El Séptimo Secreto (7 page)

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Authors: Irving Wallace

Foster continuó pasando las páginas.

—Ahora, permítame que le enseñe un ejemplo de algo grandioso que Hitler nunca tuvo la oportunidad de terminar. Éste es su plano de la Prachtallee, la avenida del Esplendor, en el centro de Germania, como pretendía rebautizar a Berlín. Hitler era un admirador de Georges Haussmann, que diseñó los grandes bulevares de París. Hitler quería superar a Haussmann. Había planeado que esta avenida del Esplendor fuera veinticuatro metros más ancha que los Champs Élysées y tres veces más larga, y debía conducir directamente al palacio del Führer. Para coronar el palacio, Speer sugirió un águila germánica en oro sosteniendo una esvástica con las garras. A Hitler le gustó, pero varios años después propuso que el águila dorada sostuviese en sus garras un globo terráqueo en lugar de la cruz gamada.

La periodista estaba señalando la maqueta de una gran sala interior:

—¿Qué es esto? —preguntó.

—El comedor de su palacio, con una capacidad para recibir a dos mil invitados a la vez.

—¡Dios mío! —murmuró Joan Sawyer.

—Y así todo, página tras página de proyectos no realizados nunca. Speer lo llamaba irónicamente su «arquitectura de papel». Ahora mire esto. Es la cita que quiero utilizar para terminar esta sección, y de hecho, mi libro. Es una cita impresionante extraída de los diarios secretos que Albert Speer escribió en la prisión de Spandau.

Joan Sawyer se inclinó más y leyó la cita en voz alta.

—«Albert Speer escribió: “Lo que nunca se construyó es también una parte de la historia de la arquitectura. Y es probable que el espíritu de una era, sus objetivos arquitectónicos concretos, pueda analizarse mejor a partir de estos proyectos no realizados que de los edificios que realmente se construyeron. Pues estos últimos quedaban a menudo distorsionados a causa de la escasez de fondos, la obstinación e inflexibilidad de quienes los encargaron o los prejuicios. El período de Hitler es también rico en arquitectura no construida. ¡Qué imagen tan diferente se tendría de él si algún día sacara del cajón de mi despacho todos los planos y las fotografías de las maquetas que se hicieron durante estos años!”»

Joan Sawyer se irguió y miró a Foster con más respeto que antes.

—Y eso es exactamente lo que usted ha hecho.

—Eso espero —dijo Foster. Repasó su carpeta—. Ese palacio de Hitler iba a ser inmenso, lleno de columnatas de dos pisos de altura con adornos en oro y bronce. Pero no se engañe por eso. Aunque a Hitler le gustaba que sus edificios intimidaran a sus visitantes, tanto por sus dimensiones como por su ostentación, él en realidad prefería, en el fondo de su corazón, construcciones severas, sencillas, característicamente germánicas, con pocos toques internacionales. Tal vez, después de ver sus maquetas, no se lo crea. Pero era así. Sin embargo, cuando tuvo el mundo en sus garras supongo que se dejó llevar.

Foster cerró la carpeta.

—Bien, ya ve de qué se trata.

—Realmente es tan fascinante como usted dijo —comentó Joan Sawyer con los ojos relucientes.

Foster esbozó una media sonrisa.

—Como contemplar una hilera de serpientes.

—¿Cuándo va a salir su libro?

—Cuando esté completo. Aún tengo que terminar algunas páginas más. Por eso espero viajar al extranjero esta semana para liquidarlo. El libro debería publicarse la primavera próxima.

—Le deseo suerte. —Joan Sawyer apagó su grabadora—. ¿Le importaría que volviese con un fotógrafo la próxima semana y que tomara algunas fotos de su libro? Usted no estará aquí, claro...

—Me llevaré este ejemplar conmigo. Pero mi secretaria tiene una copia. Puede verla a ella.

La periodista había ido a buscar su voluminoso bolso y estaba metiendo en él la grabadora.

—Serán unas ilustraciones maravillosas para mi reportaje. —Luego, como preocupada porque Foster pudiera cambiar de idea, añadió—: Y una buena publicidad para su libro.

Foster sonrió ligeramente.

—¿Por qué cree, si no, que le dedico todo este tiempo?

La chica le estrechó la mano dándole las gracias y se apresuró a salir de la habitación.

Foster se entretuvo unos minutos en su mesa de dibujo, abrió la carpeta y fue pasando páginas.

Lo que vio le volvió a gustar. Un buen trabajo. Pero había varias páginas en blanco al final. Correspondían a los siete planos que faltaban y cuya existencia conocía, sin que hubiera podido encontrarlos.

Esto le hizo pensar que el doctor Harrison Ashcroft le había prometido localizarlos. Luego recordó que el doctor Ashcroft había muerto.

Volvió a su escritorio para buscar el artículo de Los Angeles Times que había empezado a leer, pero que no pudo terminar por la interrupción de la periodista. Encontró la nota sobre el funeral del doctor Ashcroft y siguió leyendo en donde la había dejado. Lo sentía por el investigador, y por la oportunidad que había perdido de conocerle.

Llegó hasta la última línea de la noticia y se sintió reanimado de pronto. «La señorita Emily Ashcroft, la hija del difunto, ha estado colaborando con su padre en la realización del libro, y ha anunciado que terminaría sola la biografía de Hitler, según su editorial de Londres.»

Rex Foster sintió un nuevo hálito de esperanza. Sin duda su problema podría resolverse. Emily Ashcroft conocería las mismas fuentes que su padre. Podría decirle a Foster quién, de los diez socios arquitectos de Speer, podía tener los planos que faltaban.

Su primer impulso fue coger el teléfono inmediatamente, llamar a la señorita Ashcroft a Oxford, fijar una cita con ella, enterarse de a quién debía ver en Alemania occidental, y acabar de una vez por todas su obra. Antes de coger el teléfono, su mirada se posó en el reloj de la mesa. La última hora de la mañana en Los Ángeles correspondía en Oxford a media tarde. Una hora aceptable para telefonear. Dudó por un momento, pensando que el accidente quizás estaba demasiado próximo para importunarla. Luego recordó el plazo límite de su libro.

Foster llamó a Irene por el interfono y le pidió que telefoneara a casa del doctor Ashcroft en Oxford.

Al cabo de algunos minutos, Irene hablaba de nuevo por el interfono.

—Señor Foster, alguien ha contestado en el número de Ashcroft de Oxford, pero no es la señorita Emily Ashcroft. Al parecer no se encuentra en casa. Está al aparato una tal señorita Pamela Taylor...

—¿Quién es?

—Es la secretaria y está viviendo en la casa desde la muerte del doctor Ashcroft. ¿Quiere hablar con ella?

—Será lo mejor.

Foster se puso al teléfono.

—¿Señorita Taylor? Aquí Rex Foster, le hablo desde Los Ángeles. No sé si le suena mi nombre.

Una suave voz de acento británico le respondió vacilante:

—Pues..., no estoy segura.

—Mantuve recientemente correspondencia con el doctor Ashcroft. Soy el arquitecto que necesitaba una información sobre Adolf Hitler. El estaba de acuerdo en verme. De hecho, la semana que viene tenía una cita con él. Pero ahora... —titubeó levemente—. Acabo de enterarme de lo que le sucedió al doctor Ashcroft. No sabe cuánto lo siento.

—Es una terrible pérdida —manifestó Pamela Taylor—. ¿Señor Foster, dice que se llama? Recuerdo su nombre, y su cita...

—Bien, sólo deseaba saberlo. La señorita Emily Ashcroft estaba trabajando con su padre en la biografía...

—Oh, sí.

—...pues había pensado que quizás ella tendría la misma información que su padre, y que querría ayudarme igual que él. —Siguió en tono de disculpa—. Ya sé que es un poco pronto.

—Sin duda estará encantada de colaborar.

—¿Puede usted decirme a qué hora cree que regresará esta tarde? Pamela Taylor dijo en tono apesadumbrado:

—Me temo que no regresará esta tarde. Partió esta mañana de Londres hacia Berlín occidental.

—¿A Berlín occidental?

—Fue a terminar el proyecto en el que habían estado trabajando su padre y ella.

—¿Cuánto tiempo estará en Berlín?

—No lo sé. Su estancia es indefinida. Sería prudente decir que pasará allí al menos dos semanas.

—¿Puede decirme, señorita Taylor, dónde se hospeda en Berlín? Tal vez pueda visitarla allí.

Se hizo un breve silencio al otro lado del hilo. Luego Pamela Taylor habló:

—Se supone que es un secreto...

—Señorita Taylor —dijo Foster pacientemente—. Estoy seguro de que a ella no le importará. Al fin y al cabo, si su padre me dio una cita, estoy convencido de que ella también lo haría.

—Sí, tiene usted razón. Muy bien. Se hospeda en el hotel Bristol Kempinski de Berlín. A estas horas ya debe de estar inscrita.

—Gracias, señorita Taylor, se lo agradezco. Me pondré en contacto con la señorita Ashcroft. Y de nuevo, siento muchísimo lo del accidente. Espero conocerla un día de éstos.

Foster colgó el aparato, se levantó y salió de prisa a la recepción. Irene levantó la vista de la máquina de escribir.

— ¿Ha habido suerte?

—Sí, eso creo. Emily Ashcroft está en Berlín occidental. El lugar perfecto para verla y conseguir lo que necesito. Así que, Irene, empecemos a prepararnos. Resérvame plaza en el primer vuelo disponible mañana para Berlín. Si mañana es imposible, inténtalo para el día siguiente. Luego telefonea al hotel Bristol Kempinski de Berlín. Que me reserven una habitación, sencilla, doble, lo que tengan.

— La reserva... ¿para cuánto tiempo?

—¿Quién sabe? Diles una semana. Pero estaré el tiempo que necesite. De momento recemos porque Emily Ashcroft esté sana y salva. Es mi única esperanza.

Tovah Levine se había instalado en una pequeña habitación, moderna y con aire acondicionado, de la planta onceava del hotel Guaraní de Asunción, y estaba sentada ante el tocador leyendo La Tribuna y apurando las últimas gotas de su café matutino.

Se sentía muy refrescada después de la ducha y más tranquila, porque al cabo de cuatro agotadoras semanas en el campo paraguayo había regresado ya a la capital. Quería ponerse al día sobre lo sucedido en el mundo desde su partida. La palabra Hitler destacó sobre las demás letras de fondo en la página tercera, llamó su atención y la obligó a leer la breve noticia en español. Cualquier referencia a los nazis podía ser un material valioso para ella.

Sir Harrison Ashcroft, el famoso historiador de la Universidad de Oxford, fue enterrado ayer en un cementerio metodista de las afueras de Oxford. Ashcroft, coautor de una biografía sobre la vida de Adolf Hitler de pronta publicación, sufrió heridas mortales al ser atropellado la semana pasada en Berlín occidental, ciudad a la que había acudido para completar las investigaciones para su libro Herr Hitler. El autor del atropello se dio a la fuga.

Tovah pensó que el nombre de Ashcroft le recordaba vagamente alguna cosa. Quizás había leído uno de sus libros cuando estudiaba en la Universidad de Jerusalén. No estaba segura. En todo caso Tovah no estaba interesada en más libros sobre Hitler, y continuó leyendo el resto del periódico.

Tovah concluyó rápidamente el periódico, apuró su café y se apoyó cómodamente en el respaldo de la butaca para organizar sus pensamientos antes del almuerzo que tenía previsto con Ben Shertok, quien debía llegar de Buenos Aires para entrevistarse con ella. Tovah había hablado ya con Shertok en otra ocasión, al llegar a Suramérica un mes antes. Le había impresionado su carácter, su inteligencia, su importancia. Ocupaba un importante puesto en el servicio de inteligencia de Israel y era el jefe del Mossad para cuatro países de Suramérica. Ella sabía que aquel cargo era de importancia clave. Sólo los agentes del Mossad instalados en Berlín oriental que continuaban la búsqueda incesante de nazis, y los de Siria entregados a la caza de terroristas palestinos, tenían mayores responsabilidades y estaban mejor dotados de personal. Paraguay, Chile, Argentina y Brasil continuaban siendo objetivos de primera categoría, pues eran los refugios favoritos de muchos dirigentes destacados del Tercer Reich. Sin embargo Tovah tenía la sensación de que la zona estaba perdiendo importancia como terreno de caza. Los nazis más buscados tenían más de setenta u ochenta años, e iban muriendo uno tras otro. Pronto quedarían muy pocos que perseguir, detener y juzgar. Walter Rauff, el inventor de las cámaras de gas móviles, había conseguido eludir la justicia gracias a una muerte natural, pero de vez en cuando conseguían descubrir en esta región a personajes como Klaus Barbie, que luego fue extraditado y juzgado en Francia. El recuerdo de estos casos era un antídoto contra el desánimo.

Tovah había tomado un vuelo de la LATN desde Concepción a Asunción, y cubrió con un minibús los quince kilómetros que separaban el Aeropuerto General de Stroessner de Asunción. Estaba previsto que tomaría una habitación individual en el hotel Guaraní, que se encontraría con Shertok en el vestíbulo y que los dos irían a un restaurante para almorzar y para que ella le presentara su informe. Sin embargo cuando Tovah llegó a la recepción del Guaraní, donde había reservado habitación a nombre de Helga Ludwig (el nombre alemán que figuraba en su pasaporte, preferible en un país latino que acogía bien a los alemanes pero desconfiaba de los judíos), se encontró con un télex. Ben Shertok le pedía que almorzaran en la habitación de ella y conversaran allí. La idea le pareció más razonable, más indicado el sistema para mantener el secreto, y encargó el correspondiente servicio.

Miró la hora. Era todavía temprano, las once y diez. Shertok no llegaría hasta las dos. Esto le permitía disponer por lo menos de un margen de dos horas. Tovah no conocía muy bien la ciudad de Asunción. Había estado en la capital en dos ocasiones más: primero durante una semana, ocho años antes, cuando tenía diecinueve e intentaba perfeccionar su español realizando una gira de seis meses por Suramérica. Había regresado más tarde por dos días, poco antes de emprender sus nuevos viajes por Paraguay como agente del Mossad. Sentía un gran deseo de pasearse por el centro de la ciudad y visitarla con calma. Quizás aprovecharía la ocasión para comprar unos cuantos regalos, unas chucherías para sus padres y hermanos de Tel Aviv, con los que se reuniría dos días después.

Abrió la maleta para ponerse algo ligero, una blusa sin mangas, una falda de algodón y sandalias porque fuera hacía calor y la humedad estaba aumentando. Cuando hubo salido se fue andando al parque de la Independencia. Las palachas, los árboles de la plaza, estaban rosadas aquel día, y las avenidas, con sus filas de edificios coloniales españoles, adornadas con jacarandás y naranjos, tenían un aspecto encantador. Por todas partes se veían edificios modernos, altos y relucientes, y pequeñas casas encaladas, la mayoría tiendas, con tejados de tejas rojas. Tomó nota de algunos restaurantes nuevos, de algunos edificios oficiales recién restaurados y se detuvo para mirar los encajes que ofrecían algunas paradas. Compró algunos pañuelos para su madre y su tía favorita.

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