El Séptimo Secreto (12 page)

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Authors: Irving Wallace

—¿Otro libro sobre Hitler? —le preguntó Vogel cuando se hubieron sentado—. Se han escrito tantos. El tema se ha convertido ya en una industria.

—Es cierto —dijo Emily tranquilamente—, pero la mayoría de ellos se escribieron en los años cuarenta y a principios de los cincuenta cuando no era posible entrevistar a algunos de los miembros del círculo íntimo de Hitler. Usted seguramente recuerda que los llevaron a la Unión Soviética para interrogarlos y confinarlos. Los soviéticos no permitieron que los visitara nadie de fuera. Sólo estuvieron disponibles cuando los fueron liberando poco a poco y les permitieron regresar a Alemania. Mi padre pensó que había llegado el momento de escribir una biografía de Hitler más completa y actualizada.

—Eso creo yo —dijo Vogel.

Emily se puso la cartera sobre las rodillas y sacó una de sus listas prendidas con un clip.

—Estas son las personas a las que entrevistó mi padre —alargó la lista a Vogel—. No encontré su nombre en ella.

Vogel recorrió con la mirada la lista de nombres, y devolviendo las hojas preguntó:

—¿Cuándo entrevistó su padre a estas personas?

—Comenzó hace diez años. Él y yo empezamos a escribir la biografía hace cinco años. Pero mi padre murió recientemente, así que yo estoy terminando sola la obra.

Vogel se inclinó hacia adelante para oírla mejor.

—Hace diez años, hace cinco años, yo no concedía entrevistas. Su padre probablemente me escribió y yo no contesté. Por entonces tenía la intención de escribir yo mis propias experiencias. O sea que no le iba a contar mi historia a nadie. Al final me di cuenta de que, a pesar de todas mis notas, no soy un escritor. Soy un lector y un librero. Pero yo quería que la historia se contase, por lo que empecé a recibir a periodistas. Este joven del Morgenpost... —trató de recordar el nombre.

—Peter Nitz.

—Sí, Nitz, él fue uno de los primeros con quien hablé hace algunos años. ¿O sea que está escribiendo un libro sobre Hitler? Nunca me han entrevistado para un libro. Supongo que también se publicará en alemán y recibiré algún ejemplar.

Indicó con la mano el comedor situado a sus espaldas. Las paredes estaban revestidas con estanterías llenas de libros y por el suelo había esparcidas cajas de embalaje por abrir.

—Algunos son libros populares, de publicación reciente, pero mi negocio principal es el envío postal de libros viejos, libros raros. Heredé el negocio de mis padres. Ellos murieron en un bombardeo aéreo norteamericano en Berlín mientras yo estaba en el ejército. Los libros son mi vida, pero también tengo una afición, la caza. Soy un buen tirador. Siempre he disparado con puntería, desde que llevaba pantalones cortos. Por eso me fue bien en las SS. «Y por eso llegó a guardia de la SS en el búnker del Führer —pensó Emily—. Los nazis no sólo querían gigantes, sino también tiradores expertos.»

—¿Podemos hablar de Hitler? —preguntó Emily.

—De Hitler tengo que decir lo siguiente. Fue, a su manera, un gran hombre, no hay duda. Yo sólo tenía dos cosas contra él. No estaba de acuerdo con su antisemitismo. Algunos de los mejores clientes de mis padres eran judíos. Siempre fueron personas amables y honradas. Lo que también tenía contra Hitler era su pretensión de conquistar Rusia. Hitler junto con todas sus fuerzas de tierra y aire no podían conquistar Rusia. Ése fue el comienzo de la caída de Hitler. Pero antes de eso, era un gran hombre. ¿O sea que usted quiere saber más cosas sobre su muerte?

—Sobre el último día o los últimos días de su vida. Tengo bastante material sobre lo que sucedió en el búnker. Pero las informaciones sobre su muerte son muy contradictorias.

—Cada uno ve lo que quiere ver —dijo Vogel—. Yo sólo puedo decirle concretamente lo que vi y oí.

—Eso es exactamente lo que quiero.

Vogel se meció con suavidad en el balancín mientras se ajustaba el audífono.

—Perdone, ¿qué ha dicho?

—He dicho que todo lo que usted esté dispuesto a decirme es lo que yo quiero saber —dijo Emily más lentamente y con mayor claridad.

Volvió a guardar la lista en su cartera y sacó un cuaderno amarillo y una pluma.

Vogel estaba jugando de nuevo con su audífono.

—Este defecto me viene del último día, cuando más intenso era el bombardeo soviético sobre nuestra Cancillería. Hubo una explosión y la conmoción que produjo me tiró al suelo, creo que cerca había un camión Katyusha lanzando cohetes. Después, durante varios días, sentí un silbido constante en los oídos, hasta que pude visitar a un médico. —Satisfecho con el ajuste de su audífono, miró a Emily de frente—. Hitler sabía que era el final cinco días antes de que llegara. Sabíamos que los rusos habían rodeado Berlín y estaban empezando a penetrar en sus perímetros. Fue entonces cuando dijo a Linge, Heinz Linge, el coronel de las SS, ayuda de cámara y jefe de su cuerpo de guardia, que no estaba dispuesto a que le capturaran vivo. «Me pegaré un tiro. Cuando lo haya hecho, lleva mi cuerpo al jardín de la Cancillería. Después de mi muerte, nadie debe verme ni reconocerme. Cuando me hayan incinerado, ve a mis habitaciones privadas del búnker, recoge todos mis papeles y quémalos también.» Hitler reafirmó su decisión a Otto Günsche, su ayudante de las SS y chófer. «Quiero que queméis mi cuerpo —dijo—. Después de mi muerte no quiero que me exhiban en un zoo ruso.»

Emily iba tomando notas. Vogel esperó. Ella levantó la mirada y preguntó:

—¿Así que éstas fueron sus palabras?

—Eso oí. Usted conoce casi todos los hechos del búnker, me ha dicho. Lo que quiere son detalles del último día.

—Bueno, de los últimos dos días.

—De acuerdo, pues. Empecemos con la tarde del 28 de abril de 1945. Hitler anunció que se iba a casar con Eva Braun, para legitimizar su larga historia de amor y corresponder a su lealtad, pues ella había prometido que iba a morir en el búnker con él. Entonces Josef Goebbels encontró un juez de paz, el mismo que los había casado a él y a Magda. Sacaron a este juez de un destacamento de Volkssturm que luchaba en la Friedrichstrasse. Se preparó el certificado de matrimonio y lo firmaron dos testigos, Goebbels y Martin Bormann. La ceremonia de la boda tuvo lugar después de medianoche, hacia las doce y media del 29 de abril. Hubo ocho invitados. Todos ellos lo celebraron luego con un pequeño banquete. Eva se emborrachó un poquito con champaña. Hitler también bebió, y trataba de compartir el ambiente de animación. Pero en un momento dado le oyeron murmurar: «Todo se ha acabado. La muerte será una liberación para mí. Todos me han traicionado y engañado.» Se refería a Göring y a Himmler, quienes, sin autoridad, habían intentado pactar la paz y salvar sus pescuezos, y a alguno de sus generales, que le había mentido.

Vogel miraba a Emily tomar notas.

Luego continuó. Por la fluidez de su narración, Emily se dio cuenta de que había relatado la misma historia muchas veces y que se sentía cómodo haciéndolo.

—En ese búnker subterráneo no había día ni noche —dijo Vogel—. Generalmente, Hitler trabajaba por la noche y dormía toda la mañana. Antes de la boda llamó a su secretaria favorita, Traudl Junge, y le dictó dos testamentos: uno corto en donde explicaba por qué se casaba con Eva Braun, y otro político, más largo, explicando las mismas tonterías sobre cómo la judería internacional le había impuesto la guerra. Esperó hasta que Frau Junge hubo mecanografiado su testamento personal de tres páginas y su testamento político de diez páginas, lo firmó e hizo testificar su firma, y luego se fue a dormir. Pero todo eso ya lo sabe usted, ¿no es cierto, Fräulein Ashcroft?

—En gran parte sí. Lo que vino después es lo más importante para mí. Espero que no omitirá usted nada, Herr Vogel.

Vogel siguió balanceándose, hacia adelante y hacia atrás.

—Aquella mañana, entre las cuatro treinta y las cinco treinta de la madrugada del 30 de abril, fue la única vez en que Hitler y Eva durmieron juntos como marido y mujer. A las once de la mañana del 30 de abril estaban ya despiertos. Al mediodía Hitler celebró su última conferencia de guerra, por pura rutina, sin ninguna utilidad. Luego mandó correos diplomáticos para que se llevaran sus testamentos fuera de Berlín. Después comenzó a prepararse para morir.

—Cuénteme cómo.

—Estaba preocupado por la eficacia del cianuro de potasio que Himmler le había dado en una ocasión. Se preguntaba si las cápsulas aún eran eficaces y si Himmler le había dado las buenas. Quería estar seguro.

—Fue entonces cuando Hitler probó una cápsula de cianuro con su perro.

—Ah, ya lo sabe —dijo Vogel.

Emily no podía decir si a Vogel le gustaba que lo supiese o le molestaba que se hubiese anticipado. En todo caso, decidió no volver a exhibir sus conocimientos, y dejó que Vogel lo contara, en la medida de lo posible, con sus propias palabras.

—Su perro, sí —continuó Vogel—. Hitler convocó a uno de sus cuatro doctores en el búnker, el doctor Werner Haase. Con gran repugnancia, Hitler dijo que quería saber si las cápsulas eran seguras y que había decidido probar una cápsula en su Blondi, su alsaciano favorito. El doctor Haase introdujo a la fuerza una cápsula en la boca del perro. Luego dio a Hitler el diagnóstico: «La muerte sobrevino casi instantáneamente.» Esto satisfizo a Hitler. Aquel día Hitler también se separó de su objeto favorito. Era una pintura ovalada de Federico el Grande que tenía colgada sobre su escritorio del búnker. Hitler siempre había adorado a Federico porque en 1762, casi al final de la guerra de los Siete años y a punto de sufrir la derrota en manos de rusos, sajones y austriacos, Federico había logrado sobrevivir milagrosamente cuando la alianza se deshizo a la muerte de la zarina. Hitler descolgó esta pintura de Federico y se la entregó a su piloto favorito, Hans Bauer. Le pidió que la guardara o la legara a algún museo. Cuando más tarde Bauer intentó escapar, sacó la pintura de su marco y la deslizó bajo su camisa. Pero los rusos lo atraparon y le internaron, y es de suponer que también al cuadro.

Vogel siguió recordando qué otras cosas de importancia habían sucedido después.

—A las nueve de aquella noche, domingo veintinueve, Hitler recibió una noticia de última hora transmitida por radio Estocolmo: los partisanos habían capturado a Mussolini en el norte de Italia y le habían ejecutado junto a su amante Clara Petacci. Es improbable que Hitler conociese la horrible continuación. En cualquier caso, no pareció interesarle. A medianoche supo que Berlín no podía seguirse defendiendo y que los soldados rusos llegarían a la Cancillería durante el día siguiente. A las dos treinta de la mañana Hitler quiso decir adiós a sus colaboradores más próximos. Veinte de ellos se alinearon en el corredor del búnker, y Hitler, con Bormann a su lado, recorrió la fila estrechando brevemente la mano de cada uno. Casi al romper el alba, Hitler se fue a dormir con Eva.

—¿Cuándo dijo que despertó?

—A las cinco y media de la madrugada del 30 de abril. Era su último día. Le comunicaron entonces que los rusos se acercaban a Tiergarten, que habían llegado a Potsdamer Platz, y que una avanzadilla soviética se encontraba a no más de una manzana de la Cancillería y del propio búnker.

—¿Y no estaba asustado?

—No, estaba muy tranquilo —dijo Vogel—. Quizás estaba catatónico. Sabía que había llegado el fin. Ordenó a Günsche que reuniera doscientos litros de gasolina o de petróleo...

—Da lo mismo —dijo Emily mientras seguía escribiendo.

Günsche telefoneó a Kempka, el chófer que se ocupaba de transportar suministros, y le pidió los doscientos litros. Kempka no podía imaginarse para qué se necesitaba tal cantidad. Dijo que no tenía a mano tantos litros y que sería arriesgado buscar más. Günsche le dijo que reuniera los que pudiera y que llevara los bidones llenos a la puerta del búnker del Führer que daba al jardín. Kempka consiguió finalmente ciento ochenta litros, había unos veinte litros en cada bidón, y pidió a tres robustos guardias de las SS que le ayudaran a llevarlos rodando hasta el jardín. Mientras sucedía esto, aproximadamente a las dos y media de la tarde, Hitler decidió tomar tranquilamente su último almuerzo. Dijo a sus dos secretarias favoritas, Frau Traudl Junge y Frau Gerda Christian, y a su tímida cocinera vegetariana, Fräulein Konstanze Manzialy, que le acompañaran. Eva Braun no estuvo con ellos. Tomaron espaguetis con salsa y una ensalada mixta. Mientras tanto, la artillería rusa lanzaba contra la zona una cortina de proyectiles tras otra. Un proyectil estalló cerca de la entrada del búnker, en donde yo estaba montando guardia, y su impacto me tiró al suelo. Estaba terriblemente asustado. Me arrastré escaleras abajo hasta el corredor para protegerme. Entonces fue cuando vi, con mis propios ojos, la segunda y última despedida de Hitler al fondo del pasillo. Acababa de salir de sus habitaciones privadas y Eva le seguía. Llevaba su habitual gorra de visera, una chaqueta de campo gris con la cruz de hierro prendida y pantalones y zapatos negros. Frau Hitler vestía un vestido de punto azul oscuro y sus zapatillas italianas de importación. Esta vez había doce hombres y cinco mujeres en el pasillo, según pude contar, todos alineados frente a las pinturas italianas que colgaban enmarcadas en la pared del pasillo. Hitler estrechaba flojamente las manos de todos. Eva estaba abrazando a las mujeres y dejaba que los hombres le besaran la mano. Luego, Hitler y Eva volvieron a sus habitaciones y los demás se dispersaron. En ese momento, Magda Goebbels irrumpió de sus alojamientos e intentó hablar con Hitler. Günsche le impidió el paso. Magda gritó algo como: «Tengo que verle. No puede suicidarse. Todavía hay tiempo para salir hacia Berchtesgaden.» Magda se mostró tan insistente que Günsche repitió su mensaje al Führer. Hitler murmuró: «Demasiado tarde, demasiado tarde para todo.» Linge se había acercado a Günsche, y Hitler le dijo: «Linge, viejo amigo, quiero que te unas al grupo de fuga y que escapes.» Linge preguntó: «¿Por qué, mi Führer?» Hitler respondió: «Para servir al hombre que me suceda.» Luego siguió diciendo a Linge: «Cierra la puerta. Espera en la antesala. A los diez minutos abre la puerta y entra.» Fue entonces cuando él y Eva se mataron.

—¿Pero nadie lo vio? —interrumpió Emily.

—¿Cómo podían haberlo visto si sus últimas instrucciones fueron que los dejaran solos? —respondió Vogel malhumorado.

—¿Y cómo supieron entonces que él y Eva se mataron?

—Porque al cabo de diez minutos abrieron la puerta y los encontraron muertos a los dos sobre el sofá de terciopelo azul y blanco.

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