El Séptimo Secreto (35 page)

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Authors: Irving Wallace

—Siento haber llegado tarde —dijo—, pero pensé que no me necesitaríais hasta que no hubierais terminado de excavar en los dos puntos.

—No te necesitábamos. Ahora quizá sí.

—¿Habéis terminado de excavar la fosa y el cráter de bomba? —preguntó Emily ansiosamente.

—Cubrimos la zona con plástico, para poder terminar los dos puntos cuando dejara de llover.

—¿Y qué...?

—No ha habido suerte —confesó tristemente Oberstadt—. Encontramos tres pequeñas reliquias, pero nada de lo que buscabas.

—¿Ningún camafeo con el retrato de Federico el Grande? ¿Ningún trozo de mandíbula con un puente dental pegado?

—Nada —dijo Oberstadt—. Si había alguno en 1945 quizá los rusos se lo llevaron. Posiblemente nunca estuvieron donde excavamos. ¿Quieres ver lo que encontramos?

—Será mejor —dijo Emily.

Oberstadt dejó su pala plantada en el suelo y comenzó a rodear la parte trasera del montículo, con Emily pisándole los talones, e intentando mantener el equilibrio sobre la mojada hierba.

En el extremo del montículo, Emily vio el camión, y a los tres trabajadores llenos de tierra, agrupados en torno al parachoques frontal, tomando café caliente de sus termos. La saludaron con la mano y ella les devolvió el saludo.

Oberstadt llevó a Emily a una pequeña toalla amarilla extendida sobre una roca plana, cerca de la profunda zanja que había sido en una ocasión la somera fosa.

—Aquí está todo lo que encontramos en los dos sitios —dijo Oberstadt. Levantó de la toalla el primero de los tres objetos—. Un hueso suelto. Creo que perteneció a un perro.

—Muy posible —dijo Emily—. Enterraron en esta zona los perros de Hitler después de matarlos.

—Luego esto —dijo Oberstadt, enseñándole un grumo mojado que podía haber sido un fajo de papel.

—¿Qué es esto? —preguntó Emily.

—Imagino que debió de ser un pequeño cuaderno de notas con unas cuantas páginas escritas dentro. Pero está completamente podrido por los años de humedad.

Emily asintió:

—Esto también encaja. Arrojaron los cuadernos y documentos de Goebbels en la fosa y posiblemente los quemaron.

—Bueno, nadie lo sabrá nunca. —Oberstadt se inclinó sobre la toalla y con tiento cogió un jirón de ropa calcinado—. Y finalmente esto.

—No parece que sea nada.

—Pues es algo —dijo Oberstadt—, algo que está grabado con unas iniciales que pude leer, aunque con dificultad. Mira las dos iniciales —las señaló—. ¿Las descifras? Son E. B.

—Eva Braun —susurró Emily. La realidad del pasado la hizo parpadear—. Debió de ser un trozo de uno de sus pañuelos o de otra prenda. Seguimos la pista correcta, seguro.

—¿No te indica eso que fueron Eva Braun y Hitler los que incineraron aquí?

—No necesariamente. Podían haber puesto esta tela con las iniciales, fuera lo que fuese, en la persona que fue incinerada. Ahora bien, si hubierais encontrado aquel puente dental o el camafeo...

—Pero no los encontramos, siento decirlo.

—No, Andrew, no te equivoques, no es nada malo. El puente o el camafeo podían haber demostrado que realmente era Hitler quien fue enterrado aquí, y menos probablemente un impostor. Como no desenterrasteis ninguno de los dos objetos, no hay ninguna prueba fehaciente de que fue Hitler a quien incineraron. De momento, todo va bien, Andrew.

Se dio media vuelta y contempló el enorme montículo de tierra, hierbajos y escombros.

—Debemos buscar aún en otro sitio —vaciló un momento—, en el último dormitorio y sala de estar de Hitler, para saber si el camafeo o el puente se dejaron allí para que los utilizara el doble, pero quedaron olvidados con las prisas del entierro. Si no están ninguno de los dos, es señal de que Hitler escapó llevándoselos.

Oberstadt, examinando el enorme montículo, negó con la cabeza y dijo:

—Aunque eso pueda demostrar algo, ¿cómo llegamos allí abajo?

—Excavando directamente desde arriba —dijo Emily.

—Imposible —dijo Oberstadt—. ¿Sabes cuánto tendríamos que excavar? —Miró fijamente la cima del montículo—. Calculo que hay seis metros desde la cima hasta el nivel del suelo. Además, creo que me dijiste que los alojamientos de Hitler estaban a dieciocho metros bajo el nivel del suelo, y cubiertos con tres metros de cemento, sin contar con los obstáculos, en cinco días, que es cuando termina tu permiso. Aunque los rusos hayan aplastado el cemento, no podremos hacerlo con un pico y una pala.

—¿Qué te parece si utilizáis equipo pesado?

—Pensé en traer un tractor y una excavadora para acelerar la excavación de las zonas más extensas alrededor de los dos puntos que ya hemos trabajado. Cuando vinimos esta mañana pregunté al jefe de los oficiales de Alemania oriental sobre esta posibilidad. Dijo que absolutamente verboten. Prohibido.

Emily se mordió los labios, tenía la mirada fija en el implacable montículo.

—Tiene que haber alguna forma... —Chasqueó los dedos—. Ya sé. Supongamos que excaváis en la parte frontal, a nivel del suelo, dentro del nivel superior del búnker del Führer. Eso os ahorraría seis metros de excavación.

—Incluso así... —dijo Oberstadt frunciendo el entrecejo—. Si excavamos un túnel dentro del nivel superior, tendremos que reforzar todo el paso para que la tierra no se derrumbe encima nuestro. Y te imaginas que ya no existe el nivel superior, te imaginas que los soviéticos lo destruyeran con sus excavadoras? Necesitaríamos excavar más, durante más tiempo.

—Pero el nivel inferior, donde Hitler vivía, quizás esté intacto. Fue construido para resistirlo casi todo. ¿No hay alguna manera, utilizando el atajo que te propongo, de llegar hasta allí?

—No lo sé —dijo Oberstadt examinando el montículo—. Tal vez si pudiera doblar el tamaño de mi equipo diurno, y además disponer de un segundo turno que siguiera trabajando de noche, podríamos resolver cómo llegar al fondo.

—¿Qué puedo hacer para ello? —insistió Emily.

—Primero garantizarme fondos para aumentar mi equipo diurno y para contratar el turno de noche.

—Garantizados.

—Segundo, llamar a tu hombre en Berlín oriental y obtener permiso para que excavemos no sólo mañana y tarde, sino también por la noche.

—Te garantizaré el permiso. Pensaba llamarle de todos modos para que extendiera un pase al señor Foster. Podría ser útil. No te preocupes, te conseguiré el permiso para excavar la jornada completa.

—Finalmente, déjame ir a ver a mi hombre en Berlín occidental.

—¿Tu hombre en Berlín occidental?

Oberstadt sonrió y dijo:

—Mi padre, Leo Oberstadt, el fundador de nuestra empresa. Ahora está imposibilitado y retirado, pero es un experto en la construcción de búnkers y necesitaré su consejo.

—¿Qué quieres decir... con que es un experto?

—Supervisó la construcción de al menos media docena de búnkers nazis. Mi padre, Leo, tenía una pequeña empresa constructora en Berlín antes de que estallara la guerra. Fue detenido porque era medio judío. En su juventud era tan fornido como yo ahora, así que los nazis le obligaron a ser un trabajador esclavo junto con otros judíos. Luego supieron que Leo había sido ingeniero civil y constructor, y le ascendieron a capataz para que supervisara a sus compañeros, los trabajadores forzados. Antes de terminar la guerra lo mandaron a él y a su equipo de esclavos, a Dachau, Belsen, Buchenwald, pero mi padre se escapó y sobrevivió. Nadie en Alemania sabe más sobre búnkers que Leo Oberstadt. Así que quiero volver a hablar con él esta noche, revisar el diseño del búnker del Führer y luego que me diga cómo actuar.

—¿Y entonces seguirás adelante?

—En cuanto consigas el permiso para que trabaje un segundo turno. Consíguemelo, y te llevaré al hogar, dulce hogar de Adolf Hitler.

Aquella noche, en su cama, Emily y Foster intentaron hacer el amor. Era evidente que ninguno de los dos estaba de humor para ello, y al cabo de unos minutos renunciaron, y Foster se tumbó junto a Emily abrazándola.

Durante la cena habían celebrado el resultado de las llamadas telefónicas intercambiadas entre Emily y el profesor Blaubach: finalmente habían conseguido el permiso para excavar de noche. También intentaron celebrar una vez más su deseo del uno hacia el otro. Pero la pasión no apareció.

Foster preguntó agarrándola con fuerza:

—¿Qué te pasa, Emily? ¿Qué te preocupa?

—Ernst Vogel —dijo en voz muy baja—. Su cuerpo muerto yaciendo allí en el balancín. No puedo apartarlo de mi pensamiento. No puedo evitar sentirme responsable.

Foster acarició su mejilla.

—Tú no eres responsable. Siento que ocurriera y que tú lo vieras. Tal vez lo mejor que puedes hacer es dormir un poco.

9

Rex Foster no tuvo ningún problema en encontrar el camino a su destino una vez dentro del barrio de Weinmeister Höhe, de Berlín occidental. Pudo seguir las meticulosas indicaciones que le había señalado el conserje del Kempinski, consultando el plano de la ciudad extendido sobre el asiento del acompañante de su Audi alquilado. Unos cuantos giros más y llegó a una calle residencial llamada Gotenweg donde vivía el viejo Oberstadt.

Foster encontró la dirección de la casa que buscaba en el centro de una manzana, y aparcó delante. Vio que se trataba de un pequeño bungalow de estuco blanco y tejas. Estaba cercado por una valla de madera, desgastada por la intemperie, que protegía el modesto césped y dos pinos que sobresalían del porche. Aquélla era la residencia de Leo Oberstadt, antiguo trabajador esclavo de los nazis. El reloj del salpicadero del Audi indicó a Foster que llegaba a su cita con diez minutos de anticipación, así que se reclinó en el coche para fumarse tranquilamente una pipa y repasar los acontecimientos de la mañana.

Se había despertado esa mañana al sentir los movimientos y la suavidad del cuerpo de Emily contra su cuerpo. Notó los labios de Emily sobre su mejilla y luego sobre su boca, y la oyó susurrar:

—Rex, ¿estás despierto? Te he echado de menos. Eché de menos tenerte anoche. Parece que haya pasado un millón de años.

—Es que ha pasado un millón de años.

—Te amo, Rex.

La había cogido en sus brazos, abrazándola, cubriéndola de besos, deseando consumirla. Poco a poco los jadeos de Emily se habían convertido en un gemido ronco.

Habían hecho el amor, tierna, dulce, lentamente, hasta que el fuego se apoderó de ambos y creció en intensidad, devorándolos y consumiéndolos a los dos.

Había sido maravilloso, como una vuelta a la casa muy deseada, y Foster supo que acariciaría el recuerdo de aquella unión para siempre.

Cuando terminaron de hacer el amor, no le sorprendió que su piel y la de Emily estuvieran húmedas por el sudor del placer.

—Sí, estaría bien dormir —dijo bostezando.

Emily echó la manta sobre los dos, apagó la lámpara de la mesita y se tumbó de espaldas sobre la almohada. En la oscuridad podía adivinar el perfil de Foster, y volvió a estrecharse contra su cuerpo.

—Rex —dijo somnolienta—, esta noche tampoco tú estabas en forma. También te preocupa algo.

Medio dormido, le resumió su visita al comandante Elford en la prisión de Spandau. Luego le contó brevemente que había llevado el plano del búnker que faltaba a Rudi Zeidler.

Después de aquello, el callejón sin salida. Ziedler dijo que no había nadie en la tierra que pudiera identificar el séptimo búnker, excepto quizás uno de los trabajadores esclavos de Hitler que podía haber ayudado a construirlo. Pero probablemente los liquidaron a todos antes de que Alemania fuera conquistada. Si alguno sobrevivió, dijo Zeidler, dar con él podría ser como encontrar una aguja en un pajar.

Emily, casi dormida, tenía dificultad para hablar. Sentía la boca espesa, pero logró articular:

—¿Buscas a alguien que trabajara como obrero esclavo?

—Eso creo.

—Te he conseguido uno. El padre de Andrew Oberstadt. Obrero esclavo y todavía vivo. Pregúntamelo por la mañana. Pregúntame por Leo Ober... no sé qué, por la mañana. Buenas noches, querido.

Luego la llevó de la cama al baño. Abrió la ducha, esperó que el agua saliera caliente y la dejó bajo el chorro. Se enjabonaron detenidamente uno al otro y cuando el agua se hubo llevado la espuma, se pusieron sobre la alfombrilla de baño y se secaron cuidadosamente.

Foster la dejó vistiéndose y fue al dormitorio a llamar al servicio de restaurante. Al poco rato desayunaban juntos. Cuando hubieron terminado, el teléfono empezó a sonar. Emily descolgó, y resultó que el interlocutor era Andrew Oberstadt. Emily le tranquilizó diciéndole que había conseguido el permiso para excavar de noche. Luego, con los ojos fijos en Foster, Emily preguntó una vez más por el padre de Oberstadt y su papel como capataz de los trabajadores esclavos. Después de haberlo confirmado, Emily habló del interés de Rex por conocer al viejo Oberstadt. Quince minutos después, Andrew Oberstadt volvió a llamar, y Emily anunció satisfecha a Foster:

—Ya tienes una cita con Leo Oberstadt, Rex, esta mañana a las diez y media.

El reloj del salpicadero indicaba a Foster que ya eran las diez y media, la hora de ir a ver a Leo Oberstadt. Salió del coche, alzó el pestillo de la verja, anduvo el estrecho camino hasta la puerta y pulsó el timbre.

Segundos después, una mujer gorda con un caftán floreado, un rostro amable, un tenue bigote y la barbilla hendida ocupó el umbral de la puerta. Foster se identificó y la mujer le hizo pasar en seguida.

Oyó una voz quejumbrosa y chillona que gritaba desde la habitación vecina.

—Hilda, ¿quién es?

—Su visitante americano, Herr Oberstadt —respondió Hilda. —Hazle pasar, hazle pasar.

Hilda condujo a Foster a una sala de estar mohosa y anticuada. Había tapetes por todas partes, y el televisor estaba altísimo. Foster fue incapaz de localizar a Leo Oberstadt hasta que no le vio agitar un bastón, y ordenar a Hilda que apagase la televisión y les sirviese una cerveza fresca a cada uno. Su anfitrión estaba apoyado en la punta de un sofá, con unas muletas metálicas junto a él. Le habían dicho que se iba a encontrar con un inválido y había imaginado a alguien arruinado y marchito. En realidad, el viejo Oberstadt era un hombre de poderosa constitución, que probablemente fue musculoso, pero con las piernas inmovilizadas.

—¿Es usted el arquitecto americano Foster? —chirrió la voz de Oberstadt como si fuera una acusación.

—Yo soy, señor, y estoy realmente agradecido de que pudiera recibirme.

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