El Séptimo Secreto (18 page)

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Authors: Irving Wallace

Emily, arreglándose por encima el cabello, dijo débilmente:

—He estado trabajando hasta ahora... —Luego, lo más erguida posible, le siguió a través de una pequeña pista de baile hasta su mesa.

Foster le indicó la silla vacía junto a la suya, y antes de que Emily pudiera sentarse le presentó a la imponente rubia.

—Señorita Ashcroft... La señorita Tovah Levine de Israel. Nos acabamos de conocer, y los dos estamos esperándola.

Emily, aliviada, pudo responder a la presentación con una sonrisa. Foster, sentándose de nuevo, llamó al camarero.

—¿Qué puedo pedir para usted, señorita Ashcroft?

Ella quería tomar lo que él estuviera tomando, para darle a entender que eran como uno solo. Pero luego sintió que debía demostrar independencia y afirmarse a sí misma. Al fin y al cabo, él había venido desde tan lejos para verla.

—Whisky con soda —pidió—, sin hielo.

Decidió que lo mejor era tomar la iniciativa.

—¿Y usted ha venido hasta aquí —preguntó a Foster— para verme? —Luego se dio cuenta de que debía también recordar la presencia de la joven rubia—. Y según parece usted también, señorita Levine.

—No es preciso que me atienda a mí —dijo Tovah con rapidez—. Puedo esperar mi turno. Rex estaba aquí primero.

—Gracias, Tovah —dijo Foster con un gesto agradecido. Miró de nuevo a Emily—. Sí, señorita Ashcroft, he venido a Berlín sobre todo para verla.

—No puedo imaginar por qué.

—Se lo explicaré —dijo—. Para empezar, soy arquitecto.

—¿Arquitecto?

Nunca había conocido a ninguno. Por su aspecto lo había tomado por el hijo indolente de un banquero rico. Parecía tan relajado, tan cómodo consigo mismo y lleno de confianza. No, se corrigió a sí misma, indolente, no. No había indolencia en la seguridad e intensidad de sus gestos. Había, adivinó Emily, una fuerza contenida.

—¿Y qué, qué hace usted como arquitecto? —preguntó Emily tontamente, por decir algo.

Foster contestó con seriedad:

—Intento hacer cosas bonitas.

Por un momento, Emily se preguntó si aquello tenía un doble sentido intencional o era una observación ingeniosa. Le hubiera encantado saberlo.

—¿Edificios, supongo?

—Edificios, claro. Trabajo mucho en ello porque la creatividad es un placer para mí. Me gusta ver que las cosas crecen bajo mis dedos.

Sus dedos. Emily se fijó en ellos por primera vez. Eran finos y largos. Se preguntó qué tacto tendrían.

—¿Y le ha ido bien?

—Más o menos —dijo Foster—, pero tampoco eso basta. En América, no sólo son los profesores quienes deben publicar o morir. Estoy haciendo lo mismo que creo que ha estado usted haciendo, señorita Ashcroft, aunque no me atrevería a comparar la importancia del libro que proyecto con el suyo. Estoy preparando un libro llamado Arquitectura del Milenario Tercer Reich, sobre lo que Hitler construyó en Alemania, y lo que planeaba construir si hubiera ganado la guerra. Así que ahí es donde coinciden nuestros intereses. En Adolf Hitler.

—Ya veo.

—Francamente, he venido a Berlín, igual que usted, a terminar mi investigación y concluir mi libro. Me temo que tendré dificultades de conseguirlo sin su ayuda.

A Emily le fascinaban sus ojos y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por él.

—¿Cómo puedo ayudarle, señor Foster?

—Pues bien, allá va. Mi libro ilustrado tiene todavía una sección incompleta. Faltan algunos planos que yo había esperado localizar a través de la familia del principal arquitecto de Hitler, Albert Speer, pero voy a tenerlos que buscar en alguna otra parte. Estaba enterado de la biografía de su padre y pensé que si alguien podía saber quiénes eran los ayudantes o socios de Speer era su padre. Había limitado mi propia búsqueda de los escurridizos planos a uno de los diez socios a los que Speer pudo haberlos encargado, pero no tenía ni idea de dónde encontrarlo. Me pareció que probablemente su padre sabría quién era. Así que le escribí preguntándole si podía ir a verle a Oxford. Fue muy amable conmigo y me citó para la semana siguiente. Pero entonces —Foster se detuvo—, leí lo del accidente. —Foster miró fijamente a Emily—. No sabe, señorita Ashcroft, cómo lo siento. No por mí, desde luego. Por usted.

—Gracias. Continúe, por favor.

—Hace dos días, al enterarme del accidente de su padre en la prensa, supe que usted había colaborado con él, así que me decidí a encontrarla.

Emily se sintió momentáneamente desconcertada.

—¿Pero cómo me encontró aquí?

—Telefoneé a su casa de Oxford esperando poder hablar con usted. Había pensado viajar a Londres para verla. Su secretaria contestó al teléfono, y después de haber hablado un rato me confesó que usted se había marchado a Berlín occidental y que se alojaba en el Kempinski.

Emily frunció el entrecejo.

—Le hice prometer a Pamela que no le diría a nadie dónde estaba.

—Lo siento, pero conseguí sacárselo —dijo Foster disculpándola—. Le recordé que el doctor Ashcroft me había dado ya una cita, y que seguramente su hija no tendría inconveniente alguno en verme. En vista de esto, su secretaria consideró que no había problema en decirme dónde encontrarla. Espero que esto no la trastorne.

—Veo que tiene usted una gran experiencia en convencer a secretarias —dijo Emily sonriendo— . En cualquier caso, aquí está.

—Llegué al Kempinski esperando encontrarla para fijar una cita conveniente. Pero usted había salido. Así que decidí esperar. Mientras tanto —Foster señaló con un gesto a Tovah Levine—, en el mismo momento en que le preguntaba al recepcionista por usted, la señorita Levine se acercó al mostrador y me oyó por casualidad. Resultó que ella también había venido al Kempinski a verla. Así que decidimos esperarla juntos.

Emily, intrigada, dirigió su atención a la hermosa rubia.

—Y usted, señorita Levine, ¿por qué quería verme?

Tovah Levine, que había estado escuchando y bebiendo, dejó su vaso sobre la mesa.

—En realidad, y para serle sincera, señorita Ashcroft, soy periodista. Hace poco me enviaron a Berlín occidental a escribir una serie de artículos para el Jerusalem Post. Cuando supe que usted venía hacia aquí, pensé que podría ser un tema excelente. Hitler todavía vende periódicos. Es lamentable, pero es así.

Emily parpadeó y preguntó:

—Y cómo supo que estaba en el Kempinski?

—Muy fácil —dijo Tovah Levine—. Cuando llegué pasé por el club de prensa de los corresponsales extranjeros en Berlín. Tienen una lista con todas y cada una de las celebridades que llegan a Berlín. El club está en contacto con todos los hoteles de la ciudad, con los conserjes, los ayudantes de dirección, los recepcionistas, que los informan de los nombres de las celebridades extranjeras que se inscriben cada día. Así que pensé en acercarme a ver si podía conseguir un reportaje.

—Bueno, yo no soy ninguna celebridad —dijo Emily—, y desde luego no puedo proporcionarle ningún reportaje. Créame, señorita Levine, y usted también, señor Foster, quiero mantener en secreto mis asuntos en esta ciudad. Si se corre la voz de que estoy trabajando aquí podría ser peligroso, en el peor de los casos para mí, o al menos para mi proyecto.

—Punto en boca, se lo prometo —dijo Foster levantando su mano derecha.

—Bien, de acuerdo —dijo Emily—. Y en cuanto a ayudarle en su libro de arquitectura, espero poder proporcionarle lo que busca. ¿Cuándo le parece que nos volvamos a ver?

—Esta noche —dijo Foster—. Antes de que llegara usted al bar, había invitado a Tovah a acompañarme a cenar en un restaurante del barrio. Me encantaría que también fuese usted mi invitada.

Emily recreó su mirada en él. Era tan condenadamente atractivo, tan irresistible en todo. Quería conocerle mejor, y pronto. Si Blaubach conseguía su solicitud, probablemente estaría muy ocupada.

—¿Por qué no? —dijo a Foster—. Iba a comer en mi habitación. Desde luego su propuesta es mejor. Se lo agradezco.

—Perfecto —dijo Foster lleno de entusiasmo.

Emily dudó un momento, su mirada se detuvo en la rubia periodista.

—Sólo puedo acompañarlos si la señorita Levine me promete que todo lo que hablemos será estrictamente confidencial y que no lo divulgará.

—Lo prometo todo —aceptó Tovah Levine, levantando también su mano derecha en un solemne juramento— porque estoy fascinada, y porque me muero de hambre.

Emily dijo riendo:

—Una vez claras las reglas del juego, adelante. —Miró su reloj de pulsera—. Son casi las siete. Necesito una hora para hacer varias llamadas, bañarme y cambiarme. —Dirigió una ancha sonrisa a Foster—. ¿En el vestíbulo a las ocho?

Foster enderezó su delgada figura.

—Estaré cinco minutos antes de las ocho abajo, vigilando el ascensor, señorita Ashcroft.

—Llámame Emily —dijo levantándose.

—Pues a mí Rex —respondió con una sonrisa—. Estaré esperándote.

El restaurante Berliner Gasthaus estaba en Schlüterstrasse, a cinco manzanas del hotel Kempinski, y los tres se instalaron en una mesa al fondo del local. Foster había reservado mesa en aquel lujoso restaurante porque, a pesar de que anunciaba espectáculos de cabaret estilo años veinte incluyendo números de travestismo, en su visita anterior descubrió que se podía cenar tranquilamente en la sala de atrás, muy separada de la pista de espectáculos.

Emily miraba a Foster a través de las velas que titilaban sobre la mesa, mientras él elegía del menú la cena para los tres. Oyó que pedía sopa de tomate, solomillos a la pimienta, ensaladas mixtas y vino tinto. Emily hubiera deseado estar a solas con él. Mientras sorbía lentamente el tercer whisky de la tarde se dijo a sí misma que no bebería más antes de la comida. Quería conservar su presencia de ánimo y conocer todo lo posible sobre Foster.

Después del agitado día en Berlín oriental y del encuentro fortuito con Foster, se había sentido al límite de sus fuerzas, con los nervios de punta. En su suite, antes de la cena, había estado ocupada al teléfono. Primero había llamado a Oxford, y había dado instrucciones a Pamela Taylor para que fotocopiara su archivo sobre la carrera artística de Hitler para Nicholas Kirvov, y el archivo de arquitectura del Tercer Reich para Kirvov y Foster, y que intentara mandarlo hacia Berlín en el correo de aquella misma noche.

Después de esto, Emily había telefoneado al excavador que su padre pensaba emplear en el búnker del Führer. Había encontrado el nombre de la empresa constructora Oberstadt, entre los papeles de su padre. Habló con Andrew Oberstadt, quien recordaba bien el acuerdo al que llegó con su padre. «Habría sido una excavación fascinante, y la estábamos esperando —había dicho Andrew Oberstadt—. Sentí mucho lo que le sucedió a su padre, y lamenté también perder la oportunidad de seguir adelante.» Emily le había dicho que quizá la oportunidad seguía existiendo. Todo dependía de obtener permiso del gobierno de Berlín oriental. «En caso de obtener el permiso, podría ser a corto plazo. ¿Tendría usted un equipo inmediatamente disponible?» Andrew Oberstadt le había confirmado que sí, que para una empresa como ésa procuraría tener un equipo bien preparado, disponible en seguida, y que él mismo supervisaría la excavación.

Emily se sintió más aliviada entonces, pero se dio cuenta del poco tiempo que le quedaba antes de encontrarse con Rex Foster y Tovah Levine en el vestíbulo, así que sustituyó un relajante baño de espuma por una ducha rápida. Cuando estuvo lista para vestirse echó mano automáticamente de uno de sus trajes sastre, y luego dudó. Lo último que deseaba parecer era una remilgada académica. Se había sentido mujer, y por primera vez desde el funeral había experimentado una sensación palpitante de vida. En vez de ponerse el traje, buscó en el armario una blusa, una blusa de batista blanca que se abotonaba hasta el cuello, luego se puso una falda azul marino corta y una chaqueta rosa de Eton. El conjunto era mejor que un traje, le daba una elegancia más femenina, pero aun así no conseguía dar el aspecto que deseaba. Se había desabrochado el botón superior de la blusa y luego había probado a desabrocharse el segundo, y finalmente, con más intrepidez, también el tercero. Al mover los brazos vio que enseñaba un poco el escote.

Emily lo había conseguido. Su aspecto era recatado y natural, pero lo bastante sexi para que Rex Foster, al verla, detuviera un momento la mirada en el tercer botón abierto y en la ligera protuberancia de sus pechos y la felicitara. Emily lanzó una mirada de soslayo a Tovah y vio que la chica israelí estaba imponente, con un vestido fucsia de punto de seda, que no disimulaba ninguna de las curvas de su cuerpo bien dotado. Pero a Emily no le importó, porque Foster sólo parecía tener ojos para ella.

Ahora, junto a él, en el Berliner Gasthaus, Emily decidió hablar más en serio de sus asuntos profesionales y así acercarse más a Foster.

—Rex —comenzó diciendo—, querría saber qué estás buscando realmente. Me gustaría ayudarte en todo lo que pueda. ¿Cuál es exactamente el problema de tu libro?

—¿No te importa hablar ahora del trabajo? Muy bien. Dije antes que Albert Speer empleó a unos cuantos socios arquitectos. A diez, para ser exactos. He localizado ya la mayoría de sus edificios, y sus planos estaban en los archivos de Speer. Pero falta un arquitecto, el que se dedicó a construir escondites por toda Alemania para que los utilizara Hitler cuando viajaba durante la guerra.

Creo que sé a qué escondites te refieres —dijo Emily. Lanzó una mirada a Tovah para incluirla en la conversación—. Hitler prefería vivir en el profundo subsuelo mientras la guerra se recrudecía en la superficie. Speer encargó a uno de sus socios más competentes, un joven llamado Rudi Zeidler, que diseñara y construyera esos refugios antiaéreos y búnkers en toda Alemania.

—Rudi Zeidler —repitió Foster—. Quizá sea él el arquitecto cuyos planos busco.

—Zeidler fue quien diseñó un refugio subterráneo en la ladera de una colina, bajo un bosque, en Ziegenberg, cerca de Bad Nauheim. Había otro cuartel general subterráneo parecido en Friedberg. —Se volvió hacia Foster del todo y preguntó—: ¿Tienes alguna información sobre ellos?

—No, Emily. Los desconocía totalmente.

—Zeidler diseñó también el propio búnker del Führer donde Hitler y Eva Braun pasaron los últimos días de la guerra —prosiguió Emily—. El búnker del Führer estaba a gran profundidad. Tenía dos niveles, y Hitler y Eva poseían una suite privada, con seis habitaciones, abajo de todo. La cima de este búnker estaba cubierta con cuatro metros de cemento y dos de tierra. Teniendo en cuenta lo compacto que era, el búnker estaba brillantemente proyectado.

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