El Séptimo Secreto (15 page)

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Authors: Irving Wallace

—Pero tal vez la pieza que usted añadió al puente se fundió —sugirió Emily.

—No, no —dijo gesticulando con impaciencia el doctor Thiel—. Imposible. La grapa era de oro. Si se hubiera quemado, se habría fundido el puente entero. No. Estoy seguro de que el cadáver del hombre que los rusos identificaron como el de Hitler era el de un doble, con dentadura postiza recompuesta para que coincidiera con la de Hitler, pero en la que faltaba la grapa que yo añadí. Ahora bien, si el cuerpo incinerado fue el de un doble de Hitler, me quedaba una pregunta por responder. Si ése era un falso Hitler, ¿qué había sido del Hitler auténtico?

—¿Por eso propuso usted a mi padre que excavara de nuevo en el jardín del búnker del Führer?

—Yo le propuse que buscara una última vez dos elementos de prueba: otra mandíbula con otro puente dental, el que yo arreglé para Hitler, el auténtico. Si usted, Fräulein Ashcroft, lo encuentra, sabrá entonces que Hitler había muerto y que fue incinerado, como tantos afirman.

—Doctor Thiel, ésa es una sola cosa que buscar. Usted dijo que habían dos. ¿Cuál es la otra?

El doctor Thiel estaba revolviendo sus documentos. Sacó una hoja de papel y dijo:

—¿Ve esto?

Emily se acercó más. Era un tosco esbozo a pluma que parecía una especie de camafeo representando el rostro de un hombre.

—¿Qué es? —preguntó.

—La segunda prueba que usted debe buscar si le permiten excavar en el jardín. Es un camafeo que Hitler llevaba colgado de una cadena alrededor del cuello, en concreto sobre el pecho. Es posible que nadie, excepto Eva que dormía con él, supiese que lo llevaba. Yo acerté a verlo por casualidad. La última vez que operé la dentadura de Hitler, le sometí a anestesia general. Primero, para que se sintiera más cómodo, desabroché el botón superior de su camisa. Allí, contra su cuerpo, sobre su pecho, había este camafeo, sin duda un amuleto.

—¿Qué era esa cara del camafeo?

—¿Conoce usted la pintura al óleo que Hitler llevó siempre consigo allí donde viajara durante seis años, la misma que colgaba sobre su escritorio en el búnker hasta el mismo final y que entregó a su piloto privado Bauer para que la salvara y la guardara en lugar seguro antes de que llegaran los rusos? Pues ese camafeo era una reproducción del rostro representado en su óleo favorito.

—El rostro de Federico el Grande.

El alargado semblante del doctor Thiel ofreció una sonrisa de felicitación.

—El mismo. Se nos dijo que Hitler murió y fue incinerado totalmente vestido. De ser así, él habría seguido llevando aún ese camafeo bajo su camisa cuando fue enterrado. Nadie tuvo tiempo para mirarlo. Sin embargo, los soviéticos nunca lo encontraron, probablemente ni siquiera sabían su existencia. O sea que si lo que encontraron los soviéticos era realmente el cuerpo de Hitler, el camafeo debería estar aún allí perdido entre los escombros y la tierra. Si usted excava y puede encontrar el camafeo o el puente de oro en el que yo trabajé, habrá encontrado al auténtico Adolf Hitler y podrá confirmar que los soviéticos tenían razón al suponer que fue quemado y enterrado en el jardín. Pero si usted excava, hágalo más concienzudamente que nadie hasta ahora. Si sale con las manos vacías, es muy probable entonces que Hitler no muriera como anunciaron los soviéticos. Tendrá usted firmes pruebas de que Hitler sobrevivió a su puesto hasta el final y escapó.

Emily tenía sólo una duda.

—¿Y si Hitler se quitó su camafeo de Federico el Grande y colgó su cadena al cuello de su doble?

—No creo que lo pensase siquiera. Si escapó, lo hizo con el camafeo colgado todavía al cuello. Era su eterno amuleto de la buena suerte. Y si no es el camafeo, entonces está todavía el puente de oro que yo arreglé.

—Entonces, ¿usted cree que debería excavar? —preguntó Emily mirando fijamente al doctor Thiel.

Éste movió lentamente la cabeza en un gesto de asentimiento:

—Excave, Fräulein Ashcroft, excave en profundidad si quiere hallar la verdad. Y una vez tenga consigo la verdad, no se lo diga ni a un alma, hasta no estar lejos de Berlín y dispuesta a contarlo al mundo. Sí, Fräulein, excave y guarde silencio.

4

Así que allí estaba, sentada por fin en el asiento trasero de un Mercedes con aire acondicionado, junto a Peter Nitz, y dirigiéndose hacia el muro que dividía los dos mundos de Berlín oriental y occidental.

Emily Ashcroft se había levantado temprano, inspirada por su encuentro con el dentista de Hitler y decidida a resolver el misterio de los últimos días del Führer en su refugio.

Lo primero que hizo, después de pedir el desayuno, fue ponerse en contacto con una telefonista especial y llamar al profesor Otto Blaubach a su despacho oficial de Berlín oriental. Blaubach atendió a su llamada inmediatamente, y se comportó con ella como el modelo de la cordialidad. Sí, había recibido su carta, había esperado la llamada, y le gustaría mucho tener un encuentro con ella. Estaría encantado de volverla a ver en Berlín oriental. ¿Le iba bien a las dos en punto de esta tarde? Emily respondió que sí, que era una hora perfecta.

Después de desayunar recordó que sólo había visitado la zona oriental una vez, tres años atrás, cuando acompañó a su padre. Éste se había ocupado de todo, y el cruce fronterizo le había parecido sencillo. Ese mediodía estaría sola, iría por su cuenta. Su destino le parecía más extraño que nunca, y preferiría ir con un acompañante, con alguien que conociese Berlín oriental.

Cuando estaba a punto de llamar a recepción para que pidieran un coche con un chófer experto, pensó en otra persona. Llamó al Berliner Morgenpost y encontró a Peter Nitz en su despacho.

—Estoy buscando un guía —dijo Emily finalmente. Voy a cruzar a Berlín oriental y eso me pone un poco nerviosa. Ya sé que es una tontería, sin embargo.

—Tiene toda la razón —dijo Nitz—. Yo puedo ayudarla. Conozco a alguien de confianza. Es un chófer que trabaja por libre; se llama Irwin Plamp.

—¿Plamp?

—Quizá le parezca un nombre peculiar. Es como decir gordo en inglés, pero mal pronunciado. Va a Berlín oriental casi a diario. Mi periódico lo utiliza continuamente. Conduce un nuevo sedán Mercedes. ¿Para cuándo lo necesita?

—Para esta tarde. Tengo una cita a las dos en punto con el profesor Otto Blaubach, el viceministro, en su despacho oficial.

—Preguntaré a Plamp si está libre. Si no lo está se lo haré saber. Y de lo contrario, vendrá a recogerla a su hotel. Creo que debería estar lista a la una en punto.

—Perfecto.

—Supongo que intenta conseguir permiso para llevar a cabo una excavación en el jardín próximo al búnker del Führer.

—Exactamente.

—Señorita Ashcroft, ¿ha visto usted el búnker del Führer a partir de 1961, cuando fue cercado por el muro?

—Sí, lo he visto. Lo vi fugazmente hace tres años, y estoy bastante bien informada sobre Alemania oriental, gracias a las investigaciones de mi padre.

—Tal vez yo pueda suministrarle alguna información más antes de su cita con el profesor Blaubach. Sería para mí un placer servirla de guía en Berlín oriental.

—¿De verdad? Eso sería maravilloso, señor Nitz.

Y ahora estaban allí, en el asiento trasero del refrigerado Mercedes de Plamp, y habían decidido ya tutearse, mientras se acercaban a un gran obstáculo de cemento gris sucio situado a su izquierda.

Nitz ordenó al chófer que se detuviera.

—Die Mauer —dijo Nitz—, el Muro.

—Espantoso —exclamó Emily mirando la lúgubre barrera de cemento.

—Es difícil creer que fue construido de la noche a la mañana —dijo Nitz—. La Deutsche Demokratische Republik, el Gobierno de Alemania oriental, ha dicho repetidamente que lo construyó para proteger a su población de la invasión occidental. Tú y yo lo sabemos bien. En la docena de años previos a su construcción, un quinto de la población de Berlín este abandonó sus hogares y cruzó a Alemania occidental. De hecho, el último mes antes de construirse el Muro, unos ciento cuarenta mil alemanes orientales huyeron a Alemania occidental. En los años transcurridos desde entonces, setenta y dos berlineses del este murieron cuando intentaban escalar el Muro para penetrar en Alemania occidental. La muralla entera que divide las dos Alemanias tiene unos ciento veinte kilómetros, o para ti setenta y cinco millas, más del ochenta y cinco por ciento son de cemento sólido, el resto está compuesto de vallas de alambre. El Muro entre Berlín este y oeste tiene unos cuarenta y seis kilómetros. Su altura es de tres metros y medio. Aquí lo tenemos...

Emily vio que habían girado y que avanzaban paralelamente al Muro. Volvió a contemplar lo que había visto en su visita anterior. El Muro estaba lleno de pintadas, políticas y artísticas, trazadas con brocha o esprays, ocupando casi cada palmo de superficie disponible. Estaba coronado, en toda su longitud, por una especie de tubo de cemento.

—Más allá del Muro, como ya has visto, sobre el lado de Alemania oriental —dijo Nitz—, hay aún una zona militar delimitada, llena de alambre espinoso y cruces antitanques firmemente sujetas al suelo. En esta zona, denominada Zona Fronteriza de Seguridad, hay garitas de vigía elevadas a cada tramo, todas ellas ocupadas por tres soldados de Alemania oriental que llevan metralletas o que observan con los prismáticos. Dentro de la zona se encuentra lo que quedó del búnker del Führer. No hay mucho que ver, como ya sabes.

Emily observó que reducían la velocidad a medida que se acercaban a un solar vacío con rastrojos, donde se concentraba una aglomeración de autobuses turísticos y de vehículos pequeños, con un mercadillo, un bar y una tienda de souvenirs con expositores giratorios de postales, diapositivas en color y mapas para la venta exterior. En el extremo derecho, a sólo una docena de metros del Muro, había una caseta de observación con una plataforma encima, atiborrada de turistas que miraban con curiosidad al otro lado del Muro y dentro de la Zona de Seguridad de Berlín oriental.

—Aparcaremos aquí, en la vieja Potsdamer Platz, si te parece —dijo Nitz—. Pensé que te gustaría echar otra ojeada al búnker del Führer desde la plataforma.

—Desde luego —asintió Emily—. Ya te dije que la última vez lo vi brevemente. Pero ahora que el búnker del Führer es mi destino final... bueno, vamos a ver.

Salieron del Mercedes y Emily siguió a Nitz hasta el pie de las dos escaleras exteriores de madera y tubos que ascendían sobre el Muro, y juntos subieron unos cuantos escalones hasta la plataforma de observación. Tuvieron que abrirse paso entre una media docena de turistas para llegar a la barandilla del extremo de la plataforma. De nuevo, Emily se asomó sobre aquella tierra de nadie.

En el extremo derecho había una torre de vigía con soldados y una motocicleta de color marrón, con un sidecar ocupado que se dirigía hacia ella para descargar a varios guardias de relevo, vestidos con uniforme verde oscuro. Había calles inutilizadas por barreras con feas cruces metálicas de púas, y en la distancia una valla baja y una puerta por donde pasaban los soldados de Berlín oriental.

Nitz estaba señalando hacia adelante:

—El búnker del Führer —anunció. —Emily forzó la vista.

Nitz le dirigió la mirada:

—Ahí, ¿recuerdas? Este túmulo de tierra, una especie de montículo de unos seis metros de altura, a la izquierda del estrecho camino que utilizan los guardias, a unos trescientos cincuenta metros de donde estamos nosotros.

—Sí, ahora lo veo.

—En 1947 los rusos lo nivelaron con máquinas, pero no del todo —dijo Nitz—. Al parecer se limitaron a cubrirlo, porque una vez un alemán oriental que manejaba bien la pala intentó cavar en el búnker. Creía que podría abrir un túnel para que los refugiados de Alemania oriental pudieran escapar. El alemán fue detenido, pero descubrió que algunas de las viejas habitaciones de Hitler estaban intactas bajo ese montón de escombros. De todos modos, el jardín de la Cancillería, lo que tú quieres excavar, estaba a este lado del montículo de escombros. ¿Qué te parece?

—Parece difícil —dijo Emily mirando hipnotizada el montículo—, pero se puede hacer. Primero tengo que conseguir el permiso para seguir adelante.

—De acuerdo, entonces seguiremos adelante —dijo Nitz, cogiéndola por el codo.

Cuando hubieron abandonado el puesto de observación y estaban otra vez en el asiento trasero del Mercedes, el chófer Plamp giró su gordinflón cuerpo desde detrás del volante y los miró interrogativamente a través de sus gafas de sol de cristales marrones.

—¿Y ahora al punto de control Charlie?

—Punto de control Charlie, claro —dijo Emily.

Nitz no volvió a hablar hasta que no llegaron a Friedrichstrasse:

—En realidad hay otros seis puntos para entrar en Berlín oriental. Pero éste, el punto de control Charlie, es el más importante para los alemanes.

Pasaron cerca de un letrero que rezaba: «ESTÁ USTED ABANDONANDO EL SECTOR AMERICANO.» En los dos cobertizos metálicos próximos a él había tres soldados. Nitz los identificó como miembros de la Policía Militar de los ejércitos británico, francés y norteamericano. Los PM no les prestaron atención, y Plamp siguió adelante, frenando frente a una barrera con una señal de STOP.

Un soldado uniformado de Alemania oriental, corpulento y severo, se acercó al asiento del conductor. Plamp le mostró sus pasaportes. El soldado levantó la barrera y Plamp avanzó. Desde la sala de control acristalada que coronaba una torre de cemento amarillo desteñido otros dos soldados de Alemania oriental los estaban observando. Emily vio que en el punto de control había tres caminos parcialmente adoquinados y Plamp se metió por el de en medio, luego aparcó, bajó del Mercedes y se dirigió hacia el primero de los tres cobertizos amarillos de la calle de su derecha.

—Esto llevará unos quince minutos —dijo Nitz volviéndose hacia Emily—. Ya sabes, lo de siempre. Plamp les enseñará nuestros pasaportes, comprará setenta y cinco marcos alemanes para los tres, y finalmente entregará al control de aduanas los formularios que rellenamos. Seguro que te acuerdas.

—Sí, me acuerdo —asintió Emily.

En menos de quince minutos, Plamp regresó y se instaló detrás del volante. Dos guardias de Alemania oriental se hicieron instantáneamente visibles, uno a cada lado del Mercedes. Uno abrió la puerta para inspeccionar el interior del vehículo, hurgando en el salpicadero, en los bolsillos laterales de las puertas y debajo de los asientos. Emily miraba al segundo guardia, que se había quedado fuera, y levantaba el capó del coche, lo bajaba, daba una vuelta al Mercedes para alzar la puerta del portaequipajes, luego agarraba un palo de escoba con un espejo unido a un extremo y lo deslizaba por debajo del coche.

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