El Séptimo Secreto (5 page)

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Authors: Irving Wallace

Ricci no cogió el cuadro.

—Yo no colecciono Hitlers. Si le he de ser sincero no me interesa en lo más mínimo el arte de Hitler.

—Pero, entonces, por qué... —Miró fijamente a su visitante—. ¿Quiere venderlo? ¿No es eso?

—No, en realidad no —dijo Ricci—. Lo compré para intercambiarlo por algo que me gustaría tener, por otra cosa que colecciono desde hace varios años.

Kirvov levantó con curiosidad una ceja:

—¿Qué colecciona?

—Iconos. Iconos rusos antiguos. Me encantan. En realidad he estado antes en Rusia en otros cruceros, establecí algunos contactos, y de momento tengo tres piezas. Me gustaría tener más. Pero los encuentro bastante caros. —Vaciló un momento—. Yo..., yo, le daría este cuadro de Hitler a cambio de un icono auténtico, si usted puede ofrecerme alguno.

Kirvov pensó en la oferta. Pero no mucho rato. Deseaba tener la pintura de Hitler que estaba sobre la mesa. Quizá fuese una rareza y sin duda aumentaría su colección. Apenas le cabían dudas de su autenticidad. En cuanto a los iconos, tenía docenas de sobras almacenados, varios que podían complacer a Ricci y que sin embargo eran demasiado mediocres para exhibirlos en el Ermitage. Como director del museo, tenía completa autonomía cuando se trataba de cambiar piezas menores o repetidas.

Kirvov esbozó una sonrisa.

—Lo acepto. Me quedo con su Hitler. Y usted tendrá mi Jesucristo.

Cinco minutos más tarde, Ricci tenía su icono: pequeño, reluciente, con un marco plateado que contenía una cabeza de Jesús, pintada en miniatura, y un manto con un acabado de metal dorado. El camarero del crucero estaba emocionado.

Kirvov, mientras le acompañaba a la puerta, se detuvo un momento y dijo:

—Sólo una cosa. ¿Cómo se llama la galería de Berlín occidental donde compró la pintura?

Ricci le miró desconcertado.

—No lo recuerdo ahora. La galería estaba en algún lugar próximo al casco antiguo de Berlín. Déjeme pensar... —Intentó recordar, al parecer sin éxito, y se encogió de hombros—. No importa. Está escrito en el recibo que mandé a casa. Me acordaré de enviárselo en cuanto regrese.

—Recuérdelo, por favor.

Después de que Giorgio Ricci se hubiera marchado hacia su barco, Kirvov volvió a quedarse solo en su despacho. Caminó con lentitud hacia su mesa, cogió el óleo de Hitler, lo contempló y sonrió alegremente.

Mientras acompañaba al camarero del crucero a la puerta, se le había ocurrido una idea, el medio perfecto e insólito de dar publicidad y popularizar su primera exposición importante en el Ermitage. Ahora se le representaba con absoluta claridad en la mente. Separaría una sala de la planta superior y la titularía «EL ARTE DEL ASESINO FASCISTA ADOLF HITLER». De las cuatro paredes colgaría ampliaciones fotográficas de las devastaciones causadas por los nazis en Leningrado y Stalingrado durante la guerra, de la caída de Berlín, y de los desnudos cadáveres de los inocentes que descubrieron los liberadores aliados en Auschwitz, Dachau y el ghetto de Varsovia. Después, como contrapunto irónico a este salvajismo, Kirvov colgaría las quince obras del primer arte de Hitler que ya poseía. Una vez más el público ruso recordaría que el dictador alemán había sido un bestial y violento esquizofrénico.

Sí, este último óleo, junto con las demás piezas de Hitler que tenía prestadas, serían el trampolín para su primer gran éxito como director del Ermitage.

Pero después, mientras estudiaba el óleo plomizo del edificio oscuro, le asaltó una preocupación. Millones de personas lo verían y lo aceptarían como una obra de Hitler, sin embargo quizás habría uno entre ellos que se cuestionaría su autenticidad. Kirvov sabía que era preciso asegurarse de que ese óleo era de Hitler, y descubrir, si era posible, qué tipo de edificio retrataba y localizarlo.

¿Cómo podría autentificarlo inmediatamente? De pronto, Kirvov recordó haber leído un artículo reciente del profesor Otto Blaubach, el ministro del gobierno de Berlín oriental, un eminente historiador del Tercer Reich y de la vida de Hitler. Si alguien podía informarle sobre aquella pintura, tenía que ser Blaubach. Kirvov hojeó rápidamente su agenda de mesa y miró las anotaciones que había en ella. La próxima semana se iba con su esposa y su hijo Sochi al mar Negro a pasar las vacaciones anuales. En cierto modo, eso facilitaba el asunto. Los mandaría a ellos dos antes y él se iría una semana a Berlín oriental para ver a Blaubach. Después se reuniría con la familia en el lugar de veraneo.

Perfecto.

Nicholas Kirvov no había estado nunca tan contento. Luego, ya estaría preparado para su espectacular exposición en el Ermitage.

El futuro era prometedor. Pero antes debía ir a Berlín oriental.

Rex Foster aparcó su Chevrolet, un cupé deportivo rojo, en la plaza que tenía reservada detrás del pequeño edificio de despachos del bulevar San Vicent, de la zona oeste de Los Ángeles. Después de contorsionarse para lograr sacar su larguirucho cuerpo de metro ochenta y cinco del angosto asiento del conductor, fue caminando lentamente por el estrecho sendero que rodeaba su edificio hasta llegar a la puerta principal.

En la puerta una placa gris anunciaba con letras doradas y negras:

«FOSTER Y COMPAÑÍA. ARQUITECTOS.»

Encontró la puerta abierta, como de costumbre, lo cual significaba que su equipo de tres personas ya estaba allí y probablemente trabajando. Ellos llegaban siempre a las nueve y media de la mañana, y Foster intentaba presentarse puntualmente a las diez. La recepción estaba vacía en aquel momento, y supuso que Irene Myers, su recepcionista, contable y secretaria, estaría en su despacho, preparándose el café en la minicocina.

A lo largo del pasillo había tres despachos; el primero lo ocupaba su dibujante, Frank Nishimura, el segundo su realizador de producción, Don Graham. El último y más grande era el suyo, una espaciosa habitación con una mesa de dibujo de madera a un lado y un enorme escritorio de pino encerado al otro, rodeado de sillas.

Como era de esperar, Foster encontró en su despacho a Irene Myers que en aquel momento dejaba sobre su mesa su jarrita de café caliente y desplegaba el diario matutino Los Angeles Times.

—Buenos días, señor Foster —le saludó Irene jovialmente. Era una chica morena, bajita y bien proporcionada, siempre de buen humor.

—Hola, Irene —respondió él, poco locuaz por las mañanas antes de tomar su primera taza de café.

Ella dijo titubeante:

—Pensaba ordenar un poco su mesa antes de que venga aquella señora.

—¿Qué señora? —preguntó desconcertado.

—Joan Sawyer, una periodista de la revista Los Angeles. A las diez y cuarto. Está escribiendo un reportaje sobre los principales arquitectos del sur de California. Llegará dentro de diez o quince minutos.

—No me acordaba —gruñó Foster—. De acuerdo, pero olvídate de la mesa. Ya está ordenada. Deja que me tome el café antes de que aparezca.

Esperó a que Irene cruzara la habitación y saliera del despacho, y luego se instaló detrás de su mesa con el humeante café y el periódico de la mañana.

Mientras sorbía lentamente el café pensó por un momento en la rubia con la que había cenado la noche anterior en el restaurante Matteo de Westwood. Una actriz joven, de unos veinticuatro años, Cindy no sé qué, a quien conoció en una fiesta multitudinaria. Le impresionaron sus pechos y su trasero y la invitó a cenar.

Había sido un error. Era demasiado sosa e ignorante, pero en la cama dio mejor resultado, y demostró ser innovadora, acrobática y escandalosa. Se mereció incluso un bis a medianoche. Sin embargo, fue un alivio llevarla finalmente a su apartamento a las dos de la madrugada. Se prometió a sí mismo no repetirlo. Tenía cosas más importantes en qué pensar.

Se fue animando a medida que tomaba el café, encendía su primera pipa de la mañana y hojeaba Los Angeles Times, como tenía por costumbre antes de empezar el día. «Vaya mundo», pensó mientras leía los titulares y artículos importantes, todo era horroroso; y de pronto, en la página cinco, acertó a ver un titular más pequeño y empezó a leer la noticia de Associated Press:

Sir Harrison Ashcroft, el escritor mundialmente famoso y miembro de la facultad de Historia moderna de la Universidad de Oxford, Inglaterra, recibió sepultura en la tumba familiar a las afueras de Oxford ayer por la mañana. Ashcroft sufrió un accidente mortal en Berlín occidental mientras realizaba las últimas investigaciones para su biografía definitiva de Adolf Hitler. Un conductor que le atropelló y huyó...

El botón del interfono del teléfono de Foster emitió una señal amarilla, y sonó la voz de Irene diciendo:

—Señor Foster, ¿está disponible? Ha llegado la señorita Sawyer, de la revista Los Angeles.

Foster cogió el teléfono:

—Irene, ¿tú sabías que mataron al doctor Ashcroft en Berlín la semana pasada? Acabo de leerlo...

—¿Lo mataron? No, no lo sabía...

—Es increíble —dijo Foster, y se detuvo—. Esto lo cambia todo. Tenía una cita con él el viernes de la semana próxima en Oxford.

—Sí. Le había reservado el vuelo.

—¿Y qué voy a hacer ahora? —preguntó desanimado—. Bueno, ya hablaremos cuando termine la entrevista. Y ahora dame un minuto para que me aclare un poco, y luego haz entrar a la señorita Sawyer.

Se volvió a sentar buscando la manera de resolver su problema. Había estado tres años trabajando a fondo, durante su tiempo libre, para preparar y planear un gran libro ilustrado, un libro titulado Arquitectura del milenario Tercer Reich. Le fascinaba la idea de reproducir las fotografías de todos los edificios construidos en Europa durante el reinado de Adolf Hitler (muchos fueron reducidos a escombros pero existían fotografías antiguas), y también maquetas o dibujos de los edificios que Hitler había planeado y que esperaba construir después de ganar la guerra. Foster había viajado a Alemania y, a través de un antiguo compañero del Ejército de los Estados Unidos, destacado ahora en Berlín, había conseguido la mayor parte del material necesario en los archivos del arquitecto de Hitler, Albert Speer, guardados en el Bundesarchiv, en Koblenz, y en el domicilio de la esposa de Speer en Heidelberg, y luego había regresado a Los Ángeles para preparar su libro. Tenía un buen contrato con una prestigiosa editorial de Nueva York, y un plazo límite de tiempo para su entrega. Le entusiasmaba la idea del libro, no sólo porque el tema le intrigaba sino también porque potenciaría su imagen en el ámbito arquitectónico internacional.

Un día, repasando sus notas en su casa de Beverly Hills, descubrió entre sus datos que Speer había encargado a un socio de confianza construir siete edificios especiales para Hitler. Repasó de nuevo sus planos y comprobó que no tenía fotografías, ni siquiera dibujos, de aquellos siete edificios. Sin ellos, su trabajo quedaría incompleto, y su editor contaba con presentar la obra como el primer y único libro completo sobre la arquitectura en la Alemania nazi de Hitler. Lo peor de todo era que el plazo límite para la entrega de su libro de arte se le echaría encima dentro de tres meses. Su única posibilidad de conseguir las siete piezas que faltaban era conocer la identidad del socio de Speer, pero por más que buscó, no pudo dar con el nombre de ese arquitecto.

Después, por casualidad, descubrió que el único historiador que lo sabía todo sobre Hitler era sir Harrison Ashcroft, de Oxford. Foster le escribió en seguida preguntándole si podría verle en Oxford y pedirle ayuda sobre un tema relacionado con Hitler. Confiaba poder consultar personalmente los archivos arquitectónicos de Ashcroft, para no molestar tanto al historiador. Ashcroft había contestado con la misma rapidez diciendo que estaría encantado de recibir a Foster, y concretándole el día y la hora de su encuentro. Foster, con gran alivio, había reservado su vuelo para Inglaterra la semana siguiente. Cuando tuviese el nombre del socio arquitecto, planeaba viajar a Alemania y hablar con el individuo en cuestión, si seguía vivo, o bien con su familia, y estaba convencido de que él o sus herederos tendrían los siete dibujos que faltaban.

Hasta esa mañana todo era muy sencillo. Ahora se complicaba. Ashcroft había muerto, y Foster, una vez más, quedaba colgado.

En aquel momento se abrió la puerta de su despacho e Irene Myers anunció:

—Señor Foster. La señorita Joan Sawyer de la revista Los Angeles está aquí.

Foster dio las gracias con un murmullo e intentó concentrarse en la periodista. Era una muchacha joven, alta, de poco pecho, con ojos marrones bizqueantes y gafas de gruesos cristales, una nariz alargada y labios finos; vestía un traje pantalón marrón y llevaba un magnetófono en la mano.

—¿Cómo está? —dijo la chica dirigiéndose directamente hacia su mesa y dejando el magnetófono encima—. Espero que no le moleste que grabe. Es la mejor manera de que salga bien. Soy muy rigurosa con la exactitud.

—Yo también —dijo amablemente Foster, indicándole con un gesto una silla forrada de cuero delante suyo—. Le dejo que me grabe si usted me deja fumar.

—Será su funeral —dijo secamente. Manipuló la grabadora, la conectó, comprobó su funcionamiento, luego se acomodó en la silla y sacó de su bolsillo una lista de preguntas escrita a máquina—. Cuando su secretaria me dio la cita le expliqué que estaba escribiendo un extenso reportaje sobre los principales arquitectos del sur de California. Hice una pequeña investigación sobre usted, y me pareció que cumplía los requisitos.

—¡Muy amable de su parte! —dijo Foster bromeando.

—Ya sé que es usted un hombre ocupado —dijo Joan Sawyer—. ¿Por qué no empezamos, pues?

—Me parece muy bien.

—Por cierto, hemos tomado fotos de sus últimas construcciones. El teatro Cornell en el Sunset Boulevard. El International Condominium en Westwood. El restaurante marino Casa de Neptuno de Malibú. Todo muy original e impresionante.

—Gracias, señorita Sawyer.

—¿Cuándo comenzó para usted esto de la arquitectura? Aún no era arquitecto cuando ingresó en el ejército.

—Empecé a interesarme cuando salí del ejército y volví a la escuela.

—¿Por qué no nos detenemos un poco, y hablamos de su servicio militar? Pasó dos años en Vietnam, ¿no es cierto?

Foster frunció el ceño sin disimular.

—Sí.

—¿Qué edad tenía cuando se alistó?

—Veinte años —dijo Foster—. No era especialmente patriota. Ni siquiera sabía qué pasaba en Vietnam. Sólo sabía que yo vivía sin objetivo ni dirección; era un niño retraído que intentaba hacer algo con su vida. Vietnam sonaba exótico, algo para matar el tiempo. Así que allí me fui.

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