El Séptimo Secreto (6 page)

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Authors: Irving Wallace

—¿Después qué?

—Después qué... —repitió frunciendo el ceño cada vez más—. Fui piloto de helicóptero en una compañía de ingenieros del Cuerpo XXIV, a las órdenes del teniente general James W. Sutherland. Estuve en algunas acciones. Participé en algunas batallas en la provincia de Quang Tri, cerca de la frontera con Laos, junto a la artillería y a un batallón de MP. Tuvimos bastantes bajas. La artillería antiaérea derribó mi aparato, así que pasé más tiempo con mi fusil M16 que volando. Al final me alcanzó metralla en una pierna, y después de operarme me licenciaron. Eso fue a fines de 1971.

—¿Y cómo está ahora su pierna?

—Ningún problema. Corro ocho kilómetros tres veces por semana. Estoy en forma a mis treinta y seis años, bueno, casi treinta y siete. Después de la guerra anduve algo despistado, pero luego volví a la universidad aprovechando la matrícula especial para ex militares. Entré en la Universidad de California, en Berkeley. Allí empecé a interesarme por la arquitectura.

—¿Por qué la arquitectura precisamente?

—Bueno, mi padre era ingeniero... —se detuvo un momento, y pensó en lo que decía—. No, había algo más. Tuve un presentimiento. En la guerra me había dedicado durante un par de años a destruir. Y en ese momento necesitaba construir.

Foster vio que la periodista le miraba fijamente:

—¿Lo dice en serio?

—Claro que sí. La civilización funciona siempre así. A los hombres, después de cada orgía de destrucción, les toca siempre reconstruir, edificar, avanzar en una forma ordenada. En cierto modo, la guerra me hizo aficionarme a la arquitectura. En Berkeley había una Escuela de Arquitectura, la llamábamos El Arca. Me gustaba Berkeley y trabajé mucho. A los cuatro años me licencié en arquitectura.

—¿Abrió entonces su estudio?

—No tan pronto. Cada licenciado tiene que pasar dos años de aprendizaje. Yo estuve en una gran empresa de Laguna Beach. Después, cualquier candidato a arquitecto debe superar el examen del Estado. Una semana de exámenes de dibujo y diseño y una prueba oral de medio día. Es bastante duro, y en California un poco especial. Aquí tenemos algunas rarezas, como el problema sísmico, y los edificios han de construirse a prueba de terremotos. De todos modos, aprobé. Y me hice arquitecto.

—Hábleme de alguno de sus primeros proyectos.

—Al principio eran sencillos. Un centro comunitario y una sucursal de banco en un barrio, por ejemplo. En los diseños interviene una gran parte de ingeniería, pero uno también aprende mucho sobre requisitos prácticos, temas importantes aunque poco atractivos, como la iluminación y la instalación de sanitarios. Con el tiempo alguien me encargó una casa en la playa, un proyecto modesto. Y finalmente me encarrilé, y monté mi propio negocio.

Joan Sawyer echó una mirada a su alrededor:

—Y éste es su negocio. ¿Cuánto tiempo hace que trabaja por su cuenta?

—Déjeme pensar. Ahora hace seis años.

Foster observó que la periodista estaba sacando de su bolsillo algo que parecían notas, y las examinaba.

—Por cierto, según nuestros datos, unos cuatro años después de instalar su propio negocio, usted se casó.

Foster dudó antes de responder:

—Sí, veo que se ha informado.

—Valerie Granich. Hija de Charles Granich. Propietario de inmobiliarias. Multimillonario. Bel Air. Estoy en lo cierto, ¿no?

—Correcto —dijo fríamente.

—El año pasado se divorciaron.

—Es de dominio público.

Joan Sawyer levantó la mirada:

—¿Se ha vuelto a casar?

—No, gracias.

—¿Le importaría hablarme un poco de su matrimonio?, ¿del divorcio? Detalles personales. Eso siempre va bien en un reportaje. ¿Puede contarme algo?

Foster apretó los labios.

Podía contarle muchas cosas, pero no eran para el consumo del lector. Desde el día de su divorcio se había jurado no hablar de su corto matrimonio, nunca, ni mencionar siquiera el nombre de Valerie, ni siquiera pensar en ella.

Sin embargo, en esos momentos estaba pensando en ella. Cuando conoció a Valerie la encontró deslumbrante. Era una bella muchacha, morena, esbelta, elegante, inteligente y sofisticada. Le halagó que le eligiera a él entre tantos otros, a él, casi un don nadie.

Pero debió de haberse dado cuenta al principio que cometía un error. Estaban juntos por motivos erróneos. Ella no tenía nada sincero que ofrecer, ni en la cama ni fuera de ella. Ningún cariño. Para ella sólo contaba la diversión y los juegos, todo era superficial, no había intimidad alguna. Sus intereses apenas iban más allá de las fiestas de sociedad, o como organizadora o como asistente. Y de las celebraciones seudoculturales: los estrenos de teatro, conciertos, exposiciones de viejos maestros en algún museo. La vida era una noche de estreno para ella. Valerie era una auténtica hija de papá, mimada, sin consideración hacia los demás, egocentrista. Un blanco de las crónicas de sociedad.

Cuando el padre de Valerie se ofreció a instalar a su yerno en un despacho más importante, a suministrarle nuevos clientes, a convertirle en una figura de éxito inmediato (y dependiente), Foster rechazó la oferta. Quería conseguirlo por sí solo, y quería que Valerie viviera de lo que él ganaba. Estas tonterías irritaban e impacientaban a Valerie. Ella no quería vivir como una esposa esclava de un presupuesto reducido en el Valle de San Fernando.

Había algo más. Para una persona como ella, estar casada con un arquitecto que luchaba por darse a conocer, resultaba una situación humillante y degradante. Si hubiera sido un licenciado de la Bauhaus, o un Gropius o Le Corbusier de la noche a la mañana, un auténtico adorno en su mundo, todo hubiera sido distinto. Pero un principiante que se empeñaba en abrirse camino a costa de sudores era casi un estorbo. Valerie en seguida había querido que Foster dejara de lado la arquitectura de supervivencia y se dedicara al arte, a pintar. Al menos, un artista que luchaba era más respetable, aunque a muchos no se los valorara hasta después de muertos.

Al final, cuando él estaba trabajando firmemente para independizarse, Valerie había empezado a alejarse de él y a entretenerse con un grupo seudoartístico de Pasadena. Luego, cuando supo que su mujer se entretenía con un joven rubio, arrogante y pretencioso, un pintor abstracto diez años más joven que ella, y que se había convertido en mecenas del muchacho y finalmente en su compañera de cama, Foster dijo basta. En un ataque de rabia, la echó de casa, y el padre de Valerie arregló el divorcio.

Después de aquello, Foster no se dedicó a nada más que a su trabajo, hasta que surgió el proyecto de su libro sobre Hitler. Después de Valerie y su padre, Hitler no estaba tan mal. Foster se había concentrado durante los dos últimos años en el libro de arquitectura, y seguía desconfiando de su propio criterio sobre las mujeres. Para él, cada nueva mujer que conocía no representaba más que un posible revolcón en la cama. No le gustaba pensar de este modo, pero así era.

Foster volvió a oír sorprendido la voz de Joan Sawyer:

—Señor Foster, no me ha contestado —estaba diciendo la periodista—. ¿Quiere contarme algo sobre eso?

—¿Sobre qué?

—Su matrimonio, claro. Podría dar al reportaje un toque más ameno.

Foster ya no estaba reclinado tranquilamente. Se enderezó. Comenzaba a molestarle realmente aquella agresiva y joven periodista en busca de su reportaje de éxito.

—Señorita —le dijo—, la he recibido en mi despacho para hablar de mi papel como arquitecto, no como marido. No quiero más digresiones. Aténgase a las reglas del juego o váyase.

Notó que la chica se sonrojaba, temerosa de perder su reportaje.

—Lo siento —dijo apesadumbrada—. Tiene razón. A veces me dejo llevar por el entusiasmo. Sólo quería redondear la historia, bueno, personalizarla. No más rodeos, se lo prometo. ¿Me perdona? ¿Podemos seguir entonces?

Foster se relajó un poco. La chica era bastante correcta.

—Sigamos —dijo.

—Estábamos hablando de su negocio durante los últimos seis años. ¿Lo hace todo usted solo?

—Oh, no. Es demasiado trabajo. Por fortuna. Ya conoce a Irene, mi secretaria y contable. Hay aún dos personas más. Yo trato con los clientes, y realizo el diseño original y creativo sobre una estructura. Luego interviene Frank Nishimura. Frank es dibujante profesional, no diseñador sino dibujante. Don Graham es el contratista general. Él resuelve las dificultades, realiza la producción real de una estructura una vez diseñada y aprobados los planos.

—Producción de una estructura —repitió Joan Sawyer interrogativamente—. ¿Qué significa eso?

—Pues verá —explicó Foster—, crear un edificio podría compararse a crear un ser humano, el exterior, la fachada, es importante, aún lo es más el interior, los músculos y huesos. O sea que cuando hablo de producción de un edificio me refiero a la creación de sistemas mecánicos, impermeabilidad, resistencia y cosas de ese tipo.

—Comprendo —asintió la periodista—. Ahora imaginemos que quiero que usted me construya una casa. ¿Por dónde empezaría? Foster consideró la pregunta.

—En primer lugar —dijo— prefiero no ser yo quien propone la idea. Como arquitecto, preferiría responder a un programa, a lo que usted imagina que ha de ser su casa, a sus deseos. —Trató de explicárselo—. La arquitectura debería estar en función de una demanda concreta. Me gusta complementar lo que mi cliente tiene pensado.

—Creí que la arquitectura era algo más creativo —dijo Joan Sawyer resueltamente.

—Oh, y lo es, no cabe duda de que lo es —le aseguró Foster—. Cuando ya tengo una idea de lo que usted quiere, espero a que aparezca la chispa creativa. Me gusta tomar un espacio y convertirlo mentalmente en una composición. Al mismo tiempo, intento liberar a la persona de lo que tiene o cree que desea y situarla en un espacio mejor. Luego me pregunto a mí mismo: ¿qué más puedo hacer con lo que ellos quieren? Cuando se me ocurre, me pongo a trabajar. Debería decir que el noventa y nueve por ciento de mi trabajo lo realizo sin la intervención del cliente. Al cabo de cuatro semanas normalmente, tengo mis ideas y los planos de Frank sobre el papel. Esos dibujos corresponden al ochenta por ciento del trabajo. En ese momento cobro el ochenta por ciento de mis honorarios. ¿Se hace una idea?

—Creo que sí —dijo Joan Sawyer. Se inclinó para comprobar de nuevo el funcionamiento de la grabadora, luego volvió a sentarse—. Muy bien. Aparte de recibir a entrevistadoras, ¿se promociona usted o su trabajo de algún otro modo? ¿Da conferencias?

Foster arrugó la nariz:

—No mucho. Pero me gusta escribir cuando puedo.

—¿Escribir? ¿Qué? ¿Ha publicado algún libro?

Foster respondió con satisfacción:

—Estoy a punto de publicarlo. Mi primer libro está casi listo.

—¿Puedo preguntarle de qué se trata?

—El título se lo dirá. Se llama Arquitectura del milenario Tercer Reich.

Y esperó su reacción. La chica se enderezó en el asiento.

—Eso es una novedad. ¿Se refiere a los edificios construidos bajo el mandato de Hitler?

—Exacto. Los que construyó y los que planeaba construir si Alemania ganaba la guerra. Aquí está, se lo voy a enseñar.

Foster se levantó y atravesó la sala. La periodista recogió bruscamente su grabadora y le siguió.

Sobre la mesa de dibujo había una carpeta. Foster, antes de abrirla, dijo:

—Siempre me ha intrigado la segunda guerra mundial. Como arquitecto, me interesaba lo que Hitler había construido y planeaba construir. Quise conocer más cosas y busqué libros sobre el tema. No había ninguno. Así que decidí escribirlo yo.

—¿Y no porque le gustase la arquitectura nazi?

—No, porque la odiaba, pero pensé que era preciso conservar un documento visual de aquel período. El programa de construcciones de Hitler es lo que llamamos arquitectura fascista. Es impersonal y feo. La arquitectura fascista es como una patata hervida, todo mazacote. Carece de agilidad, de personalidad, de atractivo, de emoción, de pasión. Déjeme que le enseñe.

Abrió la carpeta.

—Esto son fotografías de edificios construidos en época de Hitler, y maquetas en miniatura de dibujos de edificios que quería construir después de ganar la guerra. Felizmente, la mayoría de ellos nunca vieron la luz del día. Aquí hay una fotografía de la nueva Cancillería que Hitler encargó construir a Albert Speer en Berlín. Los pies de fotografía son comentarios de Speer —Foster empezó a leerlos en voz alta—. «En rigor, el elemento del clasicismo que fascinaba a Hitler era la posibilidad del monumentalismo. Le obsesionaba lo gigantesco.»

Foster siguió hablando:

—Cuando Hitler puso por primera vez los ojos en la antigua Cancillería, la aborreció inmediatamente. La consideraba «de opereta». Quería que su nueva Cancillería fuese algo majestuoso. Speer intentó crear exactamente eso. Un diplomático entraba al edificio de Wilhelmsplatz pasando por un patio de honor. Subía una escalinata exterior hasta una sala de recepción de tamaño medio, y luego, a través de unas puertas dobles de seis metros de altura, se introducía en una gran sala decorada con mosaicos. Después subía más escaleras y llegaba a una galería gigantesca de ciento cincuenta metros, dos veces la longitud de la Sala de los Espejos de Versalles, pasando frente a una serie de despachos que parecían no acabarse nunca y que se prolongaban hasta los doscientos veinte metros. Sólo entonces se llegaba a la sala de recepción de Hitler, y finalmente a su gabinete personal, de enormes dimensiones. En su mesa había grabado el dibujo de una espada medio extraída de su vaina; junto a la ventana había una mesa con superficie de mármol, utilizada para conferencias, a partir de 1944, y las cuatro puertas de la habitación tenían paneles dorados. Estos paneles representaban cuatro virtudes: la sabiduría, la prudencia, la fortaleza y la justicia. Los suelos eran todos de mármol. Hitler no hubiera permitido alfombrados. «Así está perfectamente bien —decía Hitler—. Los diplomáticos deberían saber moverse sobre una superficie resbaladiza.»

Foster fue pasando lentamente las páginas con fotografías del exterior e interior de la nueva Cancillería.

—La cuestión es —continuó Foster— que a Hitler le encantó. «¡Bien, bien! —dijo a su arquitecto—. Cuando los diplomáticos lo vean, sabrán qué es el miedo.» Más tarde, Speer escribió, refiriéndose a los edificios que construyó para Hitler: «Eran la propia expresión de una tiranía.»

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