El Séptimo Secreto (47 page)

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Authors: Irving Wallace

«¿Se ha terminado ya? —se preguntaba incesantemente—. ¿Lo han conseguido?»

En la quietud de la suite del búnker situado debajo de Berlín se escuchó un movimiento.

La puerta del dormitorio de Hitler se estaba abriendo lentamente, muy lentamente.

Una mano carnosa empujó más la puerta. Wolfgang Schmidt, sacudiendo su cabeza encostrada de sangre, se arrastraba hacia el exterior.

Después de recuperar la conciencia, Schmidt había intentado reconstruir lo sucedido. Él había regresado al búnker para asegurarse de que la Ashcroft seguía prisionera, y saber si Eva se encontraba bien. Ashcroft no estaba donde la había dejado, y se había dirigido hacia el dormitorio de Eva a inspeccionar. Allí se había encontrado con aquel hijo de puta de Foster y con Eva atada a la cama.

Habían luchado, Foster y él, y no sabía cómo había perdido el conocimiento. La cabeza le dolía terriblemente, y estaba seguro de que le habían golpeado en la cabeza con algo muy pesado, y que había sufrido una contusión. Solamente su extraordinario estado físico, su fuerza natural, le había permitido sobrevivir.

Schmidt a pesar de su debilidad, se agarró a la pared de enfrente del vestíbulo y consiguió ponerse de pie.

Tambaleándose, se encaminó al dormitorio de Eva. Ella no estaba. La cama estaba vacía. Y Foster también se había ido. Sentía las piernas de goma y se encaminó al cuarto de estar. Entró y lo halló también vacío.

Sobre el suelo vio su Walther P-38. La recogió.

Trató de imaginar lo que había sucedido.

Foster probablemente se había llevado a Eva como rehén, y de algún modo había logrado salir, por los mismos medios que había empleado para entrar. Todos los de allí abajo habían sido descubiertos, los desenmascararían y los destruirían para siempre.

Schmidt, vacilante, intentó razonar. Foster no podía haber avisado a la policía después de haber visto a su jefe en el escondite. ¿A quién habría acudido entonces en busca de ayuda? Posiblemente a los comandantes de las cuatro potencias que ocupaban Berlín. Posiblemente para revelarles el secreto del búnker y buscar su ayuda militar.

En cierto modo, esto dio a Schmidt un destello de esperanza. Conocía a los jefes de las cuatro potencias, los conocía personalmente, y sabía lo imposible que era lograr que actuaran con rapidez, por muy importante y crítico que fuera el asunto. Estaban siempre enredados en trámites y papeleos, y cuando oyeran aquello, que sonaba a fantástica patraña, no tendrían suficiente impulso para entrar en acción rápidamente.

Antes de que pudiera pasar algo, tal vez había aún una esperanza, una esperanza real.

Schmidt intentó seguir razonando, aunque la cabeza le temblaba incesantemente, y el cráneo le dolía mucho. Seguramente, mientras Foster buscaba ayuda, había dejado a sus aliados allí arriba para vigilar la salida del café Wolf. Pero no podían ser muchos. Y sería fácil acabar con ellos.

Schmidt decidió que aún quedaba una posibilidad de escapar. Sólo necesitaba poner en guardia a los soldados de confianza y a otros ocupantes del búnker. Bien armados con sus armamentos más modernos, sus metralletas y lanzacohetes portátiles, podrían fácilmente abrirse paso al exterior del búnker, a través del café Wolf, reduciendo cualquier débil resistencia con una lluvia de balas.

Su escapada podía salir bien. Escaparían y libres se dispersarían para volverse a ocultar en otro momento.

Avisar a los guardias, avisar al resto de los nazis del búnker, ponerlos en acción, y rápido.

Había tiempo, había tiempo. Podía superarse y vencer. Schmidt atravesó tambaleante la sala de estar, pasó por la sala de recepción y salió de la suite danto traspiés.

Se dirigió hacia la esquina, la dobló y a una corta distancia vio a un muchacho de las Juventudes Hitlerianas de servicio.

Abrió la boca para llamarle, para avisarle y avisar a todo el mundo, y al abrirla sintió náuseas.

Se llevó las manos a la garganta. Sintió un terrible hedor acre que le asfixiaba. Su ronca voz quedó atrapada en su garganta. Una especie de tornillo le estaba atenazando la garganta, estrangulándole y comenzó a temblar incontroladamente.

Intentó gritar al joven centinela, pero no había ninguno.

A través de su borrosa visión vio que el centinela había caído al suelo, y que se contorsionaba hasta quedar sin vida.

Sofocado, Schmidt comenzó a darse cuenta débilmente de que algo terrible estaba sucediendo.

Vio cristales de color azul amatista filtrándose a través del pozo del ventilador, cubriendo el suelo.

Luego Schmidt lo comprendió. Había estado en Auschwitz. Había visto esos cristales antes. Y comprendió lo que estaban haciendo.

Sintió que se hundía, oyó sus jadeos mientras yacía extendido en el suelo. Intentó inhalar aire. Pero no había más que gases. Luego cerró los ojos y murió.

Emily aparcó el Audi y se apresuró a bajar, cuando vio a Tovah corriendo del café Wolf hacia ella.

—¡Emily, Emily! —gritó Tovah poniéndose a su lado jadeante—. Nos tranquilizó tanto oírte. ¡Qué experiencia! ¡Mira que haber descubierto realmente su escondrijo! —Y buscando a alguien a su alrededor añadió—: ¿Dónde está Rex?

—Vendrá dentro de un rato. Te lo contaré todo después. Lo que quiero saber ahora es si Golding y su gente han actuado. Tovah asintió entusiasta con la cabeza.

—Sí, ya lo han hecho, sí. Pero no con el gas neurotóxico Tabun de Speer, sino con algo más poéticamente apropiado. Encontraron el pozo de ventilación camuflado en el plano del búnker secreto de Rex. Arrojaron infinitas cantidades de cristales Zyklon B, o ácido prúsico, la misma sustancia que emplearon los nazis en las cámaras mortuorias de Auschwitz para matar a ocho mil judíos al día. Nuestros agentes vertieron en el escondrijo subterráneo suficientes cristales mortíferos para exterminar a mil nazis en minutos. ¿Cuántos dijistes que habían allí abajo? ¿Cincuenta o más?

—Algo así.

—Bien. Pues ahora ya están muertos, Emily, todos ellos. Chaim Golding me dio su palabra. Sus hombres están terminando y guardando sus equipos. Dentro de un día o dos, el ayuntamiento puede limpiar los gases, y luego el ejército entrará y sacará los cadáveres. La pena es que no quede ningún superviviente para contarnos qué era todo aquello.

—Rex salvó a uno —dijo Emily.

—¿De verdad?

—Se trajo consigo a Eva Braun.

—¡Eva Braun! ¡No puedo creerlo! ¿La tiene?

Emily dudó:

—La tiene y no la tiene. Déjame que te lo explique mientras esperamos a Rex. Demos un paseo y te contaré lo que sucedió.

Cuando cogió a Tovah por el brazo y empezaron a caminar, Emily se preguntó una vez más qué habría pasado con la esposa de Hitler y qué estaba haciendo en aquel momento...

Desde el momento en que el americano llamado Rex Foster se había puesto a correr en la oscuridad para prestar ayuda a su compañera conspiradora, la muchacha llamada Emily, Eva Braun había actuado según su instinto. Un descuido de su capturador le daba la oportunidad de ser libre, y ella lo había aprovechado.

Eva, tras arrebatar la linterna que él había dejado sobre la hierba, se sumergió en el negro agujero, que había sido en una ocasión la salida de emergencia del búnker del Führer. Avanzó a trompicones entre los maderos que apuntalaban el pasadizo excavado hasta que llegó a la cavidad más profunda, cerca de la parte superior de la escalera. Luego se intentó esconder en la oscuridad, preguntándose si estaba realmente libre y si en ese caso podría escapar de esa tierra de nadie de Alemania oriental.

Luego oyó regresar a los conspiradores, Emily y Rex, y notó que se habían detenido cerca de la salida. Habían estado hablando entre sí excitadamente, en especial el hombre, en inglés, que Eva comprendía bastante bien gracias a sus clases en la escuela y a su gran familiaridad con las bandas sonoras de las películas de Hollywood, que su amado siempre le permitía escuchar en Berghof.

El tal Rex había hablado claramente y con conocimiento sobre sus planes políticos secretos, sus maniobras para revivir y reconstruir la Alemania por la cual el Feldherr había dado la vida, y que ella y Schmidt habían luchado por conservar. Desde su escondite, Eva estaba desconcertada por la cantidad de cosas que sabía Rex. Ella, desde luego, no se lo había contado nunca, a menos que la hubiera drogado. Sin embargo, no recordaba ninguna droga. Tal vez había visto algunas notas sobre esto en su mesa, o incluso lo sabía por otra persona.

Pero las noticias más terroríficas vinieron cuando oyó a Rex decir a la mujer: «De Schmidt ya me he ocupado. Le he dejado inconsciente allí abajo.»

Luego Eva continuó escuchando y logró oír algo que era mucho más brutal. Alguien, «el Mossad», había oído decir a Rex y a Emily, los terribles judíos estaban vertiendo personalmente gases mortíferos en su hogar subterráneo de tantos años. Los muy bárbaros estaban en proceso de exterminar a todos los leales, a los buenos, a Schmidt y a todos los demás, los que habían adorado a su marido y se habían cuidado de ella. Un acto salvaje e imposible, sin embargo no había duda de que lo estaban realizando.

Luego había oído pronunciar bruscamente su nombre y supo que los dos acababan de darse cuenta de que había desaparecido, de que se había esfumado. Tembló en la oscuridad, temerosa de que adivinaran dónde había ido, y fueran con sus linternas a buscarla y encontrarla. Le estremecía la idea de que la capturaran y la exhibieran al público, escarnecida, injuriada y torturada, lo que su querido marido había temido siempre y había jurado que nunca permitiría que sucediese.

Y luego había vuelto a oír las voces en el exterior, y había comprendido que ambos se marchaban de prisa para llegar al café Wolf, comunicar la desaparición de Eva y saber si la empresa de masacrar con gas a todos sus seguidores había terminado.

En seguida se dio cuenta de que las voces se alejaban, después de aquello se produjo un silencio, y pensó que finalmente se habían marchado.

Eva, acurrucada allí en la oscuridad, aún tenía miedo de moverse. Debía estar segura de que estaba a salvo, y necesitaba tiempo para pensar.

Había permanecido allí, encogida en las tinieblas de la excavación, con una única obsesión en su mente. El futuro del partido, ya no existía. Ni Schmidt, el perfecto heredero de su marido, el último ario, leal a sus ideales y entregado a su causa. Al igual que el partido, también él estaba perdido.

Había algo más que la obsesionaba.

La atrocidad que estaban cometiendo los conspiradores extranjeros y sus colaboradores gángsters y judíos con sus camaradas y seguidores, en su hogar subterráneo. Se estaba infiltrando gas venenoso en su catacumba sellada, y en pocos minutos todos estarían muertos, y no habría nadie que heredara la tierra cuando algún día los soviéticos y los Estados Unidos se destrozaran entre sí.

El primer pensamiento de Eva fue intentar salvarlos, advertirlos del peligro y rescatarlos. Podía utilizar la linterna, podría sacar el bloque de cemento, encontrar sola el camino de vuelta al búnker y hacer sonar la alarma.

Pero después supo que era demasiado tarde, muy tarde ya. Había pasado tiempo desde que oyó que iban a verter gas venenoso, y la ejecución en masa ya habría tenido lugar y su hogar subterráneo se habría convertido en una tumba masiva.

Permaneció allí, desalentada, mientras la comprensión de su gran pérdida se apoderaba de ella.

Pero al recordar, tensó los hombros y se irguió en la oscuridad.

Su marido había insistido siempre en que no debían permitir que sus bárbaros conquistadores los atraparan con vida y los exhibieran. «Tschapperl..., pequeña —le había dicho en una ocasión—, si nos capturasen, nos meterían en jaulas y nos colgarían en el zoo de Moscú.» Él, gracias a su previsión y astucia, había esquivado siempre a sus vengadores. Cuando después, desde su escondrijo, leía los procesos de Nuremberg, deploraba siempre a aquellos enclenques que habían cooperado con el espectáculo. Extrañamente, aquel a quien su esposo había odiado casi al final, por considerarlo un traidor, Hermann Göring, se había hecho admirar entonces. El gordo había mostrado valentía y verdadera lealtad, escapando al dogal y teniendo el suficiente coraje para quitarse la vida en Nuremberg.

Eva quería aplicar las ideas de su marido a lo que sin duda sucedería pronto allí debajo.

Dentro de uno o dos días, los asesinos bajarían. Limpiarían el gas mortífero, y hallarían y sacarían docenas de lamentables cadáveres. Entonces se quedarían con todo lo demás como trofeo de la guerra inacabada. Se quedarían con los preciosos restos de su marido que reposaban en la urna, con sus recuerdos de una gran vida allí debajo. Tendrían los diarios de Eva de tantos años, sus secretos y la verdad que los conduciría a Klara.

Harían revisar la historia.

Tendrían su espectáculo.

Le vino a la memoria los pasos que había dado su marido para evitar esos denigrantes sucesos.

Sí, en su última semana en el búnker del Führer le había hablado de dos palancas secretas. Eran palancas gemelas y cada una iba conectada a cables pesados que conducían al interior del búnker oculto. Una palanca podía activarse desde el nivel inferior del búnker del Führer, la otra desde un punto situado en lo que actualmente era el café Wolf. Si se activaba cualquiera de ellas, se desencadenaría una carga explosiva dentro de su hogar subterráneo que lo haría trizas.

Pero Eva comprendió que entonces, con todo aquel gas llenando el búnker oculto, una explosión y un incendio tendría efectos destructivos inimaginables. La explosión arrasaría todo lo que hubiera allí abajo.

La lógica de su marido al planear este aparato destructor había sido sencilla. Si los rusos llegaban demasiado pronto al búnker del Führer, habría tiempo suficiente para destruir su refugio subterráneo, y así el mundo nunca sabría que habían pretendido escapar a la captura. Con el búnker de escape destruido, él y Eva podrían quitarse la vida heroicamente antes de caer en las garras del enemigo. Y la palanca gemela situada en el interior del café Wolf tendría un propósito similar si conseguían escapar. En caso de que su escondite se descubriera alguna vez durante los años posteriores a su huida, él podría arrasar su refugio y acabar con todos.

Él nunca permitiría un espectáculo con sus personas.

Ni tampoco ella, se dijo a sí misma. Lo único que importaba era obedecer los deseos de su marido.

La palanca del café Wolf estaba fuera de su alcance.

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