron que ir esquivando los escombros, antes de darse cuenta de que los rusos estaban a punto de atacar, desde la zona de los bosques destruidos. Así que se deshicieron de mí, e intentaron escapar, pero sin éxito.

Foster se detuvo en esto último.

—¿Los rusos venían de la zona de bosques? ¿De qué bosques?

—Pues del Tiergarten, claro. Hoy vuelve a ser uno de los sitios más encantadores que tenemos en Berlín. A un corto paseo de lo que era entonces la Cancillería de Hitler y el búnker del Führer. Estoy seguro de que en algún lugar, por allí cerca, se construyó este séptimo búnker.

Nicholas Kirvov estaba sorprendido de sentirse tan cansado a esas horas de la mañana. Se sentó pesadamente en la mesa metálica de una terraza exterior llamada taberna de Delphi y cogió con las dos manos su taza de té negro. Desde la terraza veía el nombre de la calle que tenía enfrente, Kantstrasse, y pensó que era un nombre muy altisonante para una calle de tan poca categoría. Desde la gasolinera de Esso situada en la esquina, hasta la sex-shop, sin ventanas, pero con provocativos pósters colgados a los lados, solamente había tiendas baratas y mediocres. No podía imaginar qué tipo de galería de arte habría en esa manzana, pero su lista le aseguraba la existencia de una, la galería Tisher, probablemente a no más lejos de media manzana, y se había jurado no pasar por alto ninguna galería de arte en el centro de Berlín.

Se había detenido para tomar un breve respiro, y no tanto por el agotamiento como por el desánimo. A pesar de su pesada constitución, siempre se había enorgullecido de la fortaleza de sus piernas y de la facilidad para subir inacabables y empinadas escaleras. En su país siempre caminaba con entusiasmo. Allí, en Berlín, empezaba a sentir las piernas atenazadas y los pies cansados a causa de la frustración.

El día anterior estuvo de pie y caminando durante cuatro horas, y ese día lo mismo desde primera hora de la mañana, intentando recorrer todas las galerías de arte de la zona del Kurfürstendamm. Pues aquel camarero del barco, Giorgio Ricci, aunque no estaba seguro de nada más, había insistido en que compró su óleo de Hitler no lejos de la Ku'damm. Así que la meta de Kirvov tenía que estar en algún lugar de ese barrio. Sin embargo, todas las galerías que Kirvov había visitado rechazaron su pintura de Hitler porque carecía de interés, y ninguna reconoció haber vendido nunca aquella obra.

Kirvov sintió que el sol asomaba por fin entre las nubes grises, y automáticamente sacó su silla de la sombra de un árbol para calentarse un poco. Se preguntó, por un momento, si no debía abandonar esa pesada búsqueda y volver a Leningrado para reunirse con su esposa y su hijo que pasaban las vacaciones en Sochi. Al fin y al cabo, se dijo a sí mismo, ya había conseguido identificar el tema de la pintura de Hitler. Sin duda era el edificio del Ministerio del Aire de Göring. Identificación que bastaría para satisfacer a cualquier espectador de su exposición. Sin embargo, tenía que seguir adelante, y sabía que seguiría adelante, por otro motivo. Se suponía que Hitler había muerto en 1945. No obstante, su pintura del Ministerio del Aire de Göring había sido pintada en 1952 o después. En algunos aspectos, Kirvov tenía una mentalidad literal y no se entretenía con discrepancias artísticas. Kirvov sabía que no se iría de Berlín hasta que ese anacronismo no se explicase.

El sol le había calentado y reanimado un poco. Se bebió de un trago lo que quedaba de su té, pagó y descendió por Kantstrasse.

Al cabo de cinco minutos, Kirvov vio el letrero junto a la puerta de la gran tienda moderna, situada en la planta baja del edificio de oficinas de seis pisos. Rezaba así:

GALERIE TISHER BERLIN

ANKAUF-VERKAUF

Kirvov miró los escaparates. Había tres grandes pinturas naturalistas, de escenas berlinesas.

«Prometedor», pensó Kirvov, caminó hasta la entrada principal y entró en la sala. La moqueta beige y las paredes con recubrimientos claros daban a la sala una luminosidad que sólo contrarrestaba ligeramente con la lóbrega oscuridad de la mayor parte de los óleos colgados por todas partes. Había un pequeño escritorio y un joven con gafas trabajando en él. Una escalera de caracol conducía a un pequeño altillo que también exhibía pinturas enmarcadas para vender.

Kirvov avanzó pasando bajo la araña de cristal hasta el joven que escribía en la mesa. El joven, al notar que un cliente se acercaba, se apresuró a levantarse, apartando de sus gafas un mechón de cabello rojizo.

—¿El señor Tisher? —preguntó Kirvov.

—Sí, yo soy Tisher. ¿En qué puedo servirle? —Sus ojos se detuvieron en el cuadro, envuelto en fieltro, que Kirvov llevaba bajo el brazo—. ¿Trae quizás algo para vender? Estamos siempre...

–Quiero consultar algo —dijo Kirvov. Dejó su paquete sobre la mesa, lo desenvolvió y sostuvo en alto el cuadro—. Quiero saber si puede reconocer esto.

Tisher cogió la pintura y le echó un vistazo arrugando la nariz.

—Una escena de Berlín, supongo. Probablemente del período del Tercer Reich. No muy buena. —Levantó la vista—. Sí, nosotros de vez en cuando compramos cosas así, y luego nos deshacemos de ellas.

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